Los antihéroes que nos dieron grasa

Los valores convencionales, más las limitaciones económicas, han sido siempre favorables a la continuidad de la cultura oficial o tradicional. Sin embargo, esas fronteras han sido dinamitadas una y otra vez por movimientos de vanguardia que emergen como nuevas posibilidades expresivas, horizontes de sensibilidad inéditos, a menudo transgresores. Tal es el caso de un puñado de editoriales underground en la ciudad y el país, que han resistido toda adversidad, incluida la pandemia, hasta formar un catálogo de revistas y libros cuyos animadores principales se expresan en estas páginas, con una breve historia de sus propuestas sucias.

Los antihéroes que nos dieron grasa Foto: Especial

Editar, escribir y publicar desde el subterráneo es una condición salvaje en esta inexpugnable selva de la cultura.

Me refiero, sobre todo, a la labor editorial underground, subterránea y/o contracultural que desde principios de los años ochenta realizan las revistas, algunas transmutadas a editoriales independientes, La Regla Rota, La PUSmoderna, Replicante, Moho, NITRO/PRESS, A Sangre Fría y Generación. Sus editores, escritores, colaboradores y autores dieron forma a una de las más vibrantes tradiciones editoriales en las recientes tres décadas y media, con subsecuentes impactos en la definición de una manera de habitar la noche como una extensión natural de las redacciones, los equipos editoriales y las guaridas donde se fraguaron estas arriesgadas apuestas. Los principales impulsores de esta legión maligna son Carlos Martínez Rentería, J. M. Servín, Mauricio Bares, Rogelio Villarreal y Guillermo Fadanelli, casi todos presentes en esta edición de El Cultural.

Pero no son los únicos: agregaría al artista gráfico Víctor del Real con Gallito Comics, a René Velázquez de León, a Víctor Roura con Las horas extras, a Eusebio Ruvalcaba y Sergio González Rodríguez, autores y artistas fundamentales para mí, que orbitaban y orbitan una producción única, crítica y aferrada. Principalmente se mueven sobre lo que Sergio denominaría como los bajos fondos, entrelazados al lúcido aforismo que sostenía en su teoría y praxis: la cultura frente a la barbarie.

Quizá, más que una tradición palpable y definitoria, se trata de una atmósfera mental o, como dice Greil Marcus sobre el punk, una experiencia intelectual. Y no pocas veces accidentada. Llena de mugre, acción y peligro. Una suerte de antipostura que Fadanelli enarboló a partir del dadaísmo para “definir” a Moho: fuera de nosotros, todo es marginal. O bien, como me dijo en alguna entrevista Rogelio Villarreal, se podría dibujar como un tipo de periodismo animado, a la vez, por un espíritu generoso y tolerante, pero provocador. El disenso inteligente. Cierta noche de hace algunos años, Rentería gritó durante una presentación en el Gallo de Oro que las verdaderas cantinas deben oler a mierda. Podemos extender esa sentencia a la edición undergrasa: sus páginas y rayas deben corromper a las narices bien portadas. Servín apostillaría, con su espíritu adversario, que todo esto es una apuesta digna por el fracaso y que sólo nos debería interesar rodar cuesta abajo.

Habría que recordar, como Anónimo Hernández sentenció en su columna “El Coyote Cojo” —número cuatro de A Sangre Fría—, que ya nadie quiere ser mexicano.

Armados de un transmisor y una antena hechos por nosotros, tomamos por asalto la señal del 105.3 FM…
hicimos una radio pirata 

SERÍA A PRINCIPIOS del siglo cuando, desde el activismo radiofónico, hice el programa De Facto con mi primo mayor, Juan, quien estudiaba Derecho en ese entonces. Yo militaba en un colectivo de ciberactivistas con tintes anarcoides. Armados de un transmisor y una antena hechos por nosotros, tomamos por asalto la señal del 105.3 FM, entonces vacía, y junto con otros hicimos una radio pirata. “Escondida”, pero cobijada por la autonomía del CCH donde yo estudiaba al norte de la ciudad, ante el posible asedio de la SCT. La idea básica del programa era poner cinco canciones seleccionadas previamente por ambos, exponer recomendaciones e incluso leer nuestros propios relatos y ocurrencias. Un show nocturno de música e ideas. Esto generalmente era discutido en charlas los fines de semana, mientras caminábamos de la Villa, donde vivía mi primo, al tianguis de Tepito para conseguir discos originales y piratas.

Como en el mito de la cueva, Juan me explicaba que existía un mundo afuera, en ciertos libros, fanzines, blogs y discos, en el que tal vez personas como nosotros podríamos encajar, pero del cual sólo teníamos cierto reflejo. El programa comenzó con la lectura de un cuento, “La lámpara de Chéjov”, de Mauricio Bares. Luego, Juan me dijo: mi hermana tiene un libro de Guillermo Fadanelli, podemos sacar algo de ahí. Creo que era Clarisa ya tiene un muerto. El chiste es que así, sucesivamente, llegué a Generación, revista que compraba, cada que la veía, en el Tianguis del Chopo y en el pequeño mercado de libros colindante con el Palacio de Minería, en el Centro.

De Facto, como la estación misma, desaparecería, pero el ímpetu estaba sembrado, sobre todo a través de la lectura. Así que atesoré todo aquello en el archivo profundo de mi conciencia, y seguí on the road hacia la adolescencia, esperando salir algún día de aquella cueva de la que Juan me hablaba. Mientras tanto, Replicante había nacido como una revista impresa y digital a cargo de Villarreal, mientras que Moho y NITRO/PRESS sólo editarían libros; tiempo después, Servín fundó Producciones El Salario del Miedo, con un primer facsímil de aquel tabloide noventero de amarillismo de fondo, A sangre fría.

En su ejercicio más bien diletante, estas revistas y su continuación en editoriales abrevaban de todas las artes, pero decantadas hacia las vanguardias, el Nuevo Periodismo, el Gonzo, toneladas de cultura pop, la gráfica o tebeos indies, la crítica periférica y algunas de las mejores tradiciones narrativas, como la rusa, la francesa y la norteamericana. Iban de la Generación Perdida y esa línea invisible que existe entre Céline, Henry Miller, los beats y Charles Bukowski.

En sus páginas convivían la fotografía, el arte blasfemo y los autores afroamericanos que serían lo que el blues al rock en las letras blancas de la posguerra, sobre todo en la obra de Servín. De México estaban el Estridentismo, la Onda, el rock, las nuevas expresiones (al menos en el país) como el hiphop, el performance, los happenings del Movimiento Pánico, el erotismo desprejuiciado, la agenda por la despenalización de las drogas de Generación, y el fungir como semillero de jóvenes promesas noventeras. En esa década serían cruciales movimientos como el de la Panadería, cercano a Moho, con la exploración de formatos artísticos como la instalación y el video. El espíritu narrativo se extendería hasta los cronistas monstruos de Producciones, que superadas las primeras dos décadas del siglo XXI caminan, sudan y nos narran una ciudad cuyos moradores respiramos todos los días caca y aire muerto.

SERÍA 2014 cuando de pronto me vi colaborando en una revista digital e impresa, Yaconic. Y un día, el director me dijo: el editor se va, si te rifas, pues vas, pero ¿cómo cuál sería tu propuesta? Sin pensarla, le contesté, muy seguro de mí mismo: buscaré a los escritores undergrasa que leo, que siguen por ahí, y que estoy por demás convencido de que están muuuy interesados en escribir con nosotros. Los conozco desde mis días en la radio pirata, así que no debería haber mayor problema. Sí, cómo no. Luego de un par de emails, Servín me había mandado a la chingada, porque que-damos en un café que yo había confundido.

Ya no lo busques, ni que fuera Octavio Paz, me dijo el equipo de la revista. Pero volví a la carga. Nos volvimos a ver, discutimos ampliamente sobre la crónica y me obsequió un par de ejemplares de Producciones. Chingón, le dije, y acordamos publicar una reseña de la editorial, mientras él nos escribía un breve glosario Gonzo. Unos meses después, Rentería, desde el hospital, organizó la primera presentación de aquella revista en la Pulquería Insurgentes, abriéndonos las puertas de la percepción a un universo de locura creativa, estimulantes y todo tipo de subnormales y autores que en su larga caída seguirían reportando a revas como la nuestra.

Cierta noche, Carlos nos presentó a Fadanelli, quien prometió un cuento inédito. Mientras oteaba un ejemplar de la revista dijo, con el ceño medio fruncido: les enviaré algo, pero no quiero que le muevan ni una sola coma. Está bien, de acuerdo, contestamos. Y lo envió, y lo publicamos y jamás le enviamos un ejemplar impreso, sólo el link del texto.

Estas revistas abrevaban de todas las artes, decantadas hacia el Nuevo Periodismo, el Gonzo, toneladas de cultura pop

En otra ocasión, mientras un grupo de ñeros y cocoles bebíamos sendas bolas de cerveza de barril en el Salón París con Mauricio Bares, le soltamos a rajatabla: maestro, extrañamos al Anónimo Hernández, qué transa, cuándo sueltas algo. No nos dijo que sí, ni que no, pero mencionó algunas novedades suyas y de NITRO. Nos despedimos con la promesa de extender la noche, en otra ocasión, en su casa o en la misma cantina.

Mientras nos alejábamos, una idea vino a mí: la literatura sostiene un movimiento pendular hacia atrás y hacia adelante, pero sus chispas llevan consigo un poder intrínseco que dinamita a quien lo recibe en cualquier momento y lugar. Estaba ya muy borracho.

En algunas de estas revistas y editoriales, muchos como yo encontramos amigos, un refugio, una formación y una identidad literaria irreverente ante la vida. Claro, no exenta de canallas, pedanterías absurdas, sinsentidos carnavalescos y la mala leche de autores que tienen como correlato la condición de sentirse los muchachos chichos... en un entorno aldeano.

EN SU ENSAYO CRÍTICO sobre Henry Miller, Inside the Whale (En el vientre de la ballena), uno de los goodfellas del underground histórico, George Orwell, enarbola un tipo de reflexión profunda, hoy impensable ante los elogios colmados de marketing que muchas veces priman lo editorial y literario.

Sobre Trópico de Cáncer, Orwell afirma que algunos de los pasajes más interesantes estri-ban en habitar una especie de quietismo al interior de una ballena. Un estado que no siente el impulso de alterar o controlar el proceso que está atravesando (la guerra, la muerte y las ideologías, las convulsiones sociales), y que implica una total incredulidad o un grado de creencia que equivale al misticismo ante la estafa del progreso:

Aparentemente, no queda nada más que quietismo —despojar a la realidad de sus terrores con sólo someterse a ellos. Meterse dentro de la ballena —o más bien, admitir que se está dentro de la ballena (por supuesto que se está). Entregarse al proceso del mundo, deja de luchar contra él o de fingir que se controla; simple-mente aceptarlo, aguantarlo, registrarlo.

En muchos sentidos, y esbozando un pobre análisis de la “política literaria” del grupo —Carlos Martínez Rentería, J. M. Servín, Mauricio Bares, Rogelio Villarreal y Guillermo Fadanelli—, pienso que su producción periférica posiblemente radique en un quietismo similar, pero que, en lugar de una ballena, éste se vive desde interior de un chimeco, conducido a toda velocidad y sin frenos sobre la postapocalíptica avenida Zaragoza.

SERÍA INNECESARIO trazar aquí una lista de todos los libros y autores que tanto Moho como Producciones, NITRO y Generación han publicado, pero destacaría mis favoritos: en Moho, el volumen de cuentos El día que la vea la voy a matar, del propio Fadanelli, Aburrida en Bouveret, de Alejandra Maldonado, la novela La piedra de las galaxias, de Adrián Román y el poemario etílico Barbarie, de Rentería. Editado por el mismo Rentería y Emiliano Escoto, en Generación, el compilatorio hoy casi inconseguible Alcohol y creación tiene los grados necesarios para embriagar el alma. De NITRO, las antologías de cuentos en la serie Lados B son fuente de nuevos autores y una apuesta por arrojar luz sobre plumas desconocidas. (Kafka en traje de baño, de Franco Félix, quizá sea su mejor libro de crónica), mientras que las reediciones de Se está haciendo tarde (final en la laguna), de José Agustín, y Safari en la Zona Rosa, de Gonzalo Martré, son piezas invaluables de su catálogo.

De Producciones El Salario del Miedo, considero clave el volumen de crónicas ¿Qué hace usted en un libro cómo éste?, de Villarreal, para extender el acercamiento al contexto aquí descrito; por su parte, Manual de carroña, de Alejandro González Castillo, Bicicletas y otras drogas, de Rogelio Garza, y Doctor Jekyll nunca fumó piedra, de Mario Panyagua, son tres referentes actuales de la crónica y su apuesta sin frenos en tópicos como la música, las sustancias y la vida urbana al borde del abismo.

En algún momento, la principal resistencia expresará su crepitar a través de revistas, fanzines y libros que existan fuera de las computadoras

Sostengo la firme teoría de que, adelante, en algún momento en el tiempo, la principal resistencia expresará su máximo crepitar libertario a través de la letra impresa. Entonces, revistas, fanzines y libros que circulen y existan fuera de las computadoras cuánticas serán objetos peligrosos, perseguidos y exterminados como en la clásica novela de Bradbury, Fahrenheit 451. Quizá de alguna manera ya sea así. Pero mientras nos cae el veinte, revisitemos a los antihéroes que nos dieron grasa y que mantienen en alto esa herencia de la producción underground impresa. De hojas de papel, tinta y palabras que, puestas una junto a otra premeditadamente, configuran la visión de un autor generalmente torcido, impulsado por otros torcidos que lo editan, diseñan, corrigen e imprimen. No se diga de sus lectores, piezas que cierran el rompecabezas del lenguaje artístico escrito.

REUNIDOS INSÓLITAMENTE en estas páginas (quizá por última vez), Rentería, Villarreal, Fadanelli y Servín prenden el fuego, sirven los tragos, comparten el postre y sueltan algunas palabras sobre su magia incombustible. Evocan el crisol de una época que definió la producción cultural, literaria y editorial desde el postemblor de 1985, hasta la irrupción de internet y sus redes sociales como depositario corriente de nuestros vómitos digitales y terrores colectivos. Un mundo que avanza inexorablemente hacia su autodestrucción en una guerra en todos los frentes y sin enemigo definido en el sentido clásico, exterior, sino que más bien parece habitar el interior de nuestras propias mentes.

Después de todo, editar, escribir y publicar desde el subterráneo es una condición salvaje en la inexpugnable selva de la cultura.

Ustedes saben a qué me refiero.