A diferencia de otros años, el 3 de julio Jim Morrison fue una tendencia desmayada en Twitter. No era una efeméride más sino el cincuentenario de su muerte, ocurrida en una noche parisina que para siempre permanecerá nimbada por la niebla del enigma y encendida por los carbones del morbo. Al asomarme distraídamente al espejo oscuro de internet, tampoco percibí mayor agitación. Salvo las predecibles coberturas periodísticas —la congregación de fans en torno a la tumba en el cementerio Père-Lachaise, la especulación sobre las circunstancias en que murió— y las opiniones apresuradas y adocenadas, en realidad no había ninguna noticia. Como si el mito se hubiera desdorado o circulado hasta que su canto, más que rodado y pulido, estuviera mellado. Mi apresurada incursión me reveló además que El Rey Lagarto había dejado de ser santo de la parroquia juvenil.
Con todo, resulta positiva la mengua del aura mítica; quizá al fin podamos escuchar la música sin contaminarla con la leyenda ni con los prejuicios. Escuchar, finalmente, a The Doors y no sólo a Jimbo, aunque su presencia sea insoslayable, significa reconocer las aportaciones de Ray Manzarek con su formación clásica, sus escarceos tímidos y ligeros con el jazz y con ritmos de aire festivo y juguetón —el bossa nova, folclore caricaturesco, aires de carnaval y de feria crepuscular—; de Robby Krieger, en cuya educada digitación se advierte asimismo el entrenamiento clásico pero también la curiosidad por el jazz, el folk, el bluegrass, el flamenco y el bossa nova; y la solidez percusiva de John Densmore, un baterista que merced a su técnica jazzística aportó las variaciones rítmicas y sónicas —la graduación del sonido— que requerían las complejas piezas dramáticas del grupo, especialmente las más celebradas: “When the Music’s Over”, “The Unknown Soldier” y “The End”.
Sin importar el número de grandes canciones que destaquemos, la cosecha musical es abundante, máxime si consideramos que se produjo en sólo cinco años, periodo durante el cual se enfrentaron a un torbellino acaso más violento que el que devastó a The Beatles. Los obstáculos no fueron la fama exorbitante ni las reacciones maniacas, sino la impredecible conducta de Morrison, quien en su desafío titánico por ir más allá, empujar los límites y cimbrar la moral, propició un abierto conflicto entre la multitud y el orden establecido. Lo sigo considerando el caso más trágico, en todas las implicaciones del término, de la denodada tentativa romántica de conciliar vida y obra, de convertir la vida en una obra que redefina la sociedad. Conocemos el desenlace: el héroe concluyó inmolado.
LA TRASCENDENCIA DE MORRISON es indisociable de su interpretación, su performance. Influido por Nietzsche, en particular por El nacimiento de la tragedia, concibió un alter ego, El Rey Lagarto, mediante el cual detentaría el papel del chamán. Poco se ha visto, sin embargo, de su predilección por las máscaras, fruto de las bodas entre su fascinación por la poesía romántica inglesa y las tesis de Nietzsche y Antonin Artaud. El Rey Lagarto es también el hitchhiker —el autoestopista—, viajero solitario que merodea por las carreteras y caminos vecinales, que en realidad oculta otra identidad: Edipo, de camino hacia su tierra nativa para asesinar a su padre y desposar a su madre.
Más que un escritor, fue un pensador con el cuerpo y un oficiante del imaginario colectivo
Detrás de estos simulacros se encuentra la invocación del dios Dionisos, como si se tratara de un intento ritual desesperado, en la mejor tradición de Aleister Crowley y su alta magia, para que los dioses encarnaran en los celebrantes, revitalizando de este modo esos poderes antiguos y numinosos. Podría ahondar en su legado para el rock, en cómo es el primer intérprete cuyo poderío dimana no del atractivo sexual sino de la franca procacidad; en cómo su fusión de drama y música, además del uso de las máscaras como herramientas escénicas, serían modelo para David Bowie; por no insistir en su postulado del cantante como (post)moderno sacerdote, en una alteración de la fórmula de Percy Bysshe Shelley —otro autor bien leído por él—; y en su comprensión del elemento pánico como vía necesaria para el trance y la crisis necesaria para el crecimiento personal. Prefiero sin embargo concluir recapitulando sobre su dimensión poética.
LA NOTICIA MÁS IMPORTANTE es la aparición el pasado junio de The Collected Works of Jim Morrison (Harper Collins), que reúne sus escritos, tanto los ya conocidos, compilados en The Lords and the New Creatures, Wilderness y The American Night, como sus diarios, primeros poemas, letras de canciones y otras rarezas que habían permanecido inéditas. Ninguna de ellos, me temo, le ayudará a ocupar la posición literaria que deseaba, pero finalmente sí satisfarán el sueño de la obra reunida, latente desde sus primeros cuadernos. No olvidemos que ante todo quiso ser un poeta y que el cine y el rock fueron para él sólo un vehículo.
Por ello, no lamento que se consuman inexorablemente las velas votivas ni que los congregados en torno al sepulcro sean cada vez más maduros. La única manera de que Jim Morrison se transforme en ese maestro vampírico capaz de resucitar de la tumba, cuya sombra permea la caverna de Los muchachos perdidos (The Lost Boys, Joel Schumacher, 1987), es justamente la consunción de su figura mortal para que de sus cenizas ascienda el héroe cultural.
Más que un escritor, fue un pensador con el cuerpo y un oficiante del imaginario colectivo. Si la modernidad celebra figuras sin atender las obras, él merece un sitial junto a los dadaístas, los situacionistas y los artistas contemporáneos que convierten el performance y el instante en su legado más duradero. ¿Y quién sabe? Acaso ese eterno acechante del panteón literario norteamericano consiga ser admitido al fin y se le lea como en rigor amerita: un poeta menor dentro de la escuela romántica heredera de los beats.