A salvo

Como sabemos, tanto el encierro como la crisis económica y el estrés causados por la pandemia detonaron un aumento notable en los casos de violencia doméstica: mujeres, niños, personas de la tercera edad se vieron obligados a convivir con sus agresores. La literatura, que según Juan Rulfo es “una mentira que siempre dice la verdad”, permite imaginar un caso en el que contraer Covid-19 y ser trasladada al hospital pudo salvar a una esposa del verdugo cotidiano, su pareja, según relata este cuento.

A salvo
A salvo Foto: Fuente: rcinet.ca

Me despierto con la certeza de que hoy es el día. Pienso que se ha terminado; sin embargo, el confinamiento sigue, es más, se extiende por tiempo indefinido, vamos por una segunda ola. Respiro con fuerza, me falta aire. Siento que no llega a mis pulmones. Parece que hiperventilo. No, no puedo hacer ruido. Ahí está, acechante, esperando el mínimo descuido para saltar sobre mí.

Me levanto con toda la premura que me permite este cansancio que me abruma desde hace unos días. Cierro la puerta de la habitación y me dirijo a la cocina para hacer el desayuno: vegetales, proteínas y jugo de cítricos con apio. Lo dicen una y otra vez. Cualquier cosa que fortalezca el sistema inmunológico nunca está de más. Sirvo los vasos y la omelet con champiñones. Preparo el lunch de Francisco. Él no ha dejado de salir, su trabajo es “indispensable”. Pongo la mesa, perfecta como le gusta. Toco con suavidad a la puerta de la recámara, si no se apresura se le hará tarde.

Desayunamos sin mediar palabra. Toda nuestra atención se centra en la información que escuchamos en la televisión, las notas diarias sobre el tema. El virus no perdona y parece que cada día se hace más fuerte. Cambia de forma como si le gustara mudar su outfit según la cita que tenga. Nos dicen que aparecen nuevas cepas, unas más mortales que otras.

Francisco pregunta por sus cosas. Todo está listo sobre la mesa de la pequeña estancia: los enseres del trabajo, el lunch, la careta, todo el equipo para higienizar lo que toca. Se despide rezando una serie de instrucciones que sé de memoria. Me besa en la frente, sostiene mi cuerpo con fuerza y cada una de mis articulaciones reme-mora un dolor ominoso. Sale al pasillo y la cerradura recorre el camino que me recluye. Aparece esa tos otra vez. Siento en el cuerpo un calor creciente.

Recojo la mesa y lavo los trastes. Más vale tener todo en orden y en su lugar. Mi clase en línea es a las nueve. Reviso mi atuendo frente al espejo, acomodo el cabello y maquillo los ojos para tratar de cubrir las ojeras. Me dirijo a la sala que hace de oficina. Enciendo el ordenador, abro sesión y una ventana me anuncia que la transmisión está por empezar. Noto una línea violeta encima del ojo derecho.

Apago la cámara, retoco el maquillaje, extiendo un mechón de pelo sobre la frente. Inhalo profundo y la tos se entromete de nuevo.

Se despide. Me besa en la frente, sostiene mi cuerpo con
fuerza y cada una de mis articulaciones rememora un
dolor ominoso

Cada sesión no dura más de treinta minutos. Atiendo seis grupos y no nos podemos dar el lujo de pasar más tiempo del indispensable. Miro los rostros tristes, cadavéricos. Hace algunas semanas todo era gracia y novedad. Las risas aparecían con estrépito, las bromas entre los chicos abundaban. Confiábamos en que esto pronto terminaría. Hoy todos permanecen en silencio, como zombis, haciendo que escuchan. Fingimos que todo va bien, como la maquinaria de un reloj. Explico, realizan las actividades, algunos entregan tareas. El tiempo avanza. Somos nosotros los que permanecemos impávidos a pesar de la muerte. Después de seis largas horas, de aclarar dudas y revisar tareas, dejo la silla por la pesada jornada. Los huesos maúllan un ronroneo quedo, advirtiéndome que están ahí, tumefactos, doloridos. Empiezo a sentir que la temperatura se eleva, incesante.

Son más de las dos de la tarde. Me dirijo a la cocina para preparar la comida del día. Reviso la alacena. Las provisiones escasean. Pienso en los reproches de Francisco por tener que ir al súper de regreso al trabajo. Puedo ver el miedo en su cara, de que alguien se le acerque y lo roce. ¿Mirará ese miedo en mí cuando me toca? Imagino el ritual que sigue: cambia el cubreboca, limpia por enésima vez las manos con gel, desinfecta con alcohol el manillar del carrito de las compras, recorre el supermercado aprisa y sin consultar los precios, busca lo que tiene en la lista y sale aprisa, despavorido, como si un asesino fuera tras él.

Escucho desde el ordenador los tonos de mensaje en Facebook. ¿Serán las dudas de los chicos, las quejas de mis amigas, la retahíla de plegarias de mi madre para saber de mí? Me asomo, el chat de Francisco está abierto: una serie de súplicas, disculpas y amenazas quieren controlarme a la distancia. Sabe que el chico de las verduras pasará después de las dos. “Sí, tengo la impresión del pago que hiciste ayer”. “Sí, dejará todo detrás de la puerta, dónde más...”. Me arrepiento de la última expresión y borro las palabras antes de enviar el texto. Reclama por las compras del súper, por el almuerzo que le preparé, por el gel y el alcohol. Me exige atención en lo que hago; me recuerda que él debe ser, de todo lo que hago, mi prioridad.

Recuerdo que al inicio de todo esto los mensajes en las redes se sucedían uno a uno. Ahora nadie tiene ganas de hablar. Los casos cada vez son más cercanos. Las esquelas de amigos aparecen todos los días en las redes. Las cifras nos ahogan con su peso ensordecedor y esa carraspera aparece reiterativa, cada vez más constante. Parece que ya no se irá nunca.

Preparo sopa de verduras y hamburguesas de quinoa. Sé que habrá reclamos. “Verdaderas proteínas” exigirá Francisco. Su carne sobre mi cuerpo es suficiente; ¿para qué probar otra sangre si tengo que tragarme la mía casi todas las noches?

Realizo mi rutina para higienizar todo después de comer. Nunca está de más limpiar a profundidad. Cuando termino, abro el balcón que da a la calle. Cierro las cortinas y me quito

la camisa, el sostén, el pantalón y las bragas. El aire frío de las tardes de enero choca contra mi cuerpo. Lo envuelve y lo abraza con devoción, no como las manos de Francisco, que lo estrujan. Espero que el viento helado acabe por hacer su parte y que la estratagema al fin funcione. Desde la ventana miro a la señora de los globos que todas las tardes trata de vender su mercancía. ¿Será que ella tiene más miedo de estar fuera de casa, que yo de permanecer adentro?

El reloj se asoma perezoso hacia las seis. Una angustia comienza a hervir en el estómago. Desde ahora ya no se irá. Hacia las ocho parecerá un cáncer de colon. Me visto otra vez. Me siento distinta. El dolor de cuerpo es más fuerte que cuando lo motiva Francisco. Hace unos días, algo parecido a una bola de pelo apareció en mi garganta. Me provocó una tosecilla disoluta; brotaba a intervalos regulares. Ahora se entromete en cada respiración, me ahoga cada vez más. Un calor quemante crece desde la mañana en mi cuerpo. Pongo el termómetro bajo la lengua. El tip tip marca treinta y nueve punto cuatro. Un dolor extenuante en todos los miembros abreva la esperanza.

Imágenes confusas se suceden en mi mente. Antes de caer al suelo, voy al espejo y me tatúo un mensaje debajo de los senos. Escucho los pasos en el corredor y la fuerza en las piernas me abandona. El seguro de la puerta corre y miro los pies de Francisco que se aprestan hacia mí. No sé lo que sucede.

Un canto de sirenas me acompaña hacia mi destino. Tras de nosotros, Francisco nos sigue en el auto. Golpea confuso el volante, como si fuera mi rostro. Los trajes espaciales se suceden uno a uno. Me dan la bienvenida a un mundo etéreo donde un ¿ser? animoso nos posee para no dejarnos nunca, como el deseo sempiterno de Francisco.

La puerta de cristal se cierra. Francisco y su enfermedad purulenta se quedan atrás. Los camilleros me sacan de la cápsula. Me han parido. Los astronautas cortan mi camisa. ¿He renacido? ¿Me vestirán con otra piel? Los ojos sorprendidos descifran mi tatuaje: “Me golpea”. Adivino la compasión en sus ojos. Sonrío. Estoy a salvo.

OLIVIA GUARNEROS (Puebla, 1978), escritora y docente, ganó el Concurso de Cuento Mujeres en Vida 2017 y el Primer Concurso de Cuento Fundación Elena Poniatowska y Ventosa-Arrufat 2020.