Luis García Berlanga, el siglo irreverente

El sábado 12 de junio se cumple el centenario natal de uno de los mayores realizadores cinematográficos de todos los tiempos, el irreductible Luis García Berlanga, autor de una filmografía gozosa que es insignia de proadel cine español moderno. En títulos como Esa pareja feliz y ¡Bienvenido, Mister Marshall! —la única suya estrenada en México en los años cincuenta y también la cinta ibérica más transmitida por la televisiónnacional del siglo XX—, el creador nacido en Valencia no transigió ante la censura del franquismo ni ante ese malaún más nocivo: la autocensura. En este ensayo, Héctor Orestes Aguilar revisa su legado, bajo el signo de la transgresión.

Luis García Berlanga (1921-2010). Fuente: especiales.publico.es

Y en el principio fue La Censura. Año de 1945, julio 18: el “Caudillo por la gracia de Dios”, Francisco Franco, forma nuevo gobierno en España. Comienza uno de los periodos más tensos y siniestros en la historia de la dictadura. Se encumbran, en las instituciones educativas y culturales, en los medios de comunicación y también en el Ministerio de Asuntos Exteriores, los operadores políticos del nacionalcatolicismo. En los hechos, esto marca el desplazamiento de los nacionalsindicalistas —los falangistas, beligerantes victoriosos en la Guerra Civil—, y el ascenso a puestos de decisión de los miembros de Acción Católica Española, primero; y, paulatinamente, del Opus Dei, tiempo después.

Casos ejemplares: el expresidente de Acción Católica, Alberto Martín Artajo, convertido en ministro de Asuntos Exteriores con el fin de ganarle una nueva plausibilidad internacional al régimen; y José Ibáñez Martín, el ministro de Educación Nacional “que pasó a controlar la política informativa del Estado y la censura de los medios de comunicación social a través de la Subsecretaría de Educación Popular, sustraída a la Falange”.1 Esta etapa transcurre exactamente hasta el 18 de julio de 1951.

Para la España del siglo XX, tal vez fueron los seis años de mayor aislamiento internacional, estancamiento económico, gran inflación, rezago educativo y vacío cultural. Excluida del contexto europeo, estigmatizada y desdeñada por los gobiernos de Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña y la Unión Soviética; amén de haber sido bloqueada por la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas en febrero de 1946 para integrársele como un miembro más, la España de Franco era considerada una amenaza para la paz europea, tal y como lo manifestó el gobierno francés, al cerrar sus fronteras con su vecino. A lo largo del siguiente lustro, con la pretensión de mitigar el bloqueo, la dictadura se vio obligada a mejorar su imagen-país y, entre otras muchas cosas, redefinió su Estado nacionalsindicalista en un reino católico, social y representativo, para maquillar su totalitarismo.2 Como se sabe, sus relaciones diplomáticas con México estaban rotas desde 1939, después de la derrota de la República, y se restablecerían oficialmente sólo hasta treinta y seis años después.

Hacia el final de aquella fase de reconversión, a mitad del siglo pasado, el cine español reflejaba mayoritariamente el programa ideológico y moral del nacionalcatolicismo. Los antiguos éxitos de los años treinta, como Nobleza baturra (Florián Rey) o La verbena de la paloma (Benito Perojo) —ambas de 1935, cuyos títulos son por lo demás descriptivos de la España rústica, de Pilaricas, curas de pueblo, castañuelas, pandereta, chocolate y churros que mostraban con orgullo patriotero—, dieron lugar a producciones que hacían mayor énfasis en personajes de la era imperial, episodios evangelizadores (como las cruzadas cristianizantes en la Guinea española y en la India, por ejemplo), clásicos de la literatura, comedias folclóricas y relatos edificantes, impregnados de los valores acérrimamente católicos promovidos, certificados y vigilados por el régimen. Un cine histórico-religioso de cartón piedra.

Es la época en que los rostros de Amparo Rivelles, Lola Flores, las bonaerenses Nini Marshall e Imperio Argentina y el de un muy joven Fernando Fernán Gómez se convierten en imanes de taquilla; la fase en que realizadores como Juan de Orduña, Antonio Román, Enrique Gómez filman, respectivamente, La Leona de Castilla, Fuenteovejuna y Tiempos felices. Era un cine desmarcado de cualquier viso de contemporaneidad política y en el cual los temas sociales, si aparecen, son tratados con chabacanería, frivolidad y un sentimentalismo insufrible. Por descontado, no se permitían alusiones sexuales ni eróticas. Las referencias a la Guerra Civil eran por completo tabú. Cuando Casablanca (Michael Curtiz, 1942) se estrenó en Madrid en 1946, se mutilaron los diálogos en los que se menciona el pasado internacionalista de Rick (Humphrey Bogart), quien suministraba armas a los republicanos. Incluso ortodoxos melodramas religiosos españoles como La fe (Rafael Gil, 1947), donde el personaje que encarna Amparo Rivelles finge una vocación religiosa para estar cerca del joven sacerdote interpretado por Rafael Durán, hacerlo dudar de sus votos y eventualmente seducirlo, desató un escándalo que, entre otras cosas, condujo a la creación de la temida Oficina Nacional Clasificadora de Espectáculos, que tenía como una de sus mayores obsesiones la vigilancia sexual.3

Atravesó peripecias inauditas, como haber servido en 1939 en un botiquín del ejército republicano; dos años más tarde,
haber cambiado de bando a la fuerza a cambio de salvar a su padre de ser fusilado por los franquistas

EL OBSCENO PÁJARO DE VALENCIA

Luis Berlanga se vestía de indiferencia y de pereza para meterle a la censura cuchillos como El verdugo, que llegaban al corazón mismo de la dictadura.

FRANCISCO UMBRAL,

“Una teoría del cachondeo”

En aquellos mismos días, escenario del primer gran reajuste interno en la dictadura franquista, Luis García Berlanga cumplía treinta años.

Había nacido el 12 de junio de 1921 en Valencia, siendo el más pequeño de los cuatro hijos de un abogado que llegó a ser diputado y senador liberal y fundador de Unión Republicana, integrada al Frente Popular. Los recursos económicos de la familia paterna —poseedores de viñedos, fincas agrícolas, inmuebles y otras propiedades importantes, entre ellas una planta generadora de energía eléctrica— y de la materna —dueña de una pastelería muy célebre en el centro de su ciudad natal— le aseguraron un status que le permitió hacer prácticamente lo que le vino en gana durante mucho tiempo, incluso en su madurez. Atravesó por peripecias inauditas, como haber servido en 1939, durante los últimos tres meses de la Guerra Civil, en la 40a División de Carabineros, en un botiquín de retaguardia del ejército republicano; y luego, dos años más tarde, haber cambiado de bando a la fuerza para enrolarse, a cambio de salvar a su padre de ser fusilado por los franquistas, en la División Azul, la 250a División de Infantería del ejército falangista, que con alrededor de 50 mil soldados españoles apoyó al ejército nazi en el frente ruso, sobre todo en Leningrado, entre 1941 y 1943. Allí había de todo: oportunistas que vieron la posibilidad de ganar un doble salario, tanto del ejército alemán como del español; soldados de leva, aventureros, mercenarios y personajes llegados en condiciones azarosas, como él mismo.4

¿Quién era o, mejor dicho, qué era Luis García Berlanga cuando regresó a Valencia en 1942, luego de su experiencia soviética, que lo llevó hasta Nóvgorod, a 200 kilómetros al sureste de San Petersburgo, soportando fríos, atrocidades y la inminencia de la muerte?

Ya era lo que todos sus biógrafos y críticos no dudan en catalogar como anarquista; pero uno muy singular. Aristócrata anarquista, dicen unos; libertario de derechas, para otros. Un señorito de provincias con inquietudes literarias y artísticas, lejano a cualquier doctrina o ideología, haragán y medio vago, para los demás. Pero, en muy resumidas cuentas, y como él mismo lo sugirió durante una conversación con Maruja Torres, era un valenciano llamado a perturbar; transgredir; subvertir, y no precisamente por medio de sutilezas ni exquisiteces: “Soy valenciano, y para nosotros la obscenidad es un instrumento”,5 confesó a la escritora y periodista.

Los cinco años siguientes a su retorno de la Unión Soviética, Berlanga robustece su principal afición —la cinefilia— y en 1947 se embarca en una aventura menos letal que sus incursiones bélicas: se inscribe en el recién creado Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas (IIEC), con sede en Madrid, centro de estudios creado por Victoriano López, un militante de Acción Católica que importó a España el modelo del Centro Sperimentale di Cinematografia de Roma. En el IIEC, Berlanga pronto hizo amistad con Juan Antonio Bardem (1922-2002), quien lo acompañó en sus pininos escolares y luego en sus dos primeras películas, como codirector y coguionista, respectivamente.

El franquismo orilló a esa generación de creadores españoles a vivir, estudiar y trabajar desde una suerte de “exilio interior”; circunstancia muy parecida a la que padecieron en Alemania y Austria, durante los años del Tercer Reich, aquellos opositores y resistentes al nacionalsocialismo que no pudieron marchar fuera de los territorios situados bajo dominio hitleriano. Con la enorme diferencia de que, al término de la Segunda Guerra Mundial, el ajuste de cuentas con el pasado y la desnazificación en el campo cultural germánico (así hayan sido irregulares e insuficientes), permitieron a los austroalemanes —sobre todo a los judíos austroalemanes— una paulatina rehabilitación en su canon cultural. Por el contrario, los exiliados interiores en España, remando a contracorriente del asfixiante nacionalcatolicismo, sobrevivieron tres decenios de posguerra sorteando múltiples formas de vigilancia, censura y represión; incluyendo la autocensura, la más grave y dañina de todas. Un estado de cosas que impuso aplastantes límites a su imaginación y capacidad creadora, pero que los estimuló para encontrar formas y espacios expresivos desde los cuales pudieron ejercer, hábilmente, la disidencia, la sátira, la transgresión y la crítica.

Esa pareja feliz (1951).

Acaso Berlanga y Bardem hayan ocupado los extremos del exilio interior del cine español del siglo XX. Éste último fue, hasta el final de sus días, militante de izquierda, miembro del Partido Comunista Español, leninista ortodoxo y convencido del arte comprometido políticamente. Por su parte, Berlanga nunca militó en una causa más que la de su propio cine. Jamás perteneció a una agrupación política —como su padre o su abuelo— ni creyó en un arte comprometido. Siempre fue brutalmente directo al decir que el tipo de cine que perseguía estaba dirigido al gran público y formaba parte de una industria del entretenimiento. Vale decir, nunca pretendió hacer pasar sus películas como cine de arte o cine de autor. Y en esta honestidad a toda prueba radica uno de los más entrañables rasgos de su genio.

LA COMEDIA COMO ARTE SUBVERSIVO MAYOR

Criticábamos la falta de comunicación entre el espectador y la gente de cine, cuando luego, por nuestra culpa, ha ido a peor. Entonces había una identificación del público con estrellas como Amparito Rivelles, Rafael Durán o Alfredo Mayo, mucho más intensa que la que pueda existir ahora con el actor más conocido.

LUIS GARCÍA BERLANGA

Resulta sorpresivo, pero acaso inevitable, que siendo admirador confeso del cine de G. W. Pabst y del Indio Fernández, al que incluso quería emular en su “ruralismo poético”, como él le llamaba, García Berlanga debutara como director —al lado de Bardem— con una comedia, género que ya no abandonaría a lo largo de diecisiete películas. En este caso, una comedia “didáctica” y bienintencionada, en buena medida cercana a las cintas de Frank Capra: Esa pareja feliz, de 1951, protagonizada por Fernando Fernán Gómez (Juan) y Elvira Quintillá (Carmen), respectivamente electricista en un estudio de cine, y una costurera aficionada a participar en la lotería y otros juegos de azar. Un matrimonio urbano que vive en los límites de la precariedad, resignado a vagas aspiraciones de ascenso social, sea a través de los humildísimos estudios por correspondencia que Juan emprende para convertirse en técnico de radio o en virtud de sus malhadados negocios clandestinos; o mediante la fe en los golpes de suerte, en el caso de Carmen, fantasía que acaba funcionando a su favor, pues resulta premiada en el concurso “Una pareja feliz”, patrocinado por una marca de jabón.

Esto les garantiza, durante un día, los recursos de una familia rica, incluido un auto de lujo, obsequios de tiendas caras, una comida en un exclusivo restaurante francés donde ni siquiera pueden leer la carta y otros privilegios consumistas exclusivos de los matrimonios más afortunados de Madrid. En esta película surgen ya varios elementos que perduraron y se perfeccionaron en el cine berlanguiano: la frenética narración a ritmo de sainete —todo sucede en un solo día, con vértigo zigzagueante—; los travellings cenitales de seguimiento en exteriores, que permitían captar desde las alturas ambientes callejeros y pueblerinos; las críticas muy sutiles al cine y al teatro franquistas; y, en forma embrionaria, la multitud de voces convertida más tarde en marca de la casa: una estructura polifónica de los diálogos de sus personajes que de cierta manera naturalizó, en español, los vertiginosos duelos verbales de las screwball comedies del tipo To Be or Not to Be de Ernst Lubitsch (otra gran influencia para el valenciano). Con la salvedad de que los volvió más complejos, apostando por la incomprensibilidad como efecto estético —ojo: no contrastar con el cantinfleo, que es una forma del nonsense.

Esa pareja feliz, acaso por mostrar las limitaciones y penurias cotidianas de la baja clase media madrileña en una época que el régimen vendía como el inminente despegue económico nacional, disgustó a la Comisión de Clasificación franquista, que la calificó con un “olía a cocido”. No pudo ser estrenada sino hasta 1953,6 y eso sólo gracias al efecto dominó que trajo consigo el éxito de la siguiente cinta del cineasta, la primera dirigida en solitario. Nadie en el entorno de García Berlanga pudo imaginar el salto descomunal que daría con ella, pues era, en principio, un encargo con tres requisitos: que apareciera la tonadillera Lolita Sevilla; que estuviese ambientada en Andalucía; y que fuese cómica.

Esa pareja feliz, acaso por mostrar las penurias de la baja clase media en una época que el régimen vendía
como el inminente despegue económico nacional, disgustó
a la Comisión de Clasificación franquista 

Al trabajar la sinopsis argumental junto con Bardem, Berlanga primero quiso hacer un drama rural al estilo del Indio Fernández,7 pero sus productores pidieron algo más divertido. De ese cambio, al que el guionista Miguel Mihura sumó sensibles aportaciones en la dramaturgia y los diálogos, surgió una de las obras maestras del cine español: ¡Bienvenido, Mister Marshall!, fresco imagológico de la España profunda.

El director y sus coguionistas inventaron una localidad, Villar del Río, y la poblaron con personajes que encarnaban algunos de los imagotipos más identificables de lo que dio por llamarse la “España negra” de la dictadura: don Cosme, el cura; Eloísa, la maestra de pueblo; las vecinas chismosas; el hidalgo solterón, reaccionario y racista; la tonadillera andaluza y su taimado manager; las fuerzas vivas (sólo varones, inquebrantablemente machistas y patriarcales); y la figura caciquil del alcalde, interpretada por quien fue uno de los dos o tres mayores intérpretes del cine berlanguiano, el magistral comediante José Isbert, capaz de “ganar” la película con un solo desplante. Esta diminuta comunidad ve sacudida su calma chicha cuando un delegado general les avisa que los visitarán del European Recovery Program, el Plan Marshall, y están obligados a ofrecerles una fiesta popular de bienvenida. Todo el pueblo se desvive para preparar un recibimiento apoteósico, con la esperanza de pedirles regalos a los estadunidenses. En una de las escenas más alucinantes de la película, donde aparecen los verdaderos habitantes del pueblo cercano a Madrid en el que fue filmada, la maestra de escuela explica a todo Villar del Río qué son los “americanos”: contemplamos, con detalle, los rostros pasmados de mujeres y hombres que parecen haber salido de alguna narración galdosiana. Cuando más tarde se instala en la plaza central la mesa en la que cada uno de los pueblerinos apunta lo que quiere recibir, este efecto realista es aún mayor. No estamos viendo una película. Vemos la entraña de un país cuya realidad está suspendida en el tiempo. Las expectativas de cada pueblerino respecto a la visita dan pie a ensueños y fantasías, que Berlanga esboza de una manera delirante. El alcalde, por ejemplo, sueña ser el sheriff de un pueblo del Viejo Oeste en un gran saloon, donde todo mundo habla a la vez, farfullando algo parecido a un inglés macarrónico y bravucón, antes de que comience una bronca multitudinaria. Este tratamiento onirista, que regresaría en otros de sus filmes, es lo que mueve a cierta crítica a vincular a Berlanga con el surrealismo.

Desopilante y a la vez tierna, ¡Bienvenido, Mister Marshall! tuvo un gran éxito de público a partir de su estreno el 4 de abril de 1953, en el cine Callao de Madrid, y alcanzó notable resonancia en el Festival de Cannes al año siguiente. Se convirtió en clásico instantáneo y en la piedra angular de la carrera fílmica de Berlanga. En nuestro país fue la única de sus películas proyectadas en la década de los cincuenta, no obstante que durante ese periodo pudieron verse ¡107! películas españolas o coproducciones hispanoamericanas en las salas de México. Se estrenó el 25 de febrero de 1954 en el cine Chapultepec y duró dos semanas en cartelera, intervalo nada desdeñable, si consideramos la enorme cantidad de cine extranjero y local a la que podía acceder el público nacional por aquellos días; sobre todo, si se toma en cuenta que debió competir, entre muchas otras, con una película en tercera dimensión estrenada el mismo día en el cine Alameda: La carga fatal, de Gordon Douglas.

Por lo demás, ¡Bienvenido, Mister Marshall! es la película española más transmitida en la televisión cultural mexicana durante el siglo XX, en particular a través de la muy extrañada “Cineteca del Once”.

BREVÍSIMA TEORÍA DE LO BERLANGUIANO

Berlanguiano: dícese de la situación coral aparentemente caótica o esperpéntica, donde los caracteres muestran o ponen en evidencia su monstruosidad sin categoría moral, pero de una forma vitalista.

JUANJO PUIGCORBÉ

El verdugo (1963).

Desde noviembre de 2020, la Real Academia Española incluyó el adjetivo berlanguiano en su Diccionario, como homenaje, pero también como reconocimiento a lo profundo que ha calado su cine en el imaginario colectivo español. Curiosamente, no da ejemplos concretos de su uso. ¿Qué abarca lo berlanguiano, por qué tiene una carga semántica tan singular, qué lo distingue tanto como para ser lexicalizado consagratoriamente en el canon de la lengua?

Berlanguiano es el timo que preparan las fuerzas vivas del balneario de Fontecilla —otro pueblo más de provincias, olvidado de la mano de Dios— en Los jueves, milagro (1957): hacer creer a sus habitantes y a los turistas que se ha aparecido San Dimas, patrono de las causas perdidas, para reactivar la vida comercial local. Uno de los venerables del pueblo, don José (de nuevo el maravilloso José Isbert) se hace pasar por el santo, y comienza la farsa. Inopinadamente, a Fontecilla llega un timador profesional, o algo parecido, nunca lo sabremos bien, que es capaz de oficiar lo que parecen milagros: un San Dimas “real”. Para los espectadores mexicanos nacidos a mitad del siglo pasado, resulta muy desconcertante que este prestidigitador sea encarnado por un galán heroico al que no podríamos relacionar de otra manera con el cine en español, y mucho menos con esta historia: nada más ni nada menos que Richard Basehart (cfr. la celebérrima serie de televisión de los años sesenta, Viaje al fondo del mar), quien aparece hablando con perfecto acento castizo y comportándose con absoluta naturalidad, en un contexto en el que ni su porte ni su rostro ni su vestimenta encajan.

Berlanguiana es la terrible trama de El verdugo (1963), única película del realizador impregnada de melodrama, en la que el empleado de una funeraria (el actor italiano Nino Manfredi) es sorprendido haciendo el amor con la hija de un anciano verdugo a punto del retiro (acertaron: José Isbert) y se ve obligado no sólo a casarse con ella, sino a suceder en el puesto a su futuro suegro, para poder reclamar la vivienda de interés social a la que de otra forma no tendría derecho. Historia de una conversión involuntaria y siniestra, El verdugo fue la película de Berlanga que más carga política y mayor impronta crítica tuvo durante el franquismo.

Berlanguianos son los gamberros, oportunistas, pornógrafos y advenedizos que pueblan las tres películas nodales del cineasta: La escopeta nacional (1978), Patrimonio nacional (1981) y Nacional III (1982), conocidas como la “Trilogía de la familia Leguineche”. Su máximo representante, y uno de los personajes más entrañables para Berlanga, es el Marqués de Leguineche, quien posee una colección única en el mundo: muestras de vello púbico de todas sus amantes, que guarda en pequeños frasquitos.

Y berlanguiana es la soledad a la que está condenado el protagonista de Tamaño natural (1973), única película en la que el director valenciano dio rienda suelta a su fetichismo y, en buena medida, a su misoginia. En ella, Michel (el primer actor francés Michel Piccoli) es un dentista parisino que manda fabricar a Japón una muñeca de poliuretano de tamaño natural, para tener una pareja sumisa, silenciosa y fiel.

Desde noviembre de 2020, la Real Academia Española incluyó el adjetivo berlanguiano en su Diccionario, como homenaje, pero también como reconocimiento a lo profundo que ha calado su cine en el imaginario español

Es perturbador comprobar que esta cinta no ha perdido un ápice de tensión. Y todavía más perturbador es saber que, durante el rodaje, la muñeca usada en la película (cuya fabricación costó más de lo que hubiese implicado contratar a Brigitte Bardot para el papel) fue violada en repetidas ocasiones, de acuerdo con la leyenda propagada por Berlanga.

De los diecisiete largometrajes que Luis García Berlanga filmó en poco menos de medio siglo, entre 1951 y 1999, tres fueron considerados entre los mejores en la historia del cine español por la Comisión del Centenario del Cine, en 1995: ¡Bienvenido, Mister Marshall!, Plácido (1961) y El verdugo (1963). La última vez que pudo verse en México una retrospectiva suya fue en septiembre de 2011, cuando la Cineteca Nacional proyectó once de sus películas y Las cuatro verdades (1963), cinta colectiva para la que filmó un segmento. Entidades como el Centro Cultural de España en México, la propia Cineteca o la Filmoteca de la UNAM, bien podrían aprovechar la ocasión que ofrece el centenario natal de Berlanga para proyectar o difundir, así sea mediante plataformas virtuales, al menos parte de su portentoso corpus fílmico: el más hilarante, anarquista y transgresor que nos haya legado un cineasta español del siglo XX.

El autor agradece la colaboración de Antonio Martín Arranz (Alpedrete, España); de Roger Colom Colomer (Buenos Aires) y del Departamento de Análisis y Organización Documental de la Cineteca Nacional de México para la elaboración de este ensayo. Visiten la página web del Museo Berlanga en línea: https://berlangafilmmuseum.com/

Notas

1 Roman Gubern, La censura. Función política y ordenamiento jurídico bajo el franquismo (1936-1957), Ediciones Península, Barcelona, 1981, p. 91.

2 Ibidem, p. 95.

3 Ibidem, p. 102.

4 Cfr. Miguel Ángel Villena, Berlanga. Vida y cine de un creador irreverente, Tusquets, Barcelona, 2021, pp. 47-52.

5 “Lo que aburre pasa”, entrevista de Maruja Torres a Luis García Berlanga, diario El País, Madrid, 12 de febrero, 1995.

6 Gubern, op. cit., p. 104.

7 Manuel Hidalgo y Juan Hernández Les, El último austrohúngaro. Conversaciones con Berlanga, Alianza Editorial, Madrid, 2020, p. 51.