El junco en su infinito

En 2019, la publicación de un libro prodigioso, El infinito en un junco, dio paso a un fenómeno que hoy suma decenas de ediciones y ha rebasado el orbe hispanoamericano, traducido a más de treinta idiomas. Con un amplísimo campo de referencias, desmenuza en detalle la evolución de los libros y las bibliotecasdesde la antigüedad, pero no sólo eso, también la resonancia de sus autores en la vida contemporánea. Esta lectura destaca puntos fundamentales, entre ellos el papel —antes velado— de la mujer en una historia fascinante.

Irene Vallejo (1979). Foto: Santiago Basallo / commons.wikimedia.org

I

Gracias a una sugerencia de la poeta colombiana Gloria Posada, desde Medellín, Colombia, y de Margarita de la Villa, desde Madrid, me asomé a un video1 en el que una autora de apariencia juvenil exponía con fluida soltura y desenvuelto entusiasmo lo que, más tarde, cuando leí el libro, descubrí que formaba parte de varios de sus tramos finales, con sus menciones a la poeta acadia Enheduanna, “... primer autor del mundo que firma un texto con su propio nombre y que es una mujer”, “poeta y sacerdotisa que escribió un conjunto de himnos cuyos ecos resuenan todavía en los Salmos de la Biblia” y que escribió “mil quinientos años antes que Homero”,2 o la idea de que:

A lo largo de los tiempos, han sido sobre todo las mujeres las encargadas de desovillar en la noche la memoria de los cuentos. Han sido las tejedoras de relatos y retales. Durante siglos han devanado historias al mismo tiempo que hacían girar la rueca o manejaban la lanzadera del telar. Ellas fueron las primeras en plasmar el universo como malla y como redes.3

O la evocación de Aspasia, la esposa de Pericles y maestra de Sócrates, cuya memoria llega a través de Tucídides,4 o la imagen provocadora de la poeta Safo,5 entre otras alusiones.

El libro, que también podría titularse con sus líneas iniciales: “Misteriosos grupos de hombres a caballo recorren los caminos...” se desenvuelve con "mano firme de algodón”, según reza la dedicatoria a la autora de los días de la autora, como un rollo que resguarda un palacio de la memoria donde el lector es invitado a remontarse a la invención de la escritura, a las metamorfosis del libro —de papiro en códice, de pergamino en folleto portátil.

Gira en torno a la exaltación de Alejandro Magno, cuya figura inspiró la construcción de la Biblioteca de Alejandría, y de ahí lanza sus deltas hacia las bibliotecas del mundo. El helenismo como precursor del mundo global es una de las correas de transmisión que dan cuerda a esta máquina de la memoria... Muchas cosas guarda en su arca este junco en que se desteje la historia de la filosofía y de la literatura, de la arquitectura y de las artes en Grecia y en Roma, en forma entretenida de fábula o cuento hecho con la argamasa de la historia y de una erudición elegante y serena, tan seductora como avasalladora, que sabe desgranar la historia del libro y de las bibliotecas y se convierte por eso en un canto arrebatado en honor del libro y de la memoria escrita que empieza en las bibliotecas de Oxford, y sigue por las de Cambridge, Florencia, Bolonia, Roma, Madrid y Zaragoza. El junco se desdobla en una selva donde resucita como en un bosque la historia de la Antigüedad a través de las voces y presencias de sus poetas y pensadores —Homero, Esquilo, Eurípides, Sófocles, Aristófanes, Heráclito, Sócrates, Platón, Aristóteles, Julio César, Heródoto, Plutarco, entre muchos otros como Borges, Cavafis, Nabokov, Lawrence Durrell, Umberto Eco... o Ida Vitale.

El infinito en un junco

Es un libro apasionado, arrebatado por la necesidad de contar una historia secreta: la del papel de la mujer en la evolución del pensamiento europeo y mediterráneo.

Despliega en su veloz abanico los momentos clave de la historia del pensamiento y de las letras y, en ese sentido, cabe ser leído como un libro profundamente educativo, formativo.

Irene Vallejo sabe ir y venir entre los tiempos antiguos y los actuales e insuflar en aquellos el estremecimiento de los nuestros, a través de referencias cinematográficas y literarias contemporáneas. Ese junco estremecido por el infinito parece que se desdobla y multiplica para saludar a las generaciones pasadas y presentes, pero sobre todo a las que se agolpan en las puertas del porvenir.

Viene Irene Vallejo de una familia española a la que le tocó vivir la Guerra Civil. Cuenta en una de las páginas de este libro que sus padres se prometieron no tener hijos mientras no muriera el Caudillo Francisco Franco. La experiencia de la Segunda Guerra Mundial, del Holocausto y de la historia subsecuente, incluso la del ocaso del franquismo y la transición, impregna estas páginas estremecidas por el viento del entusiasmo.

Viento y aliento contagiosos que explican en parte que esta obra se haya mantenido en la lista de las obras más vendidas en España en el último año —yo he leído la edición 32, luego de ser distinguida con el Premio Nacional de Ensayo 2020. El capítulo “Agradecimientos” lo encabeza “Rafael Argullol, que imaginó este libro antes que yo misma, y desplegó ante mis ojos el mapa de este viaje”. Y en verdad que merece el nombre de viaje esta guía con cuyas “señales de luz” ha participado Carlos García Gual... Conozco a ambos y algún día quizás alguno de ellos me presente a la autora de El infinito en un junco cuyo libro de viajes por el tiempo y el espacio, por las bibliotecas y los museos, ha suscitado tantas voces de aceptación entusiasta, para formar parte de la tribu del junco y de la caña.

Cabría pensar, además, que el regalo de Irene Vallejo a los lectores es el fruto maduro y sazonado de los estudios helénicos, clásicos y orientales que se han desarrollado en España en el curso del siglo XX en las obras de Antonio Tovar, Francisco Rodríguez Adrados, Agustín García Calvo, Valentín García Yebra, Víctor García de la Concha, Emilio Lledó, Carlos García Gual, Emilio García Gómez, Miguel Asín Palacios, y que ella misma es diamantina prenda y eslabón de la cadena de las humanidades clásicas en España...

Es un libro arrebatado por la necesidad de contar una historia secreta: la del papel de la mujer en la evolución del pensamiento europeo y mediterráneo 

II

Uno de los motivos que recorren esta sinfonía filológica es el de los libros prohibidos, ya se trate de los poemas proscritos de Ovidio por Augusto o de los libros malditos de los gnósticos o las periódicas destrucciones de libros y bibliotecas, desde la de Alejandría hasta las noches insomnes de los cristales rotos por parte de los nazis. Tal vez una de las lecciones que se desprenden indirectamente de esta obra es la que concierne a la sobrevivencia de las humanidades clásicas en el horizonte sin horizonte de los tiempos actuales, en los que la curiosidad y la investigación intelectual desinteresada y eventualmente disidente se encuentran amenazadas de raíz no sólo por los caudillos adversarios de la cultura libresca sino por una sociedad cada vez más desinformada y apática, en la que la barbarie y el vandalismo de los instrumentos de la memoria son moneda corriente. La plástica capacidad de Irene Vallejo para ir del pasado remoto al presente y para transitar de la memoria a los recuerdos del porvenir a través de los puentes tendidos entre las humanidades y el cine son prenda de que Palinuro y el Gaviero pueden tener el rostro de una dama.

III

La idea de que las mujeres son las autoras no sólo de las vidas de los grandes héroes, actores y autores del mundo, sino de los relatos y leyendas que los educaron no es tan nueva. La expuso con gracia y documentada hondura la escritora venezolana Teresa de la Parra (1889-1936) en sus conferencias de 1930 sobre las “Influencias de las mujeres en la formación del alma americana” 6 y “de la cultura en Hispanoamérica”, donde hace ver que la figura y los Comentarios reales del Inca Garcilaso de la Vega deben mucho y más a las historias que le contaba su madre indígena, heredera real de origen inca.

IV

El nombre de Irene significa “paz”, “serenidad” y su apellido “Vallejo” “pequeño valle”. La onomatología nos llevaría a decir de la escritora que encarna con serenidad un claro en el bosque, para evocar un título de María Zambrano.

Alejandro Magno (356-323 a. C.), copia romana de un original helenístico.

V

Mosaico de reminiscencias, El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo se escancia en dos vasos o capítulos: “I. Grecia imagina el futuro” y “II. Los caminos de Roma”, sin olvidar la dedicatoria: “A mi madre, mano firme de algodón” y los epígrafes del mozambiqueño Mia Couto, la norteamericana Siri Hustvedt, la norteamericana Marilynne Robinson, el escritor y empresario español Antonio Basanta y el filósofo, también español, Emilio Lledó. Es una obra capaz de producir adicción en virtud del caudaloso flujo de déjà vu, reminiscencias, ecos armónicos que trae su memorioso Panorganon capaz de transformar el arte de la memoria en un arte marcial... Y es que la Almirante Irene ha sabido transformar su tapicería filológica en una historia de la cultura occidental estirándose hasta las alturas devoradoras de un Marcelino Menéndez y Pelayo híbrido de la sabrosa Emilia Pardo Bazán, o si se prefiere de un Robert Graves domado por la nieta de Homero y la descendiente de la Diosa Blanca...

VI

Se podría leer este libro sobre los “Misteriosos grupos de hombres a caballo” o “El infinito en un junco” reconstruyendo los tramos donde la autora habla de sí misma para tratar de armar el itinerario de esta hija elegida que vio la luz después —y sólo después de la muerte de Francisco Franco—, educada en colegios donde tuvo que enfrentar el acoso y la agresión por su incontestable superioridad intelectual, y que finalmente fue “adoptada” —ésa es la palabra— por una maestra en lenguas clásicas, griego y latín —que sería para ella como una segunda madre. La niña y la adolescente que vería películas de Charles Chaplin, John Ford, Roberto Rossellini, Clint Eastwood, Steven Spielberg, Quentin Tarantino, Wim Wenders (El cielo sobre Berlín), Oliver Stone (Alejandro Magno), que serían como el aceite de la vinagreta intelectual con la que sazonaría las enseñanzas de Carlos García Gual, Emilio Lledó, Rafael Argullol y Gabriel Zaid, entre otros.

La historia de la formación de la “aprendiz de bruja” que se espolvorea en estas páginas donde el lector no sabe si se enamora de las diosas blancas del panteón helénico o de los años de aprendizaje y formación de la aprendiz de filóloga, de la joven Casandra que llegó a ser Nuestra Señora de los Encantos en la época del Desencanto.

El infinito en un junco es un chaleco salvavidas para los caídos en el río del olvido o, más aún, una suerte de seguro
de vida intelectual y espiritual para paliar la miseria intelectual 

VII

El infinito en un junco se publica en 2019, cuando la autora nacida en 1979, cuatro años después de la muerte de Francisco Franco, cumple cuarenta años y cuenta con el Doctorado Europeo por las Universidades de Zaragoza y Florencia. Por lo que se sabe, se sentó a escribir este libro poco después del nacimiento de su hijo Pedro, quien ahora debe tener alrededor de siete años. Podría decirse que El infinito en un junco se gestó y fue creciendo en forma paralela al hijo de la autora, en esta obra donde el arte de la memoria se practica en cierto modo como un arte marcial.

No es por eso extraño que la infancia y la mirada infantil impregnen estas hojas que se despliegan como un mapamundi del alfabeto y del libro en la Antigüedad Clásica, egipcia, griega, romana y bizantina, puesto, por así decir, en las paredes de los edificios modernos adornados por la escritura de los grafitis. La presencia de la cultura cinematográfica, de la TV y de los medios, la irradiación de los géneros y subgéneros del cine y del cómic no parecería ser accidental. Habría desde mi parecer aldeano pero global, un pulso e impulso que llevaría a la erudita autora a tratar de buscar imperativamente correlatos modernos y actuales a las atmósferas, prosodias y los estilos de las culturas clásicas. Ese aliento devorador de una estética y política que busca poner a dialogar a Prudencio y a Cassiano con Jean Michel Basquiat y la estética del grafiti, a Propercio y Juvenal con el mundo contemporáneo, y sus horizontes globalizados parecerían ser uno de los logros de esta nodriza de los lectores por venir.

VIII

Después de Alejandro Magno —el personaje justamente más citado en esta historia que es la de su Biblioteca de Alejandría—, los autores más frecuentes son Homero, Sófocles, Eurípides, Esquilo, Platón, Ovidio, Plutarco, Juvenal, Marcial, Horacio; Heródoto alcanza más de quince referencias. Es natural. Él es, en cierto modo, la encarnación de la historia misma y en consecuencia el hombre-libro por el cual Irene Vallejo Moreu tiene una simpatía e inclinación intelectual mayores. Su libro no habría disgustado ni a Jacques Lacarrière ni a Ryszard Kapuściński, quienes han sabido transmitir su imagen y proyecto de manera más plástica. Tampoco, desde luego, a los lectores de Alfonso Reyes, cuyos estudios helénicos se inscriben en los horizontes abiertos por la vivaz filóloga española.

El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo es una obra digna de Heródoto, figura tutelar de la autora. Parecería que en Heródoto tanto como en Eurípides se cifra la cultura griega y que la helenización como presagio de la globalización tiene que ver con el reconocimiento del otro...

Heródoto (484-425 a. C.).

IX

En efecto, el eje es Heródoto, el istor por excelencia. Irene Vallejo lo evoca así (séame perdonada por el lector la extensión de la siguiente cita, que aspira a dar una idea del largo aliento de la filóloga), en el número 68 del capí-tulo titulado “Es el otro quien me cuenta mi historia”:

En la península de Anatolia, encrucijada de varias culturas, nació un griego de sangre mixta y mente inquieta a quien obsesionaba el viejo conflicto. ¿Por qué esos dos mundos —Europa y Asia— estaban enzarzados en una lucha a vida o muerte? ¿Por qué se enfrentaban desde tiempos inmemoriales? ¿Qué buscaban, cómo se justificaban, cuáles eran sus razones? ¿Siempre había sido así? ¿Así sería siempre?

Aquel griego amigo de las preguntas dedicó su vida a buscar respuestas. Escribió una larga obra de viajes y testimonios a la que tituló Historíai, que en su lengua significaba “pesquisas” o “investigaciones”. Nosotros todavía usamos, sin traducirla, la palabra que él redefinió al dar nombre a su libro y a su tarea: “historia”. Con su obra nació una nueva disciplina y, tal vez, una forma diferente de mirar el mundo. Porque el autor de las Historias era un individuo de curiosidad incansable, un aventurero, un perseguidor de lo asombroso, un nómada, uno de los primeros escritores capaces de pensar a escala planetaria, casi diría que un adelantado de la globalización. Hablo, claro, de Heródoto.

En una época en que la gran mayoría de los griegos apenas asomaban la nariz más allá de los límites de su aldea natal, Heródoto fue un viajero infatigable. Se enroló en barcos mercantes, avanzó en lentas caravanas, trabó conversación con muchas personas y visitó un gran número de ciudades dentro del Imperio persa, para poder relatar la guerra con conocimiento del terreno y amplitud de miras. Al conocer al enemigo en su vida cotidiana, en tiempos de paz, ofreció una versión diferente y más exacta que ningún otro escritor. En palabras de Jacques Lacarrière, Heródoto se esforzó por derribar los prejuicios de sus compatriotas griegos, enseñándoles que la línea divisoria entre la barbarie y la civilización nunca es una frontera geográfica entre diferentes países, sino una frontera moral dentro de cada pueblo; es más, dentro de cada individuo.

Es curioso comprobar que tantos siglos después de que Heródoto escribiese su obra el primer libro de historia empieza de forma rabiosamente actual: hablando de guerras entre orientales y occidentales, de secuestros, de acusaciones cruzadas, de distintas versiones sobre los mismos acontecimientos, de hechos alternativos.7

X

El infinito en un junco es, además de un libro de texto abierto para estudiosos de todas las edades, un chaleco salvavidas para los caídos en el río del olvido o, más aún, una suerte de seguro de vida intelectual y espiritual para paliar la miseria intelectual. Sólo lo podría haber escrito la mano sagaz de una lectora y traductora, de una filóloga capaz de comprender la doble lección de Ulises y de Penélope, de Ulises en Penélope y de ésta en aquél.

Como dice Alfonso Reyes, y sé que Irene Vallejo estaría de acuerdo:

... para nosotros no habrá más cultura que la inventada por Grecia, y luego propagada por Roma y por el Cristianismo. Somos pueblos helenocéntricos. A su vez la cultura griega es antropocéntrica. La obra por excelencia del genio griego es el Hombre.8

Notas

1 https://www.youtube.com/watchv=yw7C_MLqgQw&ab_channel=AprendemosJuntos

2 Pp. 164-165.

3 P. 384.

4 Pp. 126, 171-174.

5   Pp. 141, 163-170, 286, 345, 365.

6 Teresa de la Parra, en Obras, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1982, pp. 471 (también está en Obra escogida, tomo II, edición de María Fernanda Palacios, FCE, México, 1992).

7 P. 180.

8 Alfonso Reyes, “De cómo Grecia construyó al hombre”, en Junta de sombras, Obras completas, tomo XVII, FCE, México, p. 478.