Para Lynda y Aldo
En la Ciudad Escarlata el fin se acerca, las siete maravillas del mundo están aquí (“Scarlet Town”, 2012). 22 de octubre. Año 2016. Salimos de Dallas varias horas antes para llegar a tiempo al WinStar World Casino and Resort, ubicado en Thackerville, Oklahoma. Tardamos buen rato en encontrar dónde estacionarnos. Esto nos permitió ver con detenimiento la fachada del sitio. Si Las Vegas es kitsch, habría que inventar una nueva palabra para definir el WinStar Casino: hay una reproducción del Palacio de Westminster, con su respectivo Big Ben, al lado de un Coliseo Romano de tablarroca. Más adelante, la pirámide de Keops y la Esfinge conviven con la torre Eiffel y hasta con un castillo medieval.
Logramos estacionar nos. Hay nueve entradas que llevan a distintas áreas del inmenso lugar, cada una con su respectivo nombre: Río, Nueva York, Cairo, Viena, París, Pekín, Roma, Madrid y Londres.
Entramos por Pekín, cuya fachada simula el Partenón ateniense. Es sábado y el sitio está a reventar. Un dragón chino gigante flota sobre una mesa donde los apostadores juegan a los dados. Caminamos por la alfombra, verde, como la de cualquier casino. Nos movemos entre máquinas tragamonedas y mesas de blackjack, esquivamos borrachos. Una mesera nos dice dónde está el Global Event Center del casino. Pasamos en medio de una cortina dorada y tomamos nuestros lugares. Las luces se apagan. A manera de obertura, una guitarra electroacústica toca una balada country con tintes trágicos, que aumenta el suspenso. Las luces suben poco a poco en el escenario y ahí está, en el centro de convenciones de un casino de Oklahoma, el nuevo Premio Nobel de Literatura.
Nueve días antes, el 13 de octubre, la entonces Secretaria Permanente de la Academia Sueca, Sara Danius, salió de su oficina a informarle a la prensa que el ganador del Premio Nobel era Bob Dylan. Las expresiones de asombro de los reporteros pudieron oírse claramente en los videos de YouTube que captaron el momento. Esa noche, Dylan tocó en Las Vegas y no hizo ningún comentario al respecto. De hecho, desde hace más o menos una década no dice una sola palabra durante sus conciertos, pero uno pensaría que, tratándose de la importancia del premio, tal vez haría una excepción. Unos días después, un miembro del comité del Nobel lo acusó de “irrespetuoso”.
¿No le interesaba el premio? Quién sabe. Tratar de averiguar qué hay en la mente de Bob Dylan es una tarea a la que renuncié hace mucho, por miedo a volverme loco. Pero en el concierto de Oklahoma era evidente que algo lo tenía muy feliz y lleno de energía. Era un Dylan diferente. Lo he visto en concierto más de cien veces y siempre había usado sombrero: de cowboy, como El Llanero Solitario, o cordobés, como el Zorro. Pero en el casino WinStar World no había nada que cubriera su cabeza; una luz cenital bañaba su abundante cabello rubio, ensortijado, haciéndolo parecer una figura renacentista, un iluminado. Varias veces he dicho que Dylan sería un gran jugador de póker, ya que su gesto inescrutable impide adivinar su estado de ánimo. Pero esa noche, en Thackerville, Oklahoma, no pudo evitar sonreír varias veces. Era la noticia del Nobel. Creo.
Hasta el 29 de octubre, es decir, dieciséis días después del anuncio, a Dylan se le ocurrió decir que el Nobel de Literatura lo había “dejado sin palabras” y que apreciaba muchísimo ese honor. Sin embargo, no asistió a la ceremonia de entrega del premio. La embajadora de Estados Unidos en Suecia leyó su nota de agradecimiento y una Patti Smith nerviosísima cantó “A Hard Rain’s A-Gonna Fall”, una canción de proporciones homéricas, “en la que el poeta se vuelve profeta”, en palabras de Allen Ginsberg.
No se hicieron esperar las opiniones a favor y en contra de que Dylan recibiera el Nobel. Autores como Salman Rushdie, Stephen King y Joyce Carol Oates felicitaron a la Academia Sueca por su decisión. Pero muchos otros dijeron que se trataba de un fallo ridículo.
Dylan volvió a Minneapolis. Antes de irse era un músico promedio. Ni el mejor ni el peor. Pero al regresar de Nueva York tocaba increíblemente bien
Un año después, en 2017, el Nobel fue otorgado a Kazuo Ishiguro, la clase de escritor que suele ganar el premio. Las notas de prensa apenas hablaban de Ishiguro, concentrándose en decir que la Academia había “corregido el error” de darle el premio a Bob Dylan. En 2018 no hubo Nobel de Literatura por un escándalo de abuso sexual: dieciocho mujeres acusaron al esposo de una integrante de la Academia de acosarlas y violentarlas. Esto provocó la renuncia de Sara Danius, la primera mujer en la historia del Nobel en obtener el puesto de secretaria permanente de la Academia Sueca.
Qué ironía. Dieciocho mujeres acusan a un hombre de abuso sexual y quien resulta castigada es una mujer. En palabras de la catedrática Ebba Witt-Brattström, Sara Danius “fue víctima de un golpe de Estado por ser demasiado obstinada. Una mujer obstinada no es a lo que están acostumbrados en la Academia Sueca”. La obstinación pudo haber sido un factor, pero mi teoría es que los académicos, hombres mayores de setenta años en su mayoría, querían la cabeza de Danius desde que le otorgó el Nobel a Dylan. “Sara realmente trató de abrir y renovar la Academia”, dijo Witt-Brattström. Y vaya que lo logró. El Nobel para Dylan fue un acto valiente, que sacudió al mundo literario. Nunca se había discutido tan apasionadamente respecto al premio y las fronteras de la literatura. Dylan hizo con el Nobel lo que siempre ha hecho: patear el avispero. Le inyectó vitalidad, lo redefinió, lo confrontó consigo mismo y terminó por destruirlo. El Nobel de Literatura sigue existiendo, pero se ha vuelto irrelevante. En 2019 se entregó el Nobel de ese año y también el de 2018, pero, al menos en las librerías mexicanas, no había carteles de los ganadores y sus libros no estaban en un estante especial. La intrascendencia del Nobel iba a ocurrir de todas maneras, pero Dylan aceleró el proceso.
Quien no está ocupado naciendo, está ocupado muriendo (“It’s Alright, Ma, I’m Only Bleeding”, 1965). Cuando llegó por primera vez a Nueva York, el 24 de enero de 1961, Bob Dylan tenía diecinueve años y no conocía a nadie en la ciudad. Ese invierno era el más frío en veintiocho años, pero Dylan venía de la helada Minneapolis, así que logró caminar, sin congelarse, desde Times Square hasta Greenwich Village, un barrio con vida nocturna, habitado por poetas, músicos de jazz y folk, entre otros artistas. Al llegar, Dylan se dirigió de inmediato al café Wha? y rápidamente obtuvo trabajo como cantante. Ningún artista en el Wha? ni sitios similares recibía un sueldo. Obtenían dinero pasando una canasta entre el público: “Por esa razón empecé a usar sombreros”, declaró en una entrevista de 1984.
Dylan fue a Nueva York por dos razones: ahí se gestaba el movimiento folk más importante del país, y cerca de ahí, en el hospital psiquiátrico Greystone Park de Nueva Jersey, estaba postrado en cama su ídolo Woody Guthrie, a causa de una enfermedad neurodegenerativa. En el documental No Direction Home, de Martin Scorsese, Dylan dice que, aun antes de llegar a Nueva York, ya era “una rockola humana de Woody Guthrie”, así que fue al hospital a presentarle sus respetos. Dylan y Guthrie se cayeron bien. Bob lo visitaba con frecuencia y Woody pedía que le cantara.
Tal vez fue la convivencia con tantos colegas en el Village o quizá Woody Guthrie le enseñó algunos de sus trucos. El caso es que, un par de meses después, Dylan volvió poco tiempo a Minneapolis. “Antes de irse era un músico promedio. Ni el mejor ni el peor. Pero al regresar de Nueva York tocaba la guitarra increíblemente bien. Es como si hubiera hecho un pacto con el diablo en la encrucijada, como Robert Johnson”, dice el crítico y bluesero blanco Tony Glover en No Direction Home. En el mismo documental, Dylan confirma: “Un día, antes de volver a Minneapolis, fui a la encrucijada e hice un pacto”.
A Dylan hay que creerle la mitad de lo que dice. Cuando empezó a tocar en el café Wha? se presentaba ante el público diciendo: “He recorrido todo el país, siguiendo las huellas de Woody Guthrie”. Mentira. Antes de Nueva York, jamás había salido de Minnesota, pero afirmaba haber vivido en Nuevo México, en Iowa y en las dos Dakotas antes de llegar al Village, donde aseguró que jamás había escuchado el término “música folk”. Otra mentira.
No me preguntes nada respecto a nada, podría decirte la verdad (“Outlaw Blues”, 1965). Cuando Dylan tenía diez años y se llamaba Robert Allen Zimmerman, sus padres compraron una casa en Hibbing, Minnesota. En el sótano, el pequeño Bob encontró una guitarra y también una consola color caoba que tenía radio y tornamesa. Abrió la tapa de la tornamesa, adentro había un disco de 78 revoluciones por minuto. Encendió la tornamesa y colocó la aguja sobre el acetato. Una canción country sonó en las bocinas: “Drifting Too Far From The Shore” (“A la deriva, demasiado lejos de la orilla”) interpretada por Bill Monroe. “El sonido de la canción”, dice Dylan en No Direction Home, “me hizo sentir que yo era alguien más, que tal vez no había nacido de los padres correctos. Nací muy lejos de donde se supone que debo estar, así que voy camino a casa”.
Entonces las mentiras no son mentiras, sino formas de reinventarse. Estados Unidos es el país con más inmigrantes en el mundo, porque es el lugar ideal para borrar el pasado, cambiarse de nombre y ser otro, como James Gatz cuando se convirtió en Jay Gatsby, en El gran Gatsby de Francis Scott Fitzgerald.
Para crear a Bob Dylan, Robert Allen Zimmerman tuvo que ser destruido. Y Woody Guthrie tuvo que ser superado para que Bob Dylan se convirtiera en un compositor: su primera canción importante se llama “Song To Woody”, que es un homenaje (“Muy pocos han hecho lo que hiciste tú”) pero también una despedida:
Me voy mañana, pero podría
[irme hoy
En algún lugar, en el camino,
[algún día
Lo último que querría
[en esta vida
Sería decir que he viajado
[tanto como tú.
El mensaje es clarísimo: te admiro, sin ti no sería quien soy, pero no quiero ser tú. En 1962, Bob cambió su apellido a Dylan. Una vez, cuando vino a México en 2007, vi una fotocopia de su pasaporte: su nombre legal es Robert Dylan.
El 19 de marzo del 62 apareció su primer álbum. Contiene trece canciones, dos de las cuales fueron compuestas por él mismo: “Song To Woody” y “Talkin’ New York”.
El disco, llamado simplemente Bob Dylan, no vendió muchos ejemplares, pero armó un escándalo entre la comunidad folk de Greenwich Village. Para empezar, fue grabado por Columbia Records, una disquera multinacional y capitalista, y no por alguno de los sellos independientes de música folk. Dylan “se había vendido”. La aparición del disco desenmascaró a sus colegas, jóvenes socialistas y bohemios que se decían indignados, pero en realidad tenían envidia.
En 2003, Like a Rolling Stone fue nombrada la mejor canción de todos los tiempos en la revista Rolling Stone.
Pero aquella noche en Newport, el público la abucheó y algunos gritaron traidor . Ah, la izquierdita
En 1963, esa envidia debe haberse traducido en odio, porque el segundo disco fue The Freewheelin’ Bob Dylan, que contiene canciones magistrales como “Girl from the North Country”, “Masters of War”, “A Hard Rain’s A-Gonna Fall”, “Don’t Think Twice, It’s All Right” y nada menos que “Blowin’ in the Wind”. La canción comienza preguntando: “¿Cuántos caminos debe recorrer un hombre antes de que lo llamen hombre?”. Al escuchar eso, Sam Cooke, el gran cantante de soul, se asombró profundamente de que un blanco hablara de forma tan certera y poética sobre la esclavitud.
“Blowin’ in the Wind” cambió para siempre a Cooke, inspirándolo a componer una de las canciones más hermosas y conmovedoras del siglo XX:
“A Change Is Gonna Come”. Ambos temas se convirtieron en himnos para el Movimiento por los Derechos Civiles de los años sesenta. De hecho, el discurso más famoso de Martin Luther King Jr., “Tengo un sueño”, que pronunció en agosto de 1963 ante una multitud reunida en la Explanada Nacional de Washington D. C., fue precedido por Bob Dylan, quien tocó cinco canciones, cerrando con “Only a Pawn in Their Game”, inspirada por la muerte de Medgar Evers, activista afroamericano asesinado por un miembro del Ku Klux Klan dos meses antes.
La influencia de su creación “Blowin’ in the Wind” sigue manifestándose hasta la fecha y ha inspirado a escritores de la talla de Marguerite Yourcenar. En su último libro, La voz de las cosas, la autora de Memorias de Adriano cita la línea: “¿Cuántas veces deben volar las bombas antes de ser prohibidas para siempre?”.
Qué descaro tienes al decirte mi amigo (“Positively 4th Street”, 1965). En el verano de 1963, Joan Baez invitó a Bob Dylan a cantar con ella en el Festival Folk de Newport. Por supuesto, Dylan se robó el show. Al año siguiente, a pesar de su belleza física y la potencia de su voz, Baez parecía la corista de Dylan. El público lo aclamaba con una euforia impresionante, como puede verse en el excelente documental Bob Dylan: The Other Side of the Mirror.
Ese mismo documental contiene imágenes de lo que muchos consideramos el acontecimiento más importante en la historia del rock: en la última noche del Festival de Newport de 1965, Bob Dylan decidió que tocaría un set eléctrico, acompañado, entre otros, por Mike Bloomfield en la guitarra y Al Kooper en el órgano. Ambos habían tocado en la grabación de “Like a Rolling Stone”, que había sido lanzada como sencillo cinco días antes.
El maestro de ceremonias, Peter Yarrow, se ve nervioso al presentar a Dylan: “Damas y caballeros, la persona que aparecerá ahora tiene una cantidad de tiempo limitada... su nombre es Bob Dylan”. Entonces suenan los primeros acordes de un rock salvaje: “Maggie’s Farm”. Él, ataviado con una camisa naranja y un saco de cuero, canta con furia: “No volveré a trabajar en la granja de Maggie”. La canción de protesta contra la explotación de un campesino se convirtió, en ese instante, en la rebelión de Dylan contra quienes le exigían, como si fuera su esclavo, que dejara de componer canciones personales y se dedicara exclusivamente a narrar las penurias de los desposeídos. Al terminar “Maggie’s Farm” se escucha una mezcla de abucheos y aplausos. Dylan contraataca con “Like a Rolling Stone”. Mike Bloomfield toca un solo inspiradísimo, que el público de Newport es incapaz de apreciar.
Nadie sabe bien qué ocurrió exactamente aquella noche. Hay quienes dicen que Pete Seeger, el Santo Patrono del Folk, trató de cortar los cables con un hacha. Seeger aclaró, posteriormente, que lo que dijo fue que le hubiera gustado “tener un hacha para cortar el cable del micrófono”, porque entre el público estaba su papá, enfermo del oído. El hecho es que Seeger estaba furioso, no por el oído de su padre, sino porque Dylan le arruinaba el negocio.
En 2003, “Like a Rolling Stone” fue nombrada “la mejor canción de todos los tiempos” en la revista Rolling Stone. Pero aquella noche en Newport, el público la abucheó y algunos gritaron “traidor”. Ah, la izquierdita, siempre tan tolerantita.
Dylan tocó un tercer número con la banda de rock, se quitó la guitarra eléctrica lo más rápido que pudo y salió del escenario sin despedirse. Entonces el público volvió a aplaudir, pidiendo más canciones. Varios minutos después, Dylan volvió a escena con guitarra acústica y cantó “Mr. Tambourine Man”. El público aplaudió, feliz, pensando que la oveja perdida había regresado al redil. Qué equivocados.
Dylan tocó una canción más, “It’s All Over Now, Baby Blue”, que narra un rompimiento amoroso. Pero esa noche, en Newport, se transformó en un adiós para siempre:
Deja atrás tus piedras angulares,
Algo te está llamando
Olvida a los muertos que dejaste,
No te seguirán
El vagabundo que golpea
[tu puerta
Trae la ropa que alguna vez usaste
Prende otro cerillo, empieza
[de nuevo,
Y ya todo se acabó, Baby Blue.
Dylan había vuelto a patear el avispero. Se negó a ser un lacayo de la izquierda. Destruyó el folk como lo conocíamos y creó algo nuevo. En 1983, cuando Bruce Springsteen le dio la bienvenida al Salón de la Fama del Rock & Roll dijo que, al escuchar por primera vez “Like a Rolling Stone”, “fue como si una patada hubiera abierto la puerta de mi mente [...] Dylan era un revolucionario. Liberó nuestras mentes, del mismo modo que Elvis había liberado nuestros cuerpos. Nos mostró que, aunque la música era innatamente física, no tenía por qué ser antiintelectual”.
No se necesita un meteorólogo para saber hacia dónde sopla el viento (“Subterranean Homesick Blues”, 1965). Entre 1965 y 1966, en un lapso de apenas catorce meses, Dylan grabó sus tres álbumes fundamentales: Bringing It All Back Home (marzo, 1965), Highway 61 Revisited (agosto, 1965) y el primer álbum doble de la historia del rock, Blonde On Blonde (enero, 1966). Si Dylan no hubiera leído En el camino, de Jack Kerouac y Aullido, de Allen Ginsberg, esas obras maestras no hubieran sido posibles. Ginsberg dijo que la primera vez que oyó a Dylan, lloró: “Sentí que la antorcha había sido pasada”.
Ginsberg y Kerouac formaban parte de la generación Beat, un movimiento literario al que también pertenecieron William Burroughs y Gregory Corso. Las dos características más importantes de los beatniks eran su libertad salvaje, inspirada en Paul Verlaine y Arthur Rimbaud, y la musicalidad de sus textos, que suenan, en palabras de Jaime López, a “jazz verbal”.
Bringing It All Back Home comienza con un jazz verbal, prácticamente un hip-hop, llamado “Subterranean Homesick Blues”. Y va creciendo en intensidad hasta llegar a “It’s Alright, Ma (I’m Only Bleeding)”, en la que Dylan parece hablar del miedo de todos los norteamericanos ante un posible ataque nuclear:
Oscuridad al romper el mediodía
Ensombrece incluso la cuchara
[de plata,
El cuchillo hecho a mano,
[el globo del niño
Eclipsa tanto al sol como a la luna
Para entender demasiado pronto
Que no tiene sentido intentarlo.
El siguiente álbum es Highway 61 Revisited, porque la carretera 61 conecta a Duluth, Minnesota, donde nació Dylan, con Memphis y Nueva Orleans. En su biografía Crónicas: Volumen Uno, la descripción que Dylan hace de Nueva Orleans es tan hermosa que por sí sola le hubiera valido el Nobel. Highway 61 comienza con “Like a Rolling Stone”, que se convirtió en el primer sencillo de más de tres minutos de duración transmitido por la radio. De hecho, duraba más de seis. Aun así, se convirtió en la canción más exitosa del músico en las listas de popularidad, llegando a la posición 2 en el Billboard.
En el año de 2001 apareció el que considero el mejor disco de todos los tiempos: Love and Theft . Sobre aviso no hay engaño: Dylan roba lo que ama y ama lo que roba. El título
se lo robó de un libro de Eric Lott
El álbum consta de nueve canciones imposibles de superar. Él mismo dijo en una entrevista para 60 Minutos, en 2004: “No sé de dónde salieron esas canciones, pero ya no puedo escribir así”. El disco cierra con una obra maestra de once minutos, titulada “Desolation Row”:
Alabado sea el Neptuno de Nerón
El Titanic zarpa al amanecer
Y todo mundo está gritando
“¿Con quién te has alineado?”
Y Ezra Pound y T. S. Eliot
Están peleando en la torre
[del capitán
Haciendo reír a los cantantes
[de calypso
Y los pescadores llevan flores
Entre las ventanas del mar
Donde hermosas sirenas afluyen
Y nadie piensa demasiado
En la Fila de la Desolación.
Si eso no es poesía, entonces tampoco lo son los Cantos de Pound ni los Cuatro cuartetos de Eliot.
El fantasma de la electricidad aúlla en los huesos de su cara (“Visions of Johanna”, 1966). El álbum que completa la trifecta perfecta es Blonde On Blonde. Entre sus catorce canciones destacan “Visions of Johanna” (“Dentro de los museos, el infinito es sometido a juicio”), “I Want You” (“Dicen que debo renunciar a ti, pero yo no nací para perderte”), “Just Like a Woman” (“Ella se conduce como una mujer, hace el amor como una mujer, se duele como una mujer, pero se quiebra como una niña”), “Absolutely Sweet Marie” (“Para vivir fuera de la ley hay que ser honesto”) y “Sad Eyed Lady of the Lowlands”, dedicada Sara Lownds, con quien Dylan tendría cuatro hijos (“Mis ojos de bodega, mi tambor arábigo, ¿debo dejarlos ante tu puerta? Dama triste, ¿debo esperar?").
Porque algo está pasando aquí, pero usted no sabe qué es, ¿verdad, Mr. Jones? (“Ballad of a Thin Man”, 1965). Las grabaciones de esos tres discos fueron muy gozosas. La gira mundial de 1966 fue el reverso de la moneda. Dylan decidió dividir los conciertos en dos actos. En el primero salía a tocar solo, con guitarra y armónica. En el segundo aparecía la banda de rock, compuesta en su mayoría por The Hawks, que luego se convertirían en The Band. En cada uno de esos conciertos, la hostilidad del público hacia el grupo era tremenda. Les gritaban que se largaran, se subían al escenario.
El peor día fue el 17 de mayo en Manchester, cuando un sujeto gritó “¡Judas!” y el público aplaudió. Dylan volteó a la banda, les dijo “Play fucking loud!” y sonó, con más sentido que nunca, “Like a Rolling Stone”.
Poco después, Dylan sufrió un accidente en motocicleta que le fracturó la clavícula. Ese hecho lo hizo cambiar de vida, dedicarse a sus hijos y a su esposa y grabar, por puro gusto, muchísimas canciones con The Band, que se convertirían después en The Basement Tapes.
Pero yo era mucho más viejo, ahora soy más joven que entonces (“My Back Pages”, 1964). Brinquemos hasta 1997, cuando comenzó el Neverending Tour: Bob Dylan ha dado un promedio de cien conciertos al año desde entonces. Sólo la pandemia lo detuvo. En 1998 ganó el Grammy al Mejor Álbum del año por Time Out of Mind. Después, en 2001, obtuvo el Oscar por la canción “Things Have Changed” que compuso para la película Wonder Boys.
Ese mismo año apareció el que yo considero el mejor disco de todos los tiempos: “Love and Theft”, así, entre comillas. Sobre aviso no hay engaño: Dylan roba lo que ama y ama lo que roba. El título lo robó de un libro de Eric Lott; la canción “Floater (Too Much to Ask)” tiene varias líneas del libro llamado Memorias de un Yakuza, mientras “Summer Days” reproduce un diálogo entre Jay Gatsby y su amada Daisy, en la novela de Fitzgerald:
Ella me mira a los ojos, tomando
[mi mano,
Me dice: “no se puede repartir
[el pasado”.
Y yo le digo: “¿No se puede? ¿Cómo que no se puede?
¡Por supuesto que se puede!”.
En “Love and Theft”, Dylan toma elementos de libros, películas y canciones ajenas, se las apropia y las convierte en otra cosa. Menciono un caso más: Tweedle Dee y Tweedle Dum, de Alicia a través del espejo, toman Un tranvía llamado Deseo, la gran obra teatral de Tennessee Williams.
No es riesgoso decir que Time Out of Mind inició una segunda época dorada en su carrera. Ese álbum, al igual que “Love and Theft”, Modern Times (2006), Together Through Life (2009), Tempest (2012) y Rough and Rowdy Ways (2020) son tan buenos como Bringing It All Back Home, Highway 61 Revisited y Blonde on Blonde. De hecho, a veces me parecen mejores.
Y respecto a los tres discos de canciones de Frank Sinatra —Shadows in the Night (2015), Fallen Angels (2016) y Triplicate (2017)—, hay que admitir que fueron un acto temerario, pero de nuevo Dylan salió avante. Los discos son buenos, pero oírlo cantar a Sinatra en vivo es sorprendente. Su voz ha adquirido un poder que no tenía desde Nashville Skyline (1969).
Según el ya mencionado Francis Scott Fitzgerald, “no hay segundos actos en las vidas norteamericanas”. Qué bueno que no conoció a Dylan, quien una vez más es creador y destructor. Logró reinventarse de nuevo y destruyó la afirmación de Fitzgerald.
Feliz cumpleaños ochenta, Bob.