Salvador Elizondo y Leonora Carrington

Los universos imaginarios

Los engranes creativos de cada artista lo diferencian de sus colegas, incluso de aquellos con quienes comparteoficio y materia —palabras, colores, sonidos. Ese cosmos personalísimo define cómo un creadorpuede estar habitado por artefactos imaginarios, seres fantásticos o incluso por el feliz encuentro de un paraguas y una máquina de coser, como planteaba el surrealismo. La aparición de dos novedades editorialesdispara este ensayo donde se encuentran, bajo esa luz, las claves que distinguen la escritura de sus inimitables autores.

Salvador Elizondo (1932-2006) Fuente: moviefit.me

1. COMO LO CONSTATAN sus cuadernos, en los que escribía tanto diarios como noctuarios, para Salvador Elizondo (1932-2006) la escritura fue siempre un ejercicio de persistente experimentación. Si en los libros publicados tuvo la tendencia hacia la depuración y la síntesis, en los cuadernos iba de aquí para allá, se dejaba ir, hacia donde la pluma lo condujera, como si se tratara, a lo Nerval, de una segunda vida, de la que a veces extraía algunos momentos que podrían saltar a la obra. Pero no: era, más bien, una forma diferente de abordar la experiencia creativa, con menos reglas y más libertad, una corriente paralela, sin el fin inmediato de que aquello se transformara en “literatura”... aunque con la posibilidad de que en el futuro, cuando sus relaciones con el mundo hubieran terminado, esos cuadernos pudieran ser mostrados.

En uno de sus noctuarios apunta: “Siempre he soñado y deseado tener un laboratorio. Un laboratorio de utilidad imprecisa que sirviera, esencialmente, para hacer ‘experimentos’”.

Más allá de las herramientas a la mano en su estudio (los cuadernos, las hojas sueltas, la pluma fuente, la máquina de escribir), ese laboratorio fue mental o textual y creó, por ende, una serie de hallazgos que tuvieron esa misma consistencia, quedándose en lo que Da Vinci llamó la cosa mentale. El texto mismo era para Elizondo un mecanismo, las palabras y los otros elementos (comas, puntos, comillas, letras altas o bajas) funcionaban como engranes que debían tener una correcta disposición para adquirir vida o movimiento. Puede uno imaginarlo como el doctor Frankenstein afinando una página y al final celebrar el resultado con el frenesí del actor Colin Clive en la cinta clásica: “¡Está viva, está viva!”

Javier García-Galiano tiene en la editorial Ficticia, a lo Borges, una suerte de biblioteca personal a la que llamó El Gabinete de Curiosidades de Meister Floh, que cuenta ya con una buena nómina de autores, entre los que están, de los más cercanos, Francisco Tario, Juan García Ponce y Gerardo Deniz, o Sir Thomas Browne y Charles Lamb, de los extranjeros. Para esa serie armó García-Galiano el tomo Mecanismos mentales: Muestrario de máquinas, sistemas, ciudades, museos y objetos imaginarios (2021), antología que revisa tanto la obra establecida por Salvador Elizondo como lo hallado en las versiones hasta ahora disponibles de los diarios y los noctuarios.

Y del volumen surgen piezas conocidas, como el instrumental quirúrgico del doctor Farabeuf o su conversión con fines de tortura, como otras un tanto extraviadas y que configuran, en conjunto, un filo que testimonia una línea de la creación elizondiana en la que ciertos aspectos de la ciencia encuentran un cruce inesperado con la imaginación: el pensamiento racional como punto de arranque y el pensamiento irracional, o poético, como punto de arribo, en una ecuación interesante.

Saltan del muestrario máquinas del tiempo, mágicas o para soñar, la estatua de Condillac (interpreta la danza de las sensaciones puras, sin sujeto que las experimente), el cronotatoscopio o “cámara de Moriarty” (con el que puede uno asomarse a la Historia, ob-servarla e incluso ser parte de ella), el anapoyetrón (que extrae energía de los poemas) o un pequeño aparato chino que permite leer la mente...

Salvador Elizondo

Curioso: este último artefacto tiene ya consistencia real en la interfaz cerebro-ordenador (Brain-Computer Interface, BCI) desarrollada por la Universidad de Columbia; y se habla incluso de un aparato similar, de la empresa Neuralink, que está siendo probado en los cerdos. En su texto, refiere Elizondo esa compra y dice:

... No me he atrevido a probarlo. El que me lo vendió me asegura que es lo más adelantado que hay en el mercado. Improvements will come, of course. Es difícil imaginar que alguien llegue a dominar el lenguaje de esas señales tan rápidas y tan sintéticas con los instrumentos electromecánicos asiáticos de los que nos servimos para destilar y para aislar la escena última de una idea esencial aunque en el orden de las cosas cotidianas no signifique nada.

La reunión de textos elizondianos con este enfoque del armado de artefactos imaginarios configura otra manera de acercarse a sus trabajos. Su escritura siempre fue especulativa. El “¿recuerdas?” de Farabeuf o la crónica de un instante (1965) se queda instalado en el chip de sus lectores para referir asuntos a medio camino entre el pasado efectivo y la imaginación. El énfasis en esta ocasión está en la posibilidad de creaciones con existencia física, palpable, descubrimientos que de realizarse significarían un alto logro para la humanidad (como el lector de pensamientos), y a la vez maquinarias imposibles cuya concreción es más bien metafórica, como el anapoyetrón, ya mencionado arriba, texto que, entre otras cosas, rinde tributo a la figura de Stéphane Mallarmé. ¿Cuánta energía hay contenida en un verso mallarmeano?

En el cuento “Anapoyesis”, el profesor Pierre Emile Aubanel se propone relacionar la termodinámica con la poesía a partir de este principio:

Todas las cosas que componen el universo son máquinas por medio de las cuales la energía se transforma y todas contienen una cantidad de energía igual a la que fue necesaria para crearlas o para darle el valor energético que las define como cosas individuales, diferentes unas de otras en tanto que cosas, pero idénticas en tanto que cantidades de una misma cosa: la energía.

Construye así el anapoyetrón, un reactor nuclear conectado en circuito con un oscilador encefalocardiográfico que registra la actividad intelectual y emotiva en forma de ondas, cuya efectividad radica, no obstante, en la novedad del poema, puesto que su energía se gasta, dice Aubel, con el tiempo, con la lectura. Por lo que “la máxima expresión dinámica reside en los poemas que nunca nadie ha visto, en los que guardan intacta la energía que les da forma”.

Como ocurre con la obra plástica, el universo narrativo de Leonora Carrington es uno y múltiple. No es difícil encontrar un estilo en los textos tempranos y en lo que siguió

Ése es el motivo por el cual el científico se instala en la casa que habitó Mallarmé, en busca de un poema desconocido del Maestro que ponga a prueba su aparato. Lo que debió suceder, puesto que una descarga de enorme potencia, producida en su laboratorio, según un cable de la agencia AFP, provoca la muerte de Aubel.

A la ciencia ficción se le denominó en su momento literatura de especulación científica, pues proponía nuevos escenarios para el futuro. A Salvador Elizondo el universo científico le sirve de otra manera, para llegar a la poesía con el instrumental más concreto. Quizá es un poco aquello del paraguas y la máquina de coser en una mesa de disección: de la unión de elementos en apariencia contrarios surgen historias extraordinarias.

2. LEONORA CARRINGTON (1917-2011) fue una narradora precoz. A los veintiún años publica en Francia el relato La casa del miedo (1938) y a los veintidós el pequeño volumen de cuentos La dama oval (1939), ilustrado con collages de Max Ernst. Si hemos de dar por buena la fecha exacta que aparece en “La debutante”, el primero de mayo de 1934 fue su presentación en sociedad ante la corte de George V. Cuatro años después se habrá de activar su rebeldía y su fuerza creativa, ante el previsible azoro de sus familiares. En esa narración, para asistir a la fiesta de las debutantes una joven hiena se hace pasar por la joven, disfrazándose con el rostro de una criada, cuyos restos comerá para no dejar rastros del homicidio.

Esta edición de sus Cuentos completos (FCE, 2020, traducidos por Una Pérez Ruiz) me lleva a revisar su historia editorial entre nosotros. De 1965, en la colección Alacena de la editorial Era, es la traducción de Agustí Bartra a La dama oval, con siete collages originales de Max Ernst, un bello volumen para coleccionistas. Pese a que Leonora Carrington vivía entre nosotros, con una vida pública activa tanto en el grupo de Poesía en Voz Alta como en el desarrollo de su obra plástica (en cuadros y esculturas), quizá esa veta suya como narradora no fue muy conocida.

En los cuentos, que califica como “únicos”, Bartra encuentra una formidable inocencia; los relaciona con las alucinaciones de Hieronymus Bosch; y los siente más cercanos a Hans Christian Andersen que a Lautréamont o Gérard de Nerval. De un Andersen, dice, que hubiese heredado de la Alicia de Lewis Carroll, del aguijón de Swift y del Blake de Los cantos de inocencia. “Cuentos éstos de metamorfosis donde palpitan tres de los grandes mitos modernos: el alma, lo inconsciente y la poesía. Todo habla en ellos, naturaleza y bestias, y los hombres, más que los leones, son los que rugen”.

Ahora que cotejo las traducciones de Bartra y Una Pérez Ruiz noto una diferencia significativa en el relato que él titula “El primer baile” y ella, “La debutante”, y es precisamente la fecha, pues en Bartra se coincide con el día pero no el año, que en la edición de Era no existe. Es sólo un primero de mayo; no el primero de mayo de 1934, corrección que la misma Carrington habrá agregado posteriormente.

Según la nota editorial para los Cuentos completos, la recopilación se basa en dos ediciones estadunidenses: The House of Fear: Notes from Down Bellow y The Seventh Horse and Other Tales, ambas de 1988. Esos mismos tomos son los que tradujo Francisco Torres Oliver para la editorial española Siruela, como Memorias de abajo (1991) y El séptimo caballo (1992), y que en México tuvieron su réplica, si no me equivoco (no tengo esos ejemplares para corroborarlo), en Siglo XXI.

La traducción de Bartra es anterior a que Leonora Carrington estableciera sus textos para la recopilación de Estados Unidos, por lo que es normal hallar variaciones. Y la misma autora, además, apoyó a Una Pérez Ruiz para dar con las fechas aproximadas de escritura de sus cuentos y le proporcionó tres textos no publicados antes: “El camello de arena”, “La mosca del señor Gregory” y “Jemima y el lobo”.

Leonora Carrington, Autorretrato, óleo sobre tela, ca. 1937-1938.

Como ocurre con la obra plástica, el universo narrativo de Leonora es uno y múltiple. No es difícil encontrar un estilo, que permanece en los textos tempranos y en lo que siguió, como seña de identidad. Siempre es ella, con sus animales y sus símbolos. La “inocencia” a la que se refiere Bartra permanece, mas no es, dicho sea en términos gruesos, una inocencia cándida, sino una suerte de vía de arribo para llegar a lo maravilloso o lo fantástico. Es acaso la mirada infantil la que permanece, cargada de una enorme riqueza en cuanto a los significados e incluso alimentada por mitos y leyendas que parecen antiguos y a la vez personales, y en este sentido originales. Es una mirada infantil compleja, poderosa, que navega entre el sueño y la pesadilla.

Lo expone así Fernando Savater en el prólogo a una de las ediciones de Siruela:

Sus cuadros y sus relatos conservan una cándida lozanía que nos permite recuperar, más allá de los adocenamientos y los malos mimetismos, el empuje liberador que debió caracterizar en su día al mejor surrealismo. Delirante y sensata, mórbida y saludable, caracolea con la crin al viento en cada línea, en cada pincelada.

Hay siempre una zoología en la que persisten gatos y caballos; es continua la aparición del número siete; puede verse a un ciprés corriendo o a un hombre que riega todos los días a su esposa para mantenerla viva; es común encontrar ahí a reyes y doncellas... Sus protagonistas son entrañables desde sus nombres: Virginia Pelaje, Engadine, Ferdinand, Cyril de Guindre, Thibaut Lastre, Panthilde, Drusille, Juniper, Arabelle Pegase... Y, claro, hay una gran imaginación plástica. Dos ejemplos de esto último: “Estoy tan triste, Eleanor, tan triste, que mi cuerpo se ha vuelto transparente de tantas lágrimas que he derramado”; y: “Su cuerpo era blanco y estaba desnudo; le salían plumas de los hombros y alrededor de los pechos. Sus brazos blancos no eran alas ni brazos. Una mata de pelo blanco caía sobre su cara, de piel como mármol”.

Son descripciones que podrían volverse cuadros. Por ello, la edición del FCE incluye un pliego en couché con reproducciones en color de la obra gráfica alusiva al orbe narrativo.

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Me pregunto, al fin, qué resulta de esta unión inesperada entre Salvador Elizondo y Leonora Carrington, más allá del encuentro de sus libros en la lista de novedades. Dos imaginaciones a la vez delirantes y contenidas; dos universos personales extensos y, por lo mismo, diferentes. El paraguas y la máquina de coser se asientan, en el primero, en una mesa de disección, junto con el instrumental quirúrgico del doctor Farabeuf; y, en la segunda, son parte del decorado en un castillo que habitan hienas parlantes, jóvenes debutantes y caballos.