¿Quieres bailar?

¿Quieres bailar?
¿Quieres bailar? Foto: Fuente: es.wikipedia.org

Nos fuimos al sur de la ciudad, es el primer concierto al que asisto después de año y medio de encierro. Bailar y beber con el contagio a una saliva es parte de la llamada nueva normalidad. Estoy parada, cerca de las parejas que se forman en la pista. “Discúlpame, amiga”, dice una chica después de darme en la cara con su cabello larguísimo, echando cumbia. No hay falla, le contesto, acomodándome los lentes.

Ahí, al borde de la ciudad, en Mayorazgo, se encuentra El Mictlán. Llegar tarda una hora y media en transporte público, algo así como atravesar los nueve niveles del inframundo. Está al sur, en una de las colonias periféricas —como la Romero Vargas, donde vivo— que suelen ocupar las noticias con asaltos al transporte, riñas y accidentes que reflejan el total abandono de las autoridades.

“Hay un cover de entrada, son 200 pesos”, nos dicen al ingresar. Con gel en las manos como filtro sanitario, pisamos el primer nivel. Vamos a contracorriente para encontrar un lugar cerca de la barra, con espacio para poder movernos. Las bocinas están en el límite de reproducir música o hacer puro ruido. Bajo las luces azules y rojas se reflejan las fauces abiertas arrojando risas, sorbiendo vasos con cerveza o pulque.

El piso se debate entre la mugre pegada y el líquido que se cae entre vuelta y vuelta de las que bailan, solas o acompañadas. “¿Quieres bailar?” —me extiende la mano una chica con cole-ta, sonriente. Toco mi brazo, me aplicaron la vacuna Cansino por trabajar en el sector educativo. Estuve todo el día sin ninguna reacción y en absoluta sobriedad. No, le digo, me duele el brazo, pero muchas gracias. Me sigue viendo y se voltea. Nunca sé qué hacer cuan-do una chava me tira la onda, soy lenta.

Ahí viene la cumbia del Loma Bestia , vocifera, y se escuchan gritos. Quienes tomamos alguna vez la ruta de ese camión,
esa bestia, sabemos que nos puso al borde de la muerte 

APRENDÍ A SACARLE BRILLO al piso ya grande, creí estar negada para el baile. La primera cumbia con la que moví los pies fue en la disco, en sexto de primaria. Ventanas con cartulinas negras, el salón alumbrado por series de navidad y una grabadora donde sonaba la de “amor, amor”, de Los Ángeles Azules. “Siente la música —me repetían—, solita tu cadera se mueve con los pies, un paso a la derecha, luego arrastra el pie izquierdo, aguas con las vueltas”. Ya me arrepentí, siempre sí quiero bailar con ella. Está bailando con mi amigo, que aceptó luego luego la invitación, soy lenta.

Las actividades en la ciudad dejan fuera a quienes vivimos a una distancia considerable. Hay que calcular en pesos el costo de la diversión y con el regreso casi siempre se vuelve impagable. Estas colonias establecen sus propias formas de distracción. El tianguis de los viernes o domingos. Las fiestas patrias que chorrean grasa en la orden de chalupas, elotes, juegos mecáni-cos resistiendo cada vuelta el paso del tiempo, mientras los niños sonríen o lloran saludando a los mirones.

El Mictlán abre sus puertas frente a las entrañas del infiernavit de Agua Santa, una de las colonias más pobladas de la ciudad. En el bar, el precio de los tragos —bien servidos— es accesible. Lo llenan vecinos del rumbo que sacan el paso singular aprendido desde la infancia, se les nota en el brinco y la cadencia. No sé cómo es eso porque mis papás nunca bailaron, éramos la primera familia en irse de las fiestas.

El sonidero Orihuela M. S. S. logra que todos movamos los pies o la cabeza. Tiene el corte de cabello del Temerario mayor. Debajo de la cruz que cuelga en su pecho se ve su apellido tatuado. Metido en los controles que tiene al frente, suelta frases entre cada canción que mezcla en vivo. Lo conocí años atrás por Merry, cuando tenía menos de veinte y empezaba a pinchar música. “Ahí viene la cumbia del Loma Bestia”, vocifera, y se escuchan risas, gritos. Quienes tomamos alguna vez la ruta de ese camión, esa bestia, sabemos que nos puso al borde de la muerte en cualquier tramo de la 11 sur. Le aplaudimos a la rola en señal de victoria, la libramos.

ME AFERRO a la única ventana que encuentro cerca, creo ser ganadora del mejor lugar del inframundo sureño, tengo espacio para sacar los pasos prohibidos, bailar un poco y eso para mí es suficiente. Se agotan las horas del cierre permitido por el semáforo vigente, nos enfilamos a la única entrada-salida del lugar. Truenan las bocinas del bar, dando sus últimos bufidos: “Cumbia, cumbia desde Puebla. ¡Desde Puebla de Zaragoza, donde se vive, se baila y se goza!”.

ELDA JUÁREZ (Puebla, 1987) es historiadora, docente y cronista en construcción, ha colaborado para la revista Contagio y otros medios. Obtuvo una mención honorífica en el 5º Gran Premio Nacional de Periodismo Gonzo.