El negocio de la muerte en la pandemia

El negocio de la muerte en la pandemia Fuente: anime.goodfon.com

Eran las 2:02 de la mañana del 9 de diciembre cuando Daniel detuvo el automóvil, frente a las puertas del Panteón San Lorenzo Chimalpa, en el Estado de México. “¿Y ahora?”, preguntó a su hermano Hugo. La carroza fúnebre se estacionó tras ellos (iban adelante para evitar la pestilencia que escapaba del ataúd). Un tipo preguntó qué se les ofrecía. “Vamos al incinerador”, expuso el de la funeraria, que le mostró los papeles. Los hicieron estacionarse después de otros tres servicios; tenían que esperar, con las luces apagadas y en silencio, a otro cliente que llegó rondando las 2:30. La reja del panteón nunca se abrió. En caravana, los guiaron por un tramo de rutas secundarias, hasta llegar a un camino de terracería.

—Nos dijeron que era cerca de Camino al Monte —me dice Hugo durante la entrevista—. Abrieron una brecha. Debíamos apagar faros y celulares. “Si necesitan ir al baño, agua o algo de comer, díganos, pero no pueden sacar su teléfono. Recuerden que les estamos haciendo un favor”, recalcaron.

Nos guiaban con linternas de mano para que avanzáramos. Nunca aluzaban directo el vehículo, siempre era al suelo. “Por aquí, por aquí”, decían.

—Íbamos despacio —continúa Hu-go—, pero ya no íbamos platicando.

Nos preguntábamos: ¿a dónde chinga-dos vamos?, ¿ahora qué va a pasar? Teníamos miedo de que esos güeyes cortaran cartucho y nos dijeran: “A ver, cabrones, se acabó el pedo, sálganse de sus carros”. Secuestro, robo y un montón de cosas nos pasaron por la mente. Y luego de unos dos kilómetros, cuando vimos las torres, dijimos: “Puta madre, este pedo no ha terminado”.

EL 6 DE NOVIEMBRE, cuatro días después de que dejó pasar al despachador de gas, Nicolás (diabético de 55 años) presentó los primeros síntomas de Covid-19: pérdida del gusto y del olfato, cefalea, febrícula. Al día siguiente, los síntomas sumaron náusea, escalofríos, tos seca y fiebre de 38.2 grados, más la neuropatía periférica derivada de la diabetes. Daniel, el hermano menor, aisló su habitación con un plástico transparente.

—Nos dio instrucciones precisas de cómo quería morir. Nos dijo que no quería ser intubado ni resucitado, que la hoja de voluntad anticipada estaba con sus otros documentos. “Sé que de ésta no voy a salir; me despido de ustedes ahorita que todavía puedo hablar”, nos dijo. No pudimos abrazarlo más, darle la mano... Daniel y mamá quedaron muy afectados —médico de profesión, Hugo crispa el rostro, al tiempo que su mirada se humedece.

El 10 de noviembre empezó a tener problemas respiratorios; en seis horas, su oxigenación bajó de 95 a 90 por ciento; cuando estaba en 82 empezó a presentar cianosis. Su familia decidió seguir el protocolo y llamó al 911.

Cuatro horas después arribó al domicilio un sujeto en motoneta. Lo único que lo distinguía como trabajador de la salud era una bata blanca, una credencial con foto y el logo del IMSS colgada al cuello. La oxigenación de Nicolás había descendido a 73 por ciento, cuando ya la angustia y asfixia lo atenazaban. El sujeto de la bata confirmó el Covid-19 y pidió una ambulancia que llegó cuatro horas después, junto a una patrulla; ambos vehículos callaron sus sirenas.

Hugo notó que la cápsula de aislamiento no era una hermética burbuja estéril, sino una pieza improvisada (varillas de tienda de campaña, paredes de plástico en vez de acrílico, cinta industrial plateada para sellar tuberías).

—En el momento que cruzó la puerta supimos que no lo íbamos a volver a ver con vida —afirma, descompuesto—: “La ambulancia no trae oxigeno”, me dijeron. Él ya estaba azul; le dieron dos impulsos de enoxaparina para evitarle una trombosis pulmonar. El enfermero me dijo: “Súbase y bombee cada cinco segundos”. ¡Le tuve que hacer ventilación mecánica con el equipo que usan para resucitaciones!

NICOLÁS LLEGÓ al Hospital Mac Gregor, en la Ciudad de México, el 10 de noviembre a las 19:02, pero ingresó a las 19:19 porque esperaron a que, de otra ambulancia, bajaran a otro paciente. Era cuando en las madrugadas las sirenas no dejaban de anunciar la des-gracia. Nicolás ya iba casi inconsciente, empezaba a presentar falla orgánica múltiple. Hugo recibió el número de ingreso y la Guardia Nacional le dijo que se retirara. A través de la aplicación que instituyó el IMSS, tecleaba el número de paciente y aparecía como: “Grave”. A las nueve de la noche actualizaban el sistema, informaban: Lo vio el neumólogo, internista, endocrinó-logo... El 18 de noviembre, la aplicación apuntó: “Muy grave. Intubado”. El 4 de diciembre a las 21:05 apareció el último informe: “Fallecido a las 12:30”.

—Lo más difícil fue que no se ejerciera su última voluntad, sabiendo cómo sufrió por estar intubado —expresa Hugo con impotencia—. Como médico conozco el procedimiento, que es sumamente doloroso; en esa situación sí estuvo consciente, pasó diecisiete días. Y la culpa te empieza a comer. Daniel y mi mamá entraron en depresión, pensamos que hubiera sido más noble dejarlo que se asfixiara en casa y no hacerlo sufrir por casi un mes; quizá se hubiera ahogado en dos días, pero hubiera sido mejor.

—No te lo puedo dar —indicó el patólogo cuando Hugo intentó llevarse el cuerpo—. Aún hay que dictaminar si fue una falla cardiaca, renal, pulmonar... vinculada a coronavirus.

—¡Pero si murió por Covid!

—No podemos hacerlo.

—¿Cuándo van a liberar a mi familiar? —preguntó Hugo, molesto.

—No te puedo decir, el servicio está rebasado. Mira, mientras ve a la gasolinería de enfrente y tráeme ocho bolsas de hielo, ya que por la mortandad que hay en el hospital, el cuarto frío está saturado.

En la entrada de Patología, custodiada siempre por dos elementos de la Guardia Nacional, un enfermero le advirtió a Hugo que no había lugar en el cuarto frío, así que el pasillo de Patología había sido habilitado como una estancia. Colocaban las bolsas de hielo encima y a los costados de los difuntos; era como un refrigerador que funcionaba a medias.

—Había como quince cuerpos en la misma situación —relata—, uno tras otro junto al muro, en el piso del pasillo, con las cabezas encontradas... nada más por ética no los encimaron. Una línea de jergas evitaba que los fluidos se rebalsaran. Alguien te preguntaba dónde estaba tu familiar. “Es para que veas que a él se le pone el hielo”, decía.

Después la funeraria avisó a la familia que tendrían que esperar algunos días para incinerar a Nicolás. Era tal la mortandad que afuera del hospital los familiares eran abordados por seudoservicios funerarios y coyotes que ofrecían la incineración en tres días, en el panteón de Dolores y el San Lorenzo Tolentino, pero a costos elevadísimos.

El 8 de diciembre, Patología dictaminó que la causa fue una falla renal con una complicación cardiaca y respiratoria por Covid-19. Expidieron el certificado de defunción; Daniel tramitó el acta. Los de la funeraria le dijeron que habían conseguido lugar para esa misma noche en un crematorio en Chalco.

—Cuando tocó nuestro turno —continúa Hugo—, el del servicio funerario me dijo: “Paga. Yo aquí no puedo ser juez ni parte”. La persona a quien le di el dinero comenzó allí mismo a repartir el efectivo entre varios. Esa vez fueron treinta y cinco mil, pero en total, desde los gastos en medicamentos que no había en el hospital, el servicio funerario, la caja y las mordidas, gastamos más de cien mil.

HUGO Y DANIEL no podían quitar la vista del incinerador que se erguía a unos doscientos metros, más allá de un cementerio de ataúdes: dos torres de ladrillo de entre seis y ocho metros de alto y tres por tres de base. Parecían improvisadas, con la angosta escalera de herrería en forma de Z, apuntalada con polines, empotrada con ambas torres para meter los cuerpos en los entrepaños. Hugo y Daniel supieron que no utilizaban leña al ver un enorme tanque de gas.

—El servicio funerario —señala Hugo— bajó a nuestro familiar y nos dijo: “Ya estuvo, les van a entregar sus cenizas. Yo me regreso porque tengo un chingo de trabajo”. Los tipos que manipulaban los féretros no llevaban ningún tipo de seguridad, sólo cubrebocas y unos guantes para lavar trastes. Nos ofrecieron mil quinientos por el ataúd, ¡lo reciclaron! Luego nos explicaron que el proceso tardaría entre ocho y diez horas.

Habían abierto otra brecha que desembocaba a un llano donde todos nos estacionamos. Igual que antes, nos aluzaron el camino con sus lámparas.

A los autos se acercaban señoras para ofrecer café o algo de comer. Había unos baños, también improvisados: sin techo y con cobijas en lugar de puertas. Allí detectamos que algunos hombres estaban armados y no hacían el menor esfuerzo por disimularlo; constantemente se comunicaban por radios, estaban muy organizados. Del dolor de la pérdida pasamos a la incertidumbre, al miedo.

Estaba tan oscuro que los hermanos alcanzaban a entrever, a más de un kilómetro de distancia, resplandores rojos, el penacho de humo. A las 4:00 de la madrugada, Daniel salió del carro a fumar. Sintió que algo le caía sobre el rostro y el pelo.

—¿Sabes qué? —le dijo a Hugo—. Nicolás nos está lloviendo, están cayendo cenizas.

—ALREDEDOR DEL MEDIODÍA —recuerda Hugo, con un dolor atravesado y la mirada al vacío— nos dijeron que fuéramos adonde entregamos a nuestro difunto. Auto por auto dimos las urnas, un trabajador las zampaba en unas carretillas, las cerraba y entregaba.

Nos dimos cuenta de que era una combinación de veinte cadáveres, más los restos de incineraciones previas. Nos entregaron la urna y nos hicieron firmar un papel sin nombre, firma o fecha alguna. Decía que se entregaban las cenizas, se deslindaban de cualquier responsabilidad y que este servicio no se iba a repetir. Sólo hacían una cremación por familia —para evitar que la noticia se regara porque la demanda era excesiva.

Los guiaron hasta la salida. En el camino, la luz del día les reveló más gente armada, chavillos chivatos, árboles con cámaras... parecía no existir un solo punto ciego. Los escoltaron hasta el camino a Mixquic.

—Pues a Nicolás le gustaba socializar, ahora está junto con otros veinte cabrones —dijo Daniel en un intento por romper el hielo.

—¿Te acuerdas del policía de ayer? —lanzó Hugo. Se refería a un agente de tránsito que los detuvo y les pidió doscientos pesos para dejar pasar la carroza al Estado de México.

—El cabrón no se aguantó la pestilencia —respondió Daniel a manera de chiste, pero no pudo reír.

—Casi te arranca la mano en lugar de arrebatarte el billete de a doscientos

—respondió Hugo, aunque tampoco él pudo reír.

Dos días después, el 11 de diciembre del 2020, cuando las autoridades cazaban a cientos de peregrinos con rumbo a la Basílica para regresarlos a su lugar de origen,la funeraria entregó a la fa-milia el acta de defunción certificada y los papeles de la incineración de Nicolás. Las cenizas yacen en un nicho.

MARIO PANYAGUA (Ciudad de México, 1982), becario del FONCA (Jóvenes Creadores 2015-2016), ha publicado el libro de poemas Pueblerío (Malpaís Ediciones, 2017) y el libro de crónicas Doctor Jekyll nunca fumó piedra (Producciones El Salario del Miedo, 2021).