1. SI LA CRÓNICA es un género que pondera la presencia del narrador como un testigo de lo narrado, ésta es su contrario: una crónica de lo no-visto. Hace veinte años fui de las pocas personas en el planeta que tardaron más de 48 horas en saber de los ataques a las Torres Gemelas en Nueva York. La razón forma parte de esos relatos de vida que uno conserva para sus nietos: el 11 de septiembre de 2001 estaba en el corazón de la selva de Borneo, observando orangutanes.
El 13 de septiembre nuestro bote, que recorría las ciénagas del río Kinabatangan —en la porción norte de la isla— se detuvo en una villa en medio de la jungla habitada por indígenas de la etnia dayak: otro corazón de las tinieblas. Entonces quienes formábamos parte de aquella expedición en las provincias malayas de Borneo nos enteramos de lo ocurrido; habían pasado dos días. En el caserío perdido de Danau Gerang, al cobijo de una tribu que en otro tiempo tuvo fama de colgar en la puerta las cabezas de sus enemigos, supimos que el siglo XXI había comenzado.
Era el tercer día del recorrido. La noche anterior la agotamos infructuosa en la búsqueda del rinoceronte enano de Borneo, una especie declarada formalmente extinta en esa región quin-ce años después.
PEINÁBAMOS LA JUNGLA empujados a remo por nuestros guías, a bordo de una lancha con motor fuera de borda. En aquella oscuridad, el brillo de la luna en los ojos de los cocodrilos que flotaban en el río le otorgaba al recorrido la atmósfera indiscutible de una aventura. De cuando en cuando dejábamos el curso principal y remábamos entre los canales estrechos de los manglares, sorteando ramas y raíces. Descendíamos entonces de la lancha para continuar la búsqueda a pie, sin alejarnos demasiado de la cuenca del río y de sus lagartos insomnes.
Los sonidos nocturnos de un bosque tropical son quizá el mayor concierto que la naturaleza puede ejecutar, pero nuestros pasos titubeantes sobre las hojas caídas de la maleza no imprimían la menor huella sonora. Un solo ruido humano rompió el silencio: era yo, que solté una carcajada nerviosa cuando supe inmovilizados mis pasos.
Nos advirtieron evitar los bancos de arena en los claros de la ciénaga. Desoí el consejo y pisé arenas movedizas, ese fango frío, mudo y aterrador del que tenía noticias por los cómics de Chanoc. Al pisar me hundí hasta los tobillos. Mis compañeros de viaje, un grupo de australianos, se acercaron y con la ayuda del más fuerte me jalaron de ambos brazos pero fue inútil. Al segundo intento el fango me llegaba a los muslos.
Ya no reía, tampoco puedo decir que estaba espantado, acaso incrédulo. Mientras me hundía lentamente pensaba en lo absurdo e improbable de la nota que rubricaría mi despedida exótica del mundo: “Mexicano desaparece en las arenas movedizas de la selva de Borneo”. Cuando llegaron los guías, tres jóvenes malayos que balbuceaban el inglés universal del turismo, advertí en su cara de preocupación el lío en el que estaba metido. Ataron una cuerda a mi cintura y la sujetaron a la lancha. Encendieron el motor y sólo al tercer intento lograron sacarme, vivo y coleando, pero sin botas ni pantalones. El fango se los tragó. Fue un mínimo pago de indignidad a coste de mi sobrevivencia.
El ruido del motor esfumó toda posibilidad de ver o encontrarnos con el rinoceronte, de manera que retomamos recorrido a toda velocidad por la lancha. Amanecía cuando llegamos al pueblo de los dayaks. En la única tienda de la villa nos esperaba un desayuno de arroz cocido y pescado frito.
Los orangutanes son nuestros primos. Con esa convicción fui a buscarlos. Sin depredadores al acecho, el orangután terminó por convertirse en un primate pacífico y solitario. Duerme en las copas de los árboles, cada noche construye un lecho con ramas
AL FONDO, UN VIEJO televisor lograba captar un canal de la televisión filipina. Lo hacía con mucha interferencia y apenas se podía escuchar lo que decían. Entonces vimos asombrados las imágenes que hoy nos resultan familiares y ocupan la primera página en el álbum iconográfico de nuestro siglo.
El locutor filipino explicaba en tagalo las escenas tomadas de la cadena CNN, que se repetían en la pantalla con un sello perturbador: “Breaking News”. Éramos incapaces de entender lo que decía, pero aquello no era una producción de Hollywood, sino la cobertura en vivo de lo que desde una sala de redacción en Atlanta titularon: “America Under Attack”. Sólo los titulares de CNN, desfilando en la cintilla inferior del monitor, nos fueron descifrando lo ocurrido.
Ya habían pasado casi dos días del atentado y sin embargo las escenas de la pesadilla eran las mismas que se repetirían por mucho tiempo más: el humo y el fuego en la primera torre impactada, el choque brutal del segundo avión, más todo lo que vendría después. Una villa de casuchas miserables en medio de la jungla parecía al mismo tiempo el escenario más anticlimático para enterarse del gran acontecimiento del nuevo siglo y el mejor lugar para refugiarse de lo que parecía el Armagedón.
2. AQUEL DOMINGO 9 de septiembre de 2001 tomé un avión desde Singa-pur con destino final en Sandakan, una ciudad costera de la provincia malaya de Sabah.
Como corresponsal de una agencia de noticias para el sudeste asiático, había tomado vacaciones con el propósito de visitar el refugio de orangutanes de Sepilok.
El refugio se ubica a orillas de una reserva de selva virgen por la que aún circulan orangutanes. Fuera de este santuario, las plantaciones de palma de aceite con el que se producen protectores solares y Nutella han arrasado las selvas tropicales de una isla gigantesca —cuatro veces del tamaño de Japón. Cruel paradoja: mientras más destruyamos los bosques, más aceite bloqueador necesitaremos.
En ese centro se encargan de proteger a las crías de orangután que han quedado huérfanas por la cacería furtiva. A principios de este siglo, setenta mil orangutanes le disputaban el territorio a las plantaciones de palma. Hoy es necesario restar quince mil ejemplares a la lista.
Le debemos a la lengua malaya el nombre de este primate, tan cercano a nosotros en la evolución como el chimpancé y el gorila. Orangután significa Orang (hombre) y Utan (selva). Era el hombre de la selva que los primeros exploradores occidentales del siglo XVII sospecharon que podía hablar, pero no lo hacía para no llamar la atención: un Bartleby milenario de pelo largo y rojizo, escondido en la maleza, que “prefería no hablar”.
Tuvieron que pasar un millón y medio de años de evolución, desde que los orangutanes aparecieron en Borneo y Sumatra, para que los exploradores europeos del siglo XVII decidieran bautizar esta especie con un nombre en latín que la ridiculiza: Simia satyrus, una criatura dionisiaca en medio de la selva, un sátiro desenfadado. El siglo XIX intentó enmendar la falta con un nombre no menos desafortunado en la taxonomía del homo sapiens blanco: Pongo pygmaeus, el gorila enano del circo imaginario de los hermanos Darwin que ni es enano, ni es gorila.
En su tratado Archipiélago malayo (1869), el naturalista británico Alfred R. Wallace gastó menos páginas que balas para estudiar al orangután y hacer el inventario de una matanza en pos del progreso: diecisiete orangutanes pasaron por las armas del explorador en el apartado de quince hojas donde concluye que “no disponemos de las mínimas pruebas confiables so-bre la existencia de orangutanes de más de cuatro pies y dos pulgadas de altura” (Conaculta, México, 1997, p. 96). A los pigmeos satíricos les costó muy cara la conclusión. Pasaron de la jungla a los museos británicos en una época en la que el conocimiento no se medía por puntos en el SNI, sino por el número de visitas cumplidas al taller del taxidermista.
Disparé —apuntó Wallace— a dos hembras adultas y a dos crías, y todas las conservé. Una de las hembras estaba comiendo durianes. Al regresar corriente abajo, tuvimos la suerte encontrar a un macho muy anciano que comía subido a unos árboles. [...] después de varios disparos fue un placer ver que el monstruoso animal rodaba y caía al agua. (Idem, pp. 89-90).
¿En qué se relacionaba el orangutanicidio de Wallace con lo ocurrido en Estados Unidos aquel día de nuestra incursión por la selva de Borneo? Estaba aún por descubrirlo.
Los orangutanes son nuestros primos. Con esa convicción fui a buscar-los. Sin depredadores al acecho, el orangután terminó por convertirse en un primate pacífico y solitario. Duerme en las copas de los árboles, para lo cual cada noche construye un lecho con ramas. Se levanta tarde, se hidrata con el agua que dejó el rocío en el cáliz de las hojas, desayuna en la cama con el servicio al cuarto que le brindan las frutas de la selva. Sólo cuando el sol ya ha calentado suficiente baja por unas horas y atraviesa a pie la selva para abrevar de los arroyos o agregarle proteínas a la dieta: hormigas y termitas. No es un vegano radical, pero el durián —una enorme fruta espinada que es la madre de todos los frutos tropicales— es su devoción y si pudiera lo comería todo el año.
El orangután es un hippie, un ingeniero forestal que sabe dónde buscar los frutos de la temporada. Conoce la selva como la palma de su mano: cuatro dedos alargados y un pulgar en posición inversa —como el nuestro—, capaz de construir herramientas o comunicarse a señas. Sus manos, cito a Alfonso Reyes cuando describe las nuestras, “poseen los más afortuna-dos recursos descubiertos por la vida física: bisagras, pinzas, tenazas, ganchos [...] suavidad y dureza, poderes de agresión y de caricia”.
La tarde del martes 11 de septiembre estreché la mano de un orangután adolescente que de pronto salió a nuestro encuentro. Dejar que me tocara y responder a sus caricias fue el momento feliz en el que dos viejos parientes se encuentran de nuevo.
MIENTRAS ESTO OCURRÍA, a 12 mil kilómetros de distancia, el egipcio Mohamed Atta ya se había levantado para orar antes de dirigirse al aeropuerto de Boston a tomar el vuelo 11 de American Airlines con destino a Los Ángeles, con el propósito de estrellarlo contra el WTC de Nueva York.
Para ver caer la tarde y pasar la noche disponíamos de una cabaña desde cuya baranda podíamos admirar a los orangutanes en cita diaria con la construcción de su lecho. Observamos el proceso completo, les tomó un par de horas. Con paciencia infinita cuatro orangutanes trozaban ramas, las sostenían con los dientes o entre las axilas y regresaban a lo más alto de la copa de los árboles para tejer su nido. No tienen la pericia arquitectónica de las aves. Sus hamacas, una vez concluidas, lucen deshilachadas e inestables. Pero son animales de fe y ahí se acuestan.
El tiempo que les llevó construir las camas coincide con los movimientos de los 19 terroristas que del otro lado del mundo se levantaban para orar y hacer sus abluciones matutinas antes del amanecer. Cuando los primates probaban sus hamacas —iluminados por una noche con luna llena—, los terroristas ya habían llegado a los aeropuertos de Boston, Washington y Newark.
Cenamos en la cabaña hacia las nueve de la noche y antes de las diez nos disponíamos a dormir. De pronto se escuchó a lo lejos el aullido más bien dulce y suplicante de un orangután. Salimos a la baranda para enterarnos de que un macho enorme se desplazaba entre las lianas. Se dirigía al nido de una hembra en celo que lo esperaba a veinte metros de altura. Estaban a punto de aparearse. Jugaron y retozaron un rato antes de copular y trenzarse en un abrazo largo cuando ya pasaban de las diez y media. A esa hora —las 8 de la mañana con 46 minutos en el horario de Nueva York—, un Boeing 767 de la Compañía American Airlines, con noventa y dos pasajeros a bordo, se estrellaba contra la Torre Norte del WTC.
Entonces los vi: cinco hombres de túnica, chaleco y turbante se alejaban en el mayor de los siglos. Dos empuñaban armas largas y otro más cargaba algo parecido a un equipo de radiotransmisión... la encarnación de una patrulla de talibanes
Dos orangutanes ensayaban en Borneo el rito de la reproducción exactamente al mismo tiempo que allá en Estados Unidos la violencia del choque civilizatorio cifraba muertos, miedo y destrucción. La segunda torre se desplomó en Manhattan a las 10:28 de la mañana, cuando en Borneo eran las 12:30 de la noche del día siguiente y todos —orangutanes y humanos— dormíamos al cobijo de la sinfonía nocturna de la selva.
3. TRAS LA VISITA a la villa dayak y ya en-terados de lo que ocurría en Estados Unidos, abordé una avioneta con dirección a la ciudad de Tawau. Esa misma noche buscaba un café internet para informarme bien de los ataques. En una ciudad de cien mil habitantes acostumbrados a vivir entre las ruinas del colonialismo británico, el único sitio que hallé para navegar por la red era una sala de videojuegos abarrotada por adolescentes malayos con sandalias, kufi a la cabeza y las manos pegadas a un teclado, en un tiempo donde no se había acuñado aún el nombre que bautiza a su gremio: gamers.
A fuerza de suplicar me prestaron una computadora. La información bajaba lenta. Los gamers no reparaban en mi presencia. Se afanaban en sumar puntos matando terroristas y militares, mientras yo leía las noticias con el asombro de quien una mañana se encuentra en el diario con el anuncio de que su país se ha declarado en guerra. Sólo texto: la velocidad de la red, en un tiempo donde internet avisaba su activación perezosa con una secuencia de flatulencias electrónicas, no daba para más.
Ese 13 de septiembre el mundo se preguntaba conmovido por los alcances del odio religioso, mientras Samuel Huntington destapaba una botella en su chalet en Harvard a la espera de una reedición de El choque de civilizaciones, setenta mil orangutanes en Borneo se preparaban para dormir, y treinta gamers malayos pasaban por las armas a un ejército variopinto de enemigos, con el mismo desprecio por la vida que el fusil del explorador Wallace.
4. RESERVÉ LA ÚLTIMA etapa de mi viaje para hacer un recorrido por tren desde la ciudad costera de Kota Kinabalu al pueblo maderero de Tenom, en la región montañosa del norte de la isla, un recorrido cuesta arriba de escasos 300 kilómetros y 18 horas de trayecto a través de la selva.
Construido a finales del siglo XIX para facilitar el transporte de las maderas tropicales que crecen imponentes en las tierras altas de Borneo, sólo la voracidad comercial del imperio británico hizo posible repetir la hazaña de Fitzcarraldo a cargo de los ingenieros de la North Borneo Railway Company.
La selva es como una manzana horadada por un gusano metálico que para abrirse camino se alimenta de la misma madera que va derribando a su paso. Por espacio de una centuria, Borneo fue el principal productor de maderas tropicales para el resto del mundo. Cuando ya no había manera de alimentar al monstruo con la velocidad que exigía, se arrancaron las crías de árboles talados y se sembraron millones de hectáreas con palmas africanas.
Elegí para la primera parte del recorrido montarme al tren turístico que se anunciaba como un “paseo nostálgico por los años dorados de la etapa colonial”: un recorrido de setenta kilómetros desde Kota Kinabalu hasta el pueblo de Papar, empujados por una locomotora de vapor alimentada con carbón. El folleto ofrecía “cinco vagones decorados al estilo victoriano, empujados por la última locomotora de vapor en Borneo”. Ofrecía también un “menú colonial” para el almuerzo. En la cafetería se vendían souvenirs, uno de los cuales es probable que conserve su lugar en el museo universal de la infamia: llaveros con la imagen de la locomotora y la caricatura de un orangután trepado en la cabina con gorro de maquinista.
Una fábrica de Pepsi anunciaba la llegada a la ciudad de Papar y el fin del recorrido en la locomotora imperial. Desde ahí, para subir a Tenom había que subirse a otro tren empujado por una locomotora de motor a diésel, un armatoste despojado de la mayoría de sus ventanas, con unos cuantos asientos desvencijados de madera y un retrete clausurado que pese a los años inactivo desprendía tufo a mierda y orines. Ahí donde el turismo terminó, comenzaba la realidad.
EL TREN A TENOM una ruina en movimiento, se reducía a un carro de pasajeros, dos plataformas de carga, una de los cuales llevaba amarrada con cuerdas un bulldozer —ese asesino serial de los bosques—, y tres vagones desahuciados y sin piso en la cola del tren. Pregunté a un operador para qué mantener enganchados aquellos vagones que el tiempo inutilizó. “Es una vieja superstición —me dijo—, hay que dar su lugar a los fantasmas”.
Caía la tarde y nos esperaba un recorrido nocturno de doce horas. El tren era una Babel hacinada: dayaks tatuados de la cabeza a los pies, bugis de la isla de Célebes, javaneses, malayos, indios, chinos y un puñado de turistas nos apretujábamos en el único vagón. Antes de arrancar, las madres con niños que ocupaban los asientos del vagón se afanaban en fijar telas con tachuelas en los huecos que fueron ventanas. Ignoraba la razón y la supe durante el recorrido: era la única manera de protegerse de la lluvia. El resto nos acomodamos en el pasillo. Al fondo se escucharon los gritos de una discusión. Un pasajero malayo le exigía a una pareja de chinos que ocuparan menos espacio. Éstos llevaban varios sacos para vender en el mercado de Tenom con el inventario más depurado de la depredación: polvos de cuerno de rinoceronte y de colmillo de tigre, aleta seca de tiburón, té de pelos de cola de elefante. El malayo se quejaba porque no tenía dónde colocar los diez televisores Samsung que también planeaba vender.
Nos esperaban dos mil metros de ascenso lento en una noche tormentosa. El tren avanzaba a trompicones. A la lluvia, pertinaz y vertical, la mantuvimos a raya gracias a la protección de las telas. Era de madrugada cuando el tren se detuvo en medio de la selva. El bulldozer se había inclinado peligrosamente y era necesario asegurarlo de nuevo. La operación, nos dijeron, tomaría un buen rato. Salí del tren con el propósito de buscar un sitio apartado para orinar. Me alejé de las vías y caminé unos cincuenta metros por una vereda natural.
Entonces los vi: cinco hombres de túnica, chaleco y turbante se alejaban en el mayor de los sigilos. Dos de ellos empuñaban armas largas y otro más cargaba algo parecido a un equipo de radiotransmisión. Todos con barba, delgados y altos: la encarnación exacta de una patrulla de talibanes ocultos en unos de los rincones más impenetrables del planeta. Ellos no me vieron a mí y si me vieron prefirieron alejarse, de lo contrario es probable que no hubiera escrito esta crónica.
Malasia, Indonesia y Brunei, los tres países que se dividen Borneo, son mayoritariamente islámicos. Los grupos radicales venían ganando terreno en el sudeste asiático. Creí entonces comprender el motivo de su presencia, pero me resistía a aceptarlo. El resto de la noche, camino a Tenom, imaginé una película completa en mi cabeza. En vano buscar a Osama bin Laden en Afganistán, me dije. El líder de Al Qaeda podría estar escondido en la selva de Borneo y desde ese escondite perfecto dirigir las operaciones. Aquí no lo van encontrar nunca, concluí, y de hecho se tardaron diez años en dar con él.
“Un viaje —escribió Martín Caparrós— rompe el tiempo de la vida. Un viaje, cualquier viaje, crea su tiempo propio, distinto del habitual”. En mi viaje a Borneo se rompió el tiempo y se fracturó mi siglo.