Para poner las cartas sobre la mesa se necesita primero una mesa, quizá el mueble más elemental de todos. Su origen se remonta a la necesidad de levantar la comida del suelo, de situarla a buen resguardo de la suciedad y las bestias, en una suerte de pedestal. Esa superficie plana, generalmente de madera o piedra, crea una auténtica meseta en el paisaje doméstico, una tarima que divide la habitación en dos, no sólo desde el punto de vista espacial, sino también moral: arriba, la zona de la visibilidad y las buenas maneras; abajo, la de las pulsiones secretas. Incluso sin el telón de los manteles largos, al interior de esa cámara oscura que conocen bien nuestros pies se da rienda suelta a lo reprimido.
GRACIAS A LA DIVISIÓN de planos que crea la línea de la mesa, el cine ha explorado el lenguaje de la acción paralela, en particular para fines eróticos, pero también recuerdo escenas (de Ingmar Bergman a Michel Gondry) en que la mesa crea una cueva onírica o un refugio para el regreso a la infancia —la edad en que la mesa también nos sirve de techo. Mucho antes del monstruo bajo la cama, cuando aún se dormía en el suelo, el horror ya se agitaba en ese territorio vacío, próximo y penumbral, que escapa a nuestra vista. Alfred Hitchcock desarrolló una escuela del suspenso a partir de lo que llamó “la teoría de la bomba”: mientras se desarrolla una conversación anodina en el plano superior, el espectador sabe que hay una bomba abajo de la mesa.
Una extensión elevada, pulcra y amplia es propicia para la investigación. Los múltiples significados de tabula, la raíz adoptada en distintas lenguas romances y también en inglés, remiten lo mismo a la plancha de madera que a un método racional y analítico de ordenamiento, de allí las tablas sinópticas, la tabulación matemática y el tabulario del registro público en el Imperio romano. Antes de cocinar se recomienda “despejar la mesa”, consejo que vale para el dibujo, la mesa de operaciones o el armado de un rompecabezas. La plataforma rectangular, fabricada en algún material liso, proporciona un plano cartesiano para esas labores de la vigilia que llamaríamos “apolíneas”, y aunque mi mesa suela estar repleta y propenda a la entropía más voraz, cada tanto me entrego al ritual de limpiarla con la idea de recomenzar el rompecabezas de la vida diaria.
De noche, cuando se va apagando el sentido del deber, la mesa se convierte en el centro de la celebración. Dionisio, dios de la embriaguez y el éxtasis, recurre a ella para escanciar el vino y ofrecer las viandas del convite. Los famosos banquetes de la antigüedad grecolatina no sucedían en largas mesas atiborradas de comensales, sino en lechos o divanes (klinai) que les permitían entregarse a la fiesta reclinados cómodamente.
En el más famoso de todos, el simposio que Platón y Jenofonte recrean en sus diálogos homónimos, hay que visualizar a Sócrates y a Agatón, a Aristófanes y demás asistentes, recostados en parejas cerca de una mesa baja de forma cuadrada que servía de eje al triclinium, la disposición clásica para la libación (sympósion significaba llanamente “reunión de bebedores”), uno de cuyos lados quedaba libre para el servicio.
De noche, cuando se va apagando el sentido del deber, la mesa se convierte en el centro de la celebración
NO ESTÁ CLARO cuándo apareció la mesa de comedor tal como la conocemos. Al parecer no era empleada en el antiguo Egipto ni en el Lejano Oriente, aunque no se descarta que ciertos monolitos horizontales de la prehistoria se utilizaran para comilonas. En el Nuevo Testamento se hace referencia explícita a la mesa de la Última cena (Lucas 22:14), que no sabemos si lucía como la suntuosa y reverencial pintada por Leonardo Da Vinci o como la más austera y tenebrosa del Tintoretto. Hay acuerdo en que, al lado de Jesús, hijo de carpintero, los doce apóstoles se sentaron en torno a un mismo mueble para compartir el pan y el vino, dando pie al sacramento de la eucaristía.
A diferencia de las largas mesas rectangulares y sus códigos jerárquicos, que reservan las cabeceras a los anfitriones y los nobles, una mesa redonda implica abolir los privilegios y propiciar el diálogo entre pares. Es fácil imaginar que deriva de los tocones de árboles gigantes, pero como una práctica política se remonta a la mesa mítica (y mística) que reunía a los caballeros de la corte del Rey Arturo, construida en Camelot, según ciertas versiones, por el propio mago Merlín, a imagen y semejanza de la mesa del Grial de José de Arimatea, que a su vez sería una réplica de la mesa de la Última cena. Quizá entenderíamos mejor la naturaleza del cristianismo si supiéramos qué tipo de mesa se usó aquella noche en que se pronunciaría el mandamiento “amaos los unos a los otros”.
Aunque hoy abundan las mesas destinadas a tareas específicas (de centro, de juego, de luz, de billar, de disecciones...), lo común es que una misma se utilice para muchas cosas y deba alternarse para el trabajo y el placer, para hacer la tarea y el amor. Sé de escritores que reservan una mesa distinta para cada proyecto en curso, de modo que puedan saltar de una a otra como quien cambia de habitación mental; el poeta argentino Leónidas Lamborghini cuenta que durante muchos años no tuvo otro espacio de escritura más allá de la mesa del comedor.
El lugar de enunciación de muchos poemas de Sylvia Plath lleva a pensar que los redactaba directamente en la cocina. A través de una poética de lo doméstico, tan desgarradora que a veces se antoja surreal, advertimos que en la misma mesa en que picaba la cebolla escribía sus textos, no tanto como si la cocina y la poesía se alimentaran de fuegos comunicantes, sino como una vía para que, a través de la escritura, la mesa del quehacer irradiara su fuerza política.
UN TABLERO DE JUEGO sobre una mesa tiene algo de redundante; en algunos parques se han sembrado mesas de piedra que incorporan los 64 escaques en blanco y negro, listas para el picnic y el ajedrez. Mi sueño de toda la vida ha sido construir una mesa de ping-pong de concreto, que además de comedor a la intemperie abra la posibilidad de un match en que los platos y las copas formen obstáculos permutantes. Y fueron precisamente las veladas maratónicas alrededor de un juego de mesa las que me llevaron a acariciar un proyecto al estilo de Georges Perec: un registro de las actividades que desarrollamos en una mesa determinada: Tomar café: 22 min. Redes sociales: 3 h 47 min. Póquer: 8 h 6 min. Escritura: 34 min. Procrastinación: 1 h 13 min. Limpieza: 2 min.
Cierro los ojos y veo el cadáver de Ugo, uno de los invitados de La gran comilona de Marco Ferreri, tendido sobre la mesa de los excesos. No es una muerte ejemplar, pero es una manera de rendir tributo a la mesa, quizá nuestro único reino verdadero.