Miles Davis: un ataque de ira

Entre los artistas fundamentales del siglo XX, debido a su capacidad de influir, marcar pautas, fundar posibilidades y caminos que serán recreados por generaciones, Miles Davis ocupa un lugar indiscutible. El sonido de su trompeta se revolucionó a través de la versatilidad y los grupos de leyenda que lo acompañaron para crear los estilos que definieron la segunda mitad de esa centuria, del bebop al cool y el free jazz. A treinta años de su muerte, el prodigio de su música persiste.

Miles David Fuente: last.fm

Con frecuencia se recuerda que en 1955 el saxofonista Charlie Bird Parker murió de un ataque de risa; ahora también recordaremos que hace treinta años el trompetista Miles Davis murió de un ataque de ira. Bird se carcajeó mirando un programa cómico de televisión y cayó fulminado por un infarto; Miles, enfermo de neumonía, montó en cólera cuando los médicos insistieron en meterle un tubo en los pulmones, y así, enfurecido, entró en coma y murió. Más allá de las circunstancias, estos finales podrían decir mucho acerca de la música en dos de sus figuras más radicales; después de todo, el humor y la rabia son indisociables de cualquier forma artística que valga la pena.

Davis (1926-1991) tuvo una vida casi el doble de larga en comparación con la de Parker (1920-1955), aunque se crió con él. Luego de integrar el legendario quinteto de fines de los cuarenta, su obra posterior puede considerarse una larga y severa crítica al bebop.

No era cuestión de matar al padre, como suele decirse, sino de explorar y profundizar en una o varias de las torsiones previstas —pero no interpretadas— por Bird. Y también algo más: la música de Miles, como la de John Coltrane, aun en sus momentos más bajos, no para de cuestionar al jazz mismo, su categoría, su tempo, incluso su nombre, hasta fusionarse y desaparecer con rumbo desconocido.

La presencia del compositor y arreglista Gil Evans en las partituras, grabaciones y conciertos de Davis dio lugar a grandes obras, para siempre distintivas de su sonido —Birth of the Cool (1949), Miles Ahead (1957), Porgy and Bess (1958), Sketches of Spain (1960) y el impresionante Miles Davis at Carnegie Hall (1961)—, pero también lo llevó a repensar el jazz desde una perspectiva orquestal, sin la predominancia a veces tiránica del solista, instaurada con la irrupción de Louis Armstrong y exacerbada con el mismo Parker. De ahí en más, la idea de una composición conjunta ya no lo abandonaría, aunque el sonido de la trompeta del Miles solista, abierta o con sordina, se advierte desde lejos en cualquiera de sus etapas.

ESE SONIDO fue sin duda el centro de bandas que lo incitaban a llegar más lejos, extremando largas y agudas frases o breves y punzantes estocadas, a la luz de esta aparente contradicción: exponer una estructura más compleja construida con pocas notas, al modo de una sugerencia (bajo tal principio, Miles le aconsejó al saxofonista Dave Liebman: “No termines tu idea; deja que la terminen ellos”). Sobre el escenario, dicha estructura debió aguantar la presión de una sección rítmica lanzada con vértigo, en la que desfilaron músicos de la categoría de Herbie Hancock, Ron Carter, Chick Corea, Jack DeJohnette, Joe Zawinul, Marilyn Mazur, Al Foster y John Scofield, por sólo nombrar algunos. En cuanto a los saxofonistas, con Lee Konitz, Sonny Rollins, John Coltrane, Wayne Shorter y Kenny Garrett, Davis mantuvo la temperatura bien arriba, hasta el punto de resignarse ocasionalmente a perder protagonismo.

En los años cincuenta y sesenta, su éxito comercial entre el público blanco bien pudo generar antipatía en los músicos radicales del free jazz, más aún pensando en sus contratos millonarios con Columbia. Miles, en cambio, estaba convencido de que si algo era bueno se le debía poner tanto oído como billetes. Y si, por ejemplo, llevar su música al cine significaba explorar en un nuevo concepto (bien pagado), mejor: Ian Carr, uno de sus biógrafos, deja en claro cómo su banda sonora para la película de Louis Malle, Ascensor para el cadalso (Ascenseur pour l’échafaud), grabada en 1957, prefiguró las dos sesiones de grabación casi espontánea, dos años más tarde, de Kind of Blue.

Miles David

A ESAS ALTURAS Miles había aprendido una cosa importante: hablar de dinero, y más aún: hablar de dinero e imponer sus términos en una industria dirigida por hombres blancos bien dispuestos al regateo, pero a la que sin duda necesitaba en su afán por llegar al gran público. Los policías, por su parte, no soportaban ver a un negro conduciendo un Ferrari, y se lo hicieron saber más de una vez, a los golpes. Eso, y darle la espalda al público en Estados Unidos e Inglaterra, constituía una provocación; no así en París, Estocolmo y Copenhague, donde lo amaban por esas cosas.

A fines de los sesenta, junto al productor Teo Macero, Davis creó una especie de máquina inagotable al grabar todo cuanto se tocaba en el estudio; In a Silent Way y muy especialmente Bitches Brew, los resultados de esa etapa, son sólo dos alucinantes fragmentos extraídos de un vasto campo aún por descubrirse. Los conciertos, por su parte, parecen cuestionar la propia legitimidad de lo dicho en el estudio: la banda simula desconocerlo todo para empezar de cero y así dar una nueva versión de cada tema, lo cual ocurriría más o menos regularmente desde las actuaciones con el sexteto de fines de los cincuenta hasta el último gran concierto de 1991 en París. Hay imágenes de algunos recitales en los que de pronto Miles se detiene a mirar su trompeta, examinándola extrañado, como si la interrogara; luego se la lleva a los labios y prosigue, dejando la impresión de que el instrumento actúa con cierta autonomía, a la manera de un gato, escurridizo e indescifrable.

Debido a que el jazz es en buena medida un espacio de libertad que responde a otras formas musicales y a las propias innovaciones tecnológicas, en los años setenta Davis no dudó en aprovechar la versatilidad del sintetizador y la de su propia trompeta, a la que añadió el efecto wah-wah. Como admirador de Jimi Hendrix, además capitalizó el gran momento de la guitarra eléctrica para incorporarla a sus bandas y dialogar con guitarristas jóvenes cuyas trayectorias recién despuntaban.

Después, en la década de los ochenta, cuando ya era una leyenda, interpretó a su manera temas pop de Cyndi Lauper y Michael Jackson, lo cual acabó colmando la paciencia de músicos tipo Wynton Marsalis.

UNO ESTARÍA TENTADO a marcar el fin del jazz con la muerte de Miles Davis, el 28 de septiembre de 1991. No es sólo una frase para el bronce de las necrologías; la podemos entender también como el término de una ruta que el trompetista encarnó intensamente en cada uno de sus momentos a partir de mediados de los años cuarenta junto a Bird y Dizzy Gillespie, una historia que se aceleraba cada vez que él aparecía, disgregándose en varias direcciones.

Hoy podemos seguir escuchando y disfrutando a un quinteto que toca al estilo del Minton’s Play House, cuna del bebop, o a una big band (la de Marsalis, por ejemplo) con un swing poderoso, pero sabemos que en el fondo se trata de reliquias, debido fundamentalmente al recorrido de Miles. Su necesidad casi enfermiza, extenuante, por buscar nuevos sonidos, fue tal vez el motivo, a la par de un fenómeno curioso: muchos de sus jóvenes compañeros de ruta, luego de tocar con él durante un par de años (y hacerse famosos), formaban sus propias bandas, con las cuales regresaban a un jazz, si no conservador, bastante menos aventurado, excepción hecha de John Coltrane, con quien la música de Davis tenía por lo menos esto en común: no podía detenerse. Por eso siguió rodeándose de jóvenes —y hasta de adolescentes, como en su momento fue el caso del baterista Tony Williams— dispuestos a someterse a él, es decir, a la exploración continua bajo la dirección de un antimaestro caprichoso e incansable que boxeaba, se diseñaba su propia ropa, aparecía en portadas de Rolling Stone y exponía sus pinturas.

AUN ASÍ, EN UNA TRAYECTORIA como la suya hay para todos los gustos: si de reliquias hablamos, el quinteto de la segunda mitad de los cincuenta es otra buena opción para regresar a él y oírlo junto a Paul Chambers, John Coltrane, Red Garland y Philly Joe Jones, con quienes se podría haber quedado eternamente encerrado en una casa: Workin’, Cookin’, Steamin’, Relaxin’. Pero no; siempre se trató de salir de cacería y meter la pata a fondo, pifiando algunas notas si era necesario, y lo era. El arte, la música, la literatura se encuentran tan regulados por la normalización del mercado y el comentario inmediato que hay un extendido pavor a la indiscreción y mucho aprecio por la corrección y el virtuosismo, de modo que si te da un ataque de risa o —peor— uno de ira, conviene disculparse; de lo contrario, has roto el contrato. Pero ni Bird ni Miles —ni Coltrane ni Mingus— se disculparon jamás, y esa omisión, que sonó a desprecio, los mantendrá sonando, vivos.

MARTIN CINZANO (Guayaquil, Ecuador, 1977) publicó el libro de crónicas Perdido (2011), la novela En pana (2016), los cuentos de La concentración (2020) y los poemas de Temblor de párpado (2021). Coedita PUF! Revista cartonera, en Cuernavaca.