Una caraqueña achilangada

El bagaje cultural de la capital del país y su proyección al continente latinoamericano ha sido influjoa la vez que diálogo fértil. Como en la crónica anterior, el lapso de unas décadas ha bastadopara transfigurar los referentes del mundo conocido. Ante la imposible nostalgia, la ciudad trepidacontra viento y marea desde la vitalidad de sus rincones o secretos, dispuesta a los afectos,la amistad que abre las puertas y adopta sin reservas “a los migrantes que producen las dictaduras del mundo”.

Bellas Artes
Bellas Artes Foto: Cuartoscuro

México es la ciudad por excelencia, y una ciudad es materia desbocada, energía en movimiento incontenible, multitudes que se mueven, máquinas que se mueven, dineros que se mueven, afanes, apetitos, espantos que se mueven para nada, para poder seguir moviéndose. Tanta energía para crear más energía para gastarla para crear más energía para gastarla para. Algunos lo llaman capitalismo; otros, la vida.

MARTÍN CAPARRÓS,

“México, la ciudad desbocada”

La Ciudad de México ha salvado mi obligada migración de los tintes de la absoluta amargura, tal vez porque tantos parientes, amén de profesores y escritores importantes en mi vida, profesaban por la ciudad desbocada el afecto de quienes se enamoraron locamente de sus músicos, leyeron a sus hombres y mujeres cardinales y estudiaron con los libros del Fondo de Cultura Económica y Siglo XXI.

México es, sin duda, parte de mi crianza y entrenamiento literario, en el que Carlos Fuentes, Elena Poniatowska, Rosario Castellanos, Juan Rulfo y Juan José Arreola eran dioses tutelares. La educación sentimental y formal confluyeron en un afecto anterior al obligado viaje al país, el cual se me antojaba como una civilización en el amplio sentido del término, complicada hasta la exasperación, bella por imponente y trágica por derecho propio. Puede que la tragedia haya devenido en una cultura popular melodramática, por la que siento la franca debilidad que en ocasiones fomenta los recuerdos de los ancestros, pero más allá de los juicios que nos merezca, ha sido poderosa e inspiradora, para bien y para mal. Saber desde pequeña que hay un país amado por quienes amas, sin las polémicas ideológicas que suscita Estados Unidos, alimentó la atracción por México y el interés por todo lo suyo. Un primer amor de ascendencia michoacana fue la coronación de un destino del que México era horizonte, especialmente su capital.

ME TOCÓ emigrar en 2017 y ya había conocido la ciudad en dos visitas anteriores; aunque su tamaño y tráfico me intimidaron, la fascinación superó cualquier temor, como a tantos que escogen vivir aquí por diversas razones.

Deslastrada de una parte de los pesares que había dejado atrás y sin las necedades de mis paisanos y paisanas —que se han encerrado en colonias que les recuerdan su antigua vida de gueto de clase acomodada en Caracas—, volví sobre mis pasos a reencontrarme con el Zócalo, imponente y feroz, una América Latina virreinal y republicana atravesada por la poderosa visualidad y gastronomía mexicanas. No se trata de la belleza arcangélica de Praga, una suerte de casco histórico del Paraíso Terrenal; tampoco de la elegancia de París o la singularidad de Barcelona. La contaminación no permite apreciar plenamente la hermosura del Valle de México, por lo que los encantos naturales, al estilo de la formidable Río de Janeiro, no distraen la mirada de una grandeza absolutamente urbana. Es una ciudad muy sexy aunque con zonas monótonamente grises y feas, sin la belleza a la europea que suele encantar a los amantes de Buenos Aires.

Vivo aquí hace cuatro años y sé que nunca alcanzaré
a empaparme de la grandeza barroca que convive con Tepito, el Colegio de San Ildefonso y el Palacio de Bellas Artes 

El Zócalo tiene la monumentalidad heredera de los aztecas vencidos y de los cristianos colonos, nuevos ricos y triunfantes. En esa experimentación arquitectónica de siglos, se recorren los triunfos y pretensiones de una Terra Nostra embriagada con sus logros de alta cultura, los cuales conviven con la profusión de baratijas, la mendicidad apenas encubierta y una actividad comercial de ciudad que vive tanto y tan profundamente que hasta muestra la peor de las violencias. Es preciso entrar a los edificios y ser testigo de la profusión de estilos conviviendo con el deterioro y el abandono. Vivo aquí hace cuatro años y sé que nunca alcanzaré a empaparme del todo de la grandeza barroca que convive con Tepito, cuerpo vivo que respira el mismo aire de violencia de los murales del Colegio de San Ildefonso y del Palacio de Bellas Artes, con aliento de comida callejera y regusto de chile habanero.

Es abundante la maravillosa comida que trastorna paladares y se muestra en algún elegante restaurante, cuyo menú estupendo se fundamenta en minuciosos estudios de gastronomía pre y poshispánica; comidas de diversas partes del mundo cuya autenticidad depende de la sabiduría del comensal, pero con calidad en muchos casos; locales de tacos de canasta con filas de gente esperando su turno; cantinas históricas donde los hombres y mujeres mexicanos de a pie cantan en coro, luego de salir de sus oficinas, y la extranjera desprevenida se une al coro porque se sabe la pieza. Hay lágrimas detrás de la estruendosa risa que sigue a cantar a toda voz, la forma más pura de la alegría entre desconocidos, quienes al terminar la canción comerán tacos de carnitas o de pescado.

No hay duda, la movida musical de la ciudad es profusa y muy variada, genial hasta cuando tiene su toque esperpéntico. La feísima Plaza Garibaldi es incomprensible para el que no entiende la reinvención radical de la música de cámara europea, vertida a la calle con golpes de drama y tequila. En su todavía más famoso bar, visitado por mexicanos y no sólo por turistas, el cirrótico José Alfredo Jiménez, trovador gigante, era capaz de convertir esa herencia en canciones que chicas y chicos veinteañeros hoy entonan siguiendo las versiones de Natalia Lafourcade o Lila Downs. La música de México ha sido constante en mi vida en todos sus registros, desde el más popular —el inigualable Juan Gabriel— hasta el más refinado, pues tanto Silvestre Revueltas como Carlos Chávez y Arturo Márquez me han acompañado mucho antes de migrar. Evocar mentalmente “Metro Chabacano”, la maravillosa pieza de Javier Álvarez, incluso silbar la melodía mientras se recorre a toda velocidad esta estación de Metro, fue una experiencia de aclimatación inigualable. Desde luego, hay gente rara y sospechosa en esta y otras estaciones, moviéndose a contrapelo de la danza ferozmente urbana de millones de habitantes zigzagueando en los laberintos subterráneos. Efectivamente, no es agraciado el Metro.

Ciudad Universitaria
Ciudad Universitaria

UNA CIUDAD LATINOAMERICANA tan grande por fuerza es muestrario de violencias de toda índole, pues las diferencias de clase y raza atraviesan todas las zonas, más allá del fuerte y raigal discurso nacionalista mexicano que se exhibe con su bandera tricolor hasta en las iglesias, dejando clara la separación entre esta iglesia y el Estado. Caminar por la ciudad inacabable significa encontrarse con todos los grados de la belleza y la fealdad, amén de tropezar con el genio arrebatado más individualista y con el genio popular que nos entra por todos los sentidos. Pienso en la singularidad, entre citadina y agraria, de los mercados, propios de una zona donde se ha comerciado en el marco de sistemas y culturas radicalmente distintas por siglos. Las mujeres de los sectores populares, en este país marcado por la conciencia del feminicidio, no son sólo víctimas; en este caso transmiten formas de comercio ligadas directamente a la producción de alimentos. Resalta la cortesía sin manual que oscila exquisita entre la suave camaradería, el flirteo y la seriedad de expertos y expertas.

Deambular significa también tropezar con los estratos de riqueza histórica de una ciudad siempre explorada en sus entrañas por arqueólogos, temblores y construcciones. Pero lo mejor es olvidarse de esa riqueza y darla por sentada, como cualquier taxista que al oír mi acento me pregunta de dónde soy y si en mi país de origen hay pirámides; sería hermoso superar el asombro, como ocurre cuando generaciones de la propia gente ha vivido en la misma ciudad. Qué importa que en el Estadio Azteca hayan jugado Pelé y Maradona; importa que allí se rindió homenaje a Chespirito y han tocado desde Paul McCartney hasta Shakira. No sólo el pasado tiene encanto.

También hay rivalidades futbolísticas al sur, en el precioso estadio de la Universidad Nacional Autónoma de México, con relieves de Diego Rivera. He visto sus alrededores rugientes con la fanaticada que da temor igual que todas las fanaticadas de la religión futbolera. No es de extrañar que la universidad sea escenario del frenesí deportivo, al que contribuye con su equipo insignia, los Pumas. No es solamente la espléndida Ciudad Universitaria, obra de la modernidad de la primera mitad del siglo XX y Patrimonio Mundial (UNESCO); en realidad constituye una presencia ubicua, manifestada en numerosas instituciones culturales y científicas regadas por toda la ciudad. Desde la nostalgia por lo que pudo ser la universidad en la que transcurrió casi toda mi vida adulta, institución también Patrimonio de la Humanidad, la UNAM me resulta entrañable por muchas razones buenas y malas; todas las buenas se refieren a sus méritos, las malas a los recuerdos que a veces me traen algunas de sus dificultades, propias de la universidad pública latinoamericana. Se disfruta circular de norte a sur por la formidable Avenida Insurgentes para llegar a Ciudad Universitaria; se disfruta aprovechar las numerosas paradas del Metrobús para conocer las colonias en las que se esconden tantos rincones que van haciendo sentido con el afecto.

EXTRAÑO PROFUNDAMENTE a la ciudad en estos tiempos de pandemia, que dan la sensación de vivir en ninguna parte, conectados como estamos con el mundo vía internet y satisfaciendo todas las necesidades sin salir de casa, si se es muy estricto en cuanto a las reglas del confinamiento. Entre abril de 2020 y abril de 2021 murieron mi madre, una de mis hermanas mayores y una amiga del alma, hermana escogida que hace pocos días falleció con apenas 51 años y en la plenitud de sus condiciones intelectuales y su vigor. La concepción de la muerte mexicana que mi amiga adoraba, como adoraba a este país, me da consuelo al pensar que en el altar de este año su foto de mujer altiva y preciosa me confirmará que no habrá penas y olvido.

Con Paula Vásquez Lezama, cuyo libro País fuera de servicio ha sido publicado recientemente por Siglo XXI, íbamos a visitar los bares de jazz, a comer tacos de ojo, a desgañitarnos cantando en el Tenampa (sí, en el Tenampa, cutre, peligroso y kitsch), a hartarnos de comida y tragos en cantinas, a los museos, a cazar a alguna de las grandes figuras de la música que pasan por la ciudad cuando no hay pandemia. A pie le enseñaría mis rincones favoritos de la Tabacalera, Santa María la Ribera, Miguel Hidalgo y Coyoacán. Con ella íbamos a comer chapulines y tinga de venado en el Mercado de San Juan, además de mango con picante en puestos callejeros. Seguramente daría una conferencia en la UNAM o en el Colegio de México y dejaría boquiabierta a la concurrencia. Mamá también quería venir a la ciudad, idealizada por sus años de juventud y desde su rendida admiración por una cultura, arquitectura y comida que quería conocer personalmente. No le dio la edad pero seguro que al volver a la calle, en tiempos propicios pospandemia, la recordaré y pensaré que le hubiera encantado oír el Vals de Shostakovich, interpretado por un saxofonista joven, entre los arcos del Antiguo Palacio del Ayuntamiento en el Zócalo.

Entre changarros y tenderetes, entre museos y edificios únicos, entre lugares plenos de historia que a veces no están bajo la mirada patrimonial y mucho menos de la turística, marcada por la sangre, la belleza y la tragedia, con su amabilidad y recelos, sus bares y fondas, Ciudad de México me acogió. Lo hizo con la indiferencia de su grandeza y las durezas de la burocracia pero tuve la suerte de contar con el ojo amable de amigas y amigos mexicanos que me han dado la mano. Mi nueva ciudad no es bella como París ni tiene el Estado de bienestar danés pero habla español no peninsular, no se parece a nada en el mundo y ahora es mía. Ojalá pueda algún día, imposibilitada de asumir la nacionalidad checa de mi padre, darme otra a la que me siento mucho más cercana: la mexicana-chilanga, en esta capital entre indígena, hispana y cosmopolita que abriga a esta servidora, otra más de los y las migrantes que producen las dictaduras del mundo.

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