Amores peculiares y maldición gitana

Existe una infinidad de aproximaciones a lo que es —y no es— amar, pero ¿cómo definen el sentimiento los seres fuera de la norma, quien se dejar humillar al extremo por una dominatrix o el que adora a quien se burla de su deformidad? Ricardo Guzmán Wolffer pone frente a frente una novela y una película que no parecen tener puntos en común, pero cuyo entramado arroja luz sobre las complejidades en que se adentran dos parias transmutados en “bestias vitales llenas de amor. Y odio”.

La maldición gitana
La maldición gitana Foto: Especial

La idea del amor idílico suele chocar con la realidad, que unas veces resulta tan inaceptable como la imaginación del autor, otras tan indiscutible como la violencia que permea en algunas relaciones perdurables.

EN APARIENCIA POCO TIENEN en común la novela La maldición gitana, del tremendo Harry Crews (Georgia, 1935-Florida, 2012), publicada por Dirty Works en 2017, y la película Los perros no usan pantalones, del finlandés Jukka-Pekka Valkeapää (1977).1 Sin embargo, vistas en paralelo, a pesar de lo sórdidas que puedan parecer, surge la idea de que se trata de sendas historias de amor. Si es verdad que el amor puede tomar formas inesperadas, aquí están dos ejemplos de que aparece en las condiciones y formas menos esperables, a veces para bien.

Crews forma parte de un grupo de autores sureños estadunidenses, para quienes la vida es dura, rural por lo común. La maldición gitana cumple los requisitos. Marvin Molar tiene unas piernas de menos de diez centímetros, es sordomudo y su única opción de vida es ser equilibrista, apoyado en sus poderosos brazos, más la habilidad de sostenerse en un solo dedo. Vive en un gimnasio con el dueño y otros pupilos, todos igualmente peculiares. Pero eso no le importa, está acostumbrado a lidiar con un mundo hostil que siempre lo mira con burla y compasión. Su problema es estar enamorado de una mujer despampanante que lo tiene dominado: ella es la maldición gitana que pesa sobre él. En algún momento Marvin sabe que es capaz de todo para no dejarla o al menos para evitar que ella se vaya. Incluso está dispuesto a matar a quien se interponga entre ellos. O a ella misma, por qué no.

En Los perros no usan pantalones, la tragedia y el amor se mezclan. Juha, un cuarentón viudo, apenas capaz de conectar con otras personas —incluida su hija—, intenta salir del marasmo y contrata una sesión con Mona, una dominatrix de cierto nivel. Ésta lo obliga a quedarse en calzones. “¿Me puedo dejar los pantalones?”, pregunta él. Y la hermosa Mona, en su traje de látex negro y con el fuete en la mano, le contesta: “Los perros no usan pantalones”.

Atrás de la sangre en el rostro del viudo hay un ser enamorado, revitalizado por el contacto con esa mujer por la que es capaz de soportar maltrato reiterado

Juha busca por todos lados a Mona, hasta acorralarla en su departamento. Ella lo reta: si de verdad la ama, debe dejarse sacar un diente a mano limpia o a pinza limpia, mejor dicho. Y el hombre accede. Nuevamente al acecho, logra dar con Mona en un bar de sadomasoquistas. Ahí se miran entre los comensales, muy ciertos de que ese amor ha iniciado; está ahí, entre cicatrices, trajes y vestuarios de piel negra con estoperoles.

EL AMBIENTE DE CIRCO que rodea a Marvin parece contrastar con la ciudad donde Juha persigue a Mona, pero en el fondo cada uno está en su peculiar bosque, donde comparten su gusto por el propio sufrimiento. Esto resalta con la Finlandia que recorre el desdentado, pero el inicio y el fin de la película transcurren en el campo, quizás para destacar la animalidad que anida en el amor entre el masoquista y la dominatrix.

Ambas obras se desarrollan en ambientes sórdidos; los personajes secundarios también son peculiares. No sorprende que la relación tome caminos muy lejanos al concepto popular de idilio apropiado. La violencia está a punto de estallar en cualquier momento, a veces contra los enamorados, a veces contra quien los acompaña. En una relación de sadomasoquismo no sorprende la violencia, pero verla de frente no resulta fácil. Lo complejo es establecer que atrás de la sangre en el rostro del viudo, de sus problemas laborales y con su hija, hay un ser enamorado, revitalizado por el contacto con esa mujer por la que es capaz de soportar maltrato reiterado. En el mismo sentido va el deforme Marvin, pero él está dispuesto a acabar con quien se le ponga enfrente, incluso su caprichosa novia de amplio criterio, que es capaz de comunicarse con sus padres a través de la pared a base de golpes mientras tiene sexo con el enano sordomudo.

LA CAPACIDAD DE AMAR encuentra sus propios senderos en los personajes que pasan de ser parias sociales (uno por su condición física, el otro por su desapego social) a convertirse en bestias vitales llenas de amor. Y odio. Marvin no puede dejar de odiar a quienes lo rodean. Pero también es una víctima del destino. Su novia le había escrito: “Algún día encontraré a alguien que me ame tanto como para llegar a matarme. Y algún día encontraré a alguien a quien admire tanto como para lograr que lo haga”.

El admirable Marvin, con todo y sus brazos musculosos, es víctima de su novia, en una peculiar muerte anunciada. La entrega del amor puede llevar a caminos impensados. La fidelidad a la amada lo compele a matarla para poseerla y el equilibrista acepta su destino carcelario.

El singular humor de Crews añade calidad a este sórdido retrato psicológico, donde los personajes secundarios también tienen disfunciones corporales que confrontan a las personas normales con su desdén hacia los otros. La supuesta caridad de los primeros no esconde el rechazo por esos americanos considerados de segunda categoría a causa de su aspecto. En el país de la estética fútil todo se perdona menos la exhibición de la debilidad de un pueblo autoglorificado, con una estética impuesta a casi todo Occidente.

Son dos obras que permiten analizar los inabarcables caminos del amor.