Cumpleaños de franela, grunge y muerte

Esta segunda aproximación al grunge amplía la perspectiva, e incluye una visita a la ciudad de Seattle —cuna del género—, desde la potencia transgresora y el enfoque gay que son sello del autor. Visita los lugares clave y además elabora la muy variada playlist que compartimos para acompañar su texto, con registros que complementan y enriquecen el sonido de Nirvana, cuyo disco emblemático, Nevermind, cumple treinta años el próximo 24 de septiembre. Pero el cuadro es mucho más diverso. Helo aquí.

Nirvana, MTV Unplugged. Fuente: musicandrock

A Danette, Belz y Jim Soos, por supuesto

—Mira —dijo Jim, con el dedo apuntando a un letrero por debajo de un puente vehicular mientras conducía sobre el carril principal de la carretera interestatal número 5. La que va prácticamente desde Tijuana hasta Canadá. La icónica I-5. El letrero decía: Exit 108 Sleater-Kinney RD College ST.

—¿De ahí habrán tomado el nombre la banda de Carrie Brownstein [Sleater-Kinney]?

—Lo más seguro es que sí. Se siente que vamos llegando a Seattle, eh... —remató Jim.

SIRVIENDO A LOS SIRVIENTES

Empezó a sonar el saque de la insociable y amenazadora batería de “Serve the Servants”. En las bocinas del estéreo del Nissan Kicks blanco rentado con el que estábamos a punto de llegar a Seattle, cantaba el Kurt Cobain: “La angustia adolescente ha valido la pena. Ahora estoy aburrido. Y viejo”. Su voz a punto de irse a la tumba. No sin antes grabar el mejor disco de Nirvana. Dave Grohl nunca volvió a sonar tan preciso en su testosterona sin hervir como en el In Utero de 1993.

—Maldita sea, soy un pinche viejo de cuarenta y tantos años, Jim.

—No digas tonterías, que yo tengo ya sesenta.

Nos dimos un beso como actuando para una road movie de Greg Araki. Jim es un tipazo. Llevábamos los últimos días cogiendo con música de Iggy Pop, los Dandy Warhols y Nirvana. Nos clavamos hablando de la vejez.

En ese sentido, Ejival, legendario periodista musical de Tijuana al frente de Static Records, me responde:

Siempre sentí que el grunge no era una música auténtica, me recordaba mucho a Hüsker Dü, Minuteman, incluso a los Replacements, por ejemplo. Y todavía menos me gustaba la que sonaba a blues (Pearl Jam o Soundgarden).

La fotografía de Kurt fichado por la policía. Arrestado bajo el cargo de blasfemia cívica cuando le dio por pintarrAjEar muros, escribiendo que Dios era joto

Ya sentía en ese momento que era música vieja, comparada con el shoegaze, techno, house o IDM que sucedía en esa época. Así que hoy, a treinta años de Nevermind, siento que el grunge ya era música vieja desde entonces.

Conforme otros letreros apuntaban flechas hacia el centro de Olympia, Washington, pensé que pocas historias musicales poseen un final tan funestamente digno como el grunge. Ni el punk tuvo los huevos de voltear la carta de la muerte. Predecir su final e irse a la chingada como tanto cacareaban sus canciones. Fue ridículo.

Sobre el escenario del Winterland Ballroom, en aquel lamentable concierto en San Francisco en 1978, los Sex Pistols dándose cuenta de que la pasarela sadomaso de Malcolm McLaren se había salido de control. Que nunca estuvo en manos de los Pistols.

El grunge o Kurt Cobain vieron con anticipación que sus traumas devenidos en posturas se convertían en éxitos del supermercado de MTV. Y antes de terminar haciendo discos de éxitos de Nirvana con la Sinfónica de Washington o colaborar con Miley Cyrus, Kurt se metió el último arponazo de heroína. Y jaló el gatillo de un rifle.

CUANDO DIOS FUE GAY

¿Cómo hablar del grunge sin repetir lo que se ha dicho como plegaria a lo largo de treinta años?

Que Nevermind desplazó el Dangerous de Michael Jackson de los primeros lugares de popularidad en cuestión de días. Después de eso, el pop parecía cosa de debiluchos. Que Mudhoney son los verdaderos padres del grunge, de lo cual no tengo la menor duda.

Aunque Screaming Trees y Mark Lanegan fueron los del talento indiscutible. La leyenda del grafiti escrito por Kathleen Hanna que dio origen a “Smells Like Teen Spirit”. La fotografía de Kurt fichado por la policía de Olympia. Arrestado bajo el cargo de blasfemia cívica cuando le dio por pintarrajear muros con aerosol, escribiendo que Dios era joto. No se quedó con las ganas y la frase “God is gay” se inmortalizó al final de la potente “Stay Away”. Que el MTV Unplugged de Alice in Chains es superior al de Nirvana en todos los aspectos. Layne Staley no necesitaba de velas. Con la voz derrotada y el cansancio tras las gafas oscuras era suficiente. Que contrario a lo que aseguran muchos heterosexuales especialistas en grunge, Stone Temple Pilots es una pinche gran banda. Que en realidad, los mozalbetes que llegamos con Nevermind, llegamos tarde. Pues Kurt Cobain y compañía habían dejado el sello independiente Sub Pop para venderse con el gigante de Geffen Records. Pero nadie o muy pocos recuerdan que los primeros en venderse con una disquera gigante fueron los de Soundgarden y nadie se la hizo de pedo a Chris Cornell.

Que el grunge después de Nevermind sólo fue una angustiante y exhibicionista trifulca entre honestidad minimalista y corporativismo invicto, que será recordado como “el momento en que la industria musical logró capitalizar la música alternativa como tal”, comenta Ejival. Que la generación X apesta por indiferente. Ayer y hoy.

¿Cómo invocar al grunge sin melancolía? La trascendencia de los movimientos musicales depende en buena parte de la subjetividad de quienes vivieron su gloria cuando eran, más bien éramos, jóvenes.

Me parece que cada generación se queda enganchada con el emblema de rebeldía y la música que la identificó. Y opina que lo siguiente fue una versión edulcorada de lo suyo. Me cuesta reconocer que hay un virtuosismo en la música urbana que recordará con nostalgia la generación actual de adolescentes. Pero quién sabe. Seguro es porque envejecí como el grunge, lleno de nostalgia —me dice Diego Martínez Ulanosky, quien dirigió MTV Latinoamérica por cinco años y fundó la casa productora Caponeto.

En El capitalismo como religión, Walter Benjamin plantea que el consumismo nos induce la sensación de que todo tiempo pasado fue mejor. No hay muchas opciones. Las únicas formas de revisar la historia del que pudo ser el último gran momento del rock quizás sean la nostalgia o el presente que todo lo deconstruye. Franela o muerte.

Alice in Chains en concierto.

BIENVENIDOS A SEATTLE

Exactamente diez años atrás había hecho ese viaje. Aunque por vía aérea. Pero con la obsesión inmune. Y como hace diez años, volvía a preguntarme: ¿qué es lo que me atrae de Seattle? Tanto como para buscar en sus calles restos de un género que pasó como jalón de poppers durante mi adolescencia. Aun así, el Nevermind, que salió el 24 de septiembre de 1991, se me metió por la uretra. Era la edad perfecta.

Cuando se es adolescente, la música es un refugio de orgasmo sin abstracción. La primera vez que escuché Facelift de Alice in Chains, ya con la conciencia de que eso era grunge puro, el Sonido Seattle aparecía como un santo que mezclaba riffs punketos y baterías de heavy metal con las melenas del hard rock. Pero descuidadas y sucias. A velocidad de rabia somnolienta. Como un conductor que va manejando un tráiler doble carga con el hígado procesando alcohol y anfetaminas para mantenerse despierto.

Seattle es una ciudad partida en dos por la autopista I-5. En la parte alta están los vecindarios residenciales y los atractivos turísticos, el downtown con sus tiendas de diseñador, mercados orgánicos, museos y parques esculturales al nivel del mal. Diez años después tenía otros motivos. Mis grandes amigos, Danette y Belz, se habían mudado de México a Seattle a empezar una nueva vida.

Bruce Pavitt y Jonathan Poneman, fundadores del fanzine Subterranean Pop, evolucionado al sello discográfico Sub Pop, considerado el gran difusor del grunge, “eran conscientes de que prácticamente todos los movimientos significativos de la historia del rock habían tenido una base regional, ya fue-ra Memphis, Liverpool, San Francisco, Minneapolis o Manchester”, anota Michael Azerrad en su libro Nuestro grupo podría ser tu vida.

Como buenos mexicanos que se encuentran en el extranjero, las cervezas y el alcohol empezaron al son de los abrazos. Danette, Belz, Jim y yo decidimos recorrer los bares en un inútil gesto por acabar con nuestros hígados. Así como los grungetos acabaron con sus venas retacándolas de heroína, que se habría instalado incluso antes que el grunge mismo.

Mis amigos viven en Boren Avenue. En un edificio que muestra reverberaciones de arquitectura colonial holandesa, que tiene fachada de terracota, a unas cuantas cuadras de Capitol Hill. Famoso porque fue quizás el barrio residencial más antiguo y grande de todo el estado de Washington. Donde el grunge cobró forma.

Hubo un tiempo en el que nadie quería vivir en Capitol Hill. Cuando la crisis del crack, pasada la mitad de los ochenta, lo convirtió en un vecindario peligroso. Por esa época, bandas como Los Melvins o Green River, formado por futuros miembros de Mudhoney y Pearl Jam con Andrew Wood al micrófono y la heroína provocándole sinapsis, empezaron a dar forma al empacho sonoro del que se alimentarían bandas como Nirvana o Stone Temple Pilots. Es un vecindario histórico.

¿Qué es lo que me atrae de Seattle? Tanto como para buscar en sus calles restos de un género que pasó como jalón
de poppers durante mi adolescencia. Aun así, el Nevermind se me metió por la uretra. Era la edad perfecta

Pero en 2021 Seattle se profesaba el doble de gentrificado que hace diez años. Las calles de extrema limpieza no parecían coincidir con las descripciones de Greg Prato en su libro Grunge Is Dead: The Oral History of Seattle Rock Music, cuando lo que reinaba era el pavimento con olor a meados. Ropa desgastada de leñador. Cerveza barata.

Treinta años después, Pike, la calle principal de Capitol Hill, está llena de bazares hipsters, boutiques de diseñador o depósitos de viniles caros. Recuerdo que todos mis primeros casetes de Nirvana, Alice in Chains, Soundgarden y Pearl Jam los robé del Soriana de Avenida Revolución esquina con la Saltillo 400, en Torreón. Y aunque Marc Jacobs ya había llevado el grunge a las pasarelas representando a Perry Ellis, yo seguía obedeciendo a Cobain. En una entrevista para Alternative Nation de MTV decía que él sólo se vestía con camisas de franela de segunda mano. Y eso en Torreón es una seña de identidad hasta el día de hoy.

La mayor atracción de Capitol Hill en medio de la pandemia es un Starbucks gigante conocido como Reserve Roastery, en la calle Pike. Con varios niveles repletos de sillones tapizados en piel color avellana y mesas de diseño industrial. La gente hace filas que pueden alcanzar kilómetros para comprar un miserable café del día a precios costosamente justos. Hay muchas parejas de gays esperando su turno. O tomándose selfies en los muros que tapian las instalaciones con pinturas de multiculturalismo y diversidad excesivas y cursis.

El éxito del grunge puso a Seattle en el mapa, por así decirlo. Antes no era una ciudad muy conocida. Y diré que estoy convencido de que la escena musical atrajo a mucha gente a la ciudad. Hubo una afluencia de personas creativas. Algunas pasaron a trabajar en el sector tecnológico o corporativo. Empresas como Starbucks, Microsoft, Amazon, realmente ganaron tracción —me dice Bruce Pavitt, el fundador de la mítica disquera Sub Pop, el hombre que fichó a Nirvana para grabar su primer álbum oficial, Bleach.

Capitol Hill atrae mucho turismo LGB-TTTI. Esto se debe a que albergó las primeras disidencias sociales y sexuales de Seattle. Ahí se encuentra el cinturón de bares gays con banderas de arcoíris, u otras que representan a la comunidad leather y trans. En aquellos patios las bandas grunge dieron los primeros guitarrazos sin usar camisetas.

El grunge fue cosa de batos blancos. Pero no es culpa de Mudhoney que la población afroamericana haya sido escasa. De lo que no hay duda es de su alto contenido homoerótico. En las entrevistas salían con la misma pose de machismo fanfarrón que los metaleros supuraban en las portadas de revistas como Kerrang o Metal Edge. Pero con irónicos y provocativos mensajes contra la homofobia y misoginia. Hoy los cantantes se esfuerzan mucho por verse progresistas. Dejan fuera comentarios mordaces sobre la tolerancia que los hombres del grunge ventilaban entre cigarros, bisexualidad arrogante, lentes oscuros y botellas de cerveza.

No solamente los bares gays se habían colado al imaginario. Kurt Cobain daba conciertos usando vestidos de encaje y concedía entrevistas a publicaciones homosexuales como Advocate o la explícitamente pornográfica Honcho. Escribía que Dios era gay. Además, Hüsker Dü, una banda muy vinculada a la contracultura gay de Estados Unidos, con guitarras masculinas, sucias, que arrebataban la respiración con su peligrosa arritmia, preñaron en muchas de las mentes que hoy forman el catálogo del grunge:

Los precursores del grunge fueron bandas de distintas partes de la geografía norteamericana, digamos REM en el sur, Hüsker Dü en el Medio Oeste o Sonic Youth en Nueva York, que prácticamente crearon de la nada un circuito alternativo al de las salas de conciertos. Nirvana se llevó el primer premio por su coyuntural mezcla de un líder guapo y atormentado. Un sonido de rock duro con espíritu indie, tonadas sencillas, contundentes y pegadizas. El videoclip de “Smells Like Teen Spirit” sería el resumen perfecto de lo que sucedió, me dice el prestigiado periodista ibérico Ignacio Julià Campos, autor de una de las biografías más entrañables de Sonic Youth: Estragos de una juventud sónica.

Yo buscaba los bares que fueron testigos del semen del movimiento. El Weathered Wall, el Moe’s Mo’Roc’n Cafe, el OFF Ramp Bar & Cafe. Desaparecidos, ya sea por la gentrificación inmobiliaria o los estragos económicos del Covid-19. “La popularidad de Seattle trajo un aumento de los alquileres que, irónicamente, perjudicó a la ciudad en su capacidad de dar tiempo libre a las personas. Ya no hay tiempo ni dinero para formar una banda”, me cuenta Bruce Pavitt.

Por suerte, unas cuadras arriba, sobre la misma calle Pike, aún seguía abierto el Linda’s Tavern. Ahí fue visto Kurt Cobain un día antes de su muerte. Después de eso, la reputación de la taberna aumentó con la misma vorágine que el corporativismo de Seattle. Ahí terminamos de ponernos pedos.

Nirvana

NOSTALGIA POR EL PESIMISMO Y LA MUERTE

El grunge siempre tuvo una vocación suicida. Cada que contemplo el videoclip de “Heart-Shaped Box” experimento un atrayente pavor ante la muerte. A diferencia de la música actual, en que el azote sentimental está vinculado a una celebración consumista de optimismo y diversidad, pienso que en Kurt y el resto de los vocalistas grunge existía una impaciencia por averiguar qué ven las pupilas luego de que el corazón deja de latir. Cuando vi “Hunger Strike” de Temple of the Dog, Andrew Wood llevaba un par de años muerto. Un pasón de heroína. En realidad, fue el primer caído del grunge. Después vinieron Kurt Cobain, Layne Staley, Scott Weiland y Chris Cornell. Todos gastándose hasta el último dólar en coherencia lírica, placer y muerte.

A todas luces, Lake Washigton es un vecindario de gente rica. Todas las casas son gigantes. Mansiones, mejor dicho. Diferentes estilos, cocheras enormes, veredas de piedra que terminan en la entrada principal. Ventanales con vista al lago. Muros de piedra. Por mi fanática insistencia, fuimos con la cruda a cuestas a la casa donde Kurt Cobain pasó sus últimos días hasta volarse los sesos. Donde efectivamente el grunge terminó.

Ese día las puertas principales estaban abiertas. Una gran excavadora amarilla hacía ruido industrial al centro del patio. Pero al lado, en una pequeña colina verde y pública, estaba la banca con los trazos sobreviviendo el paso del tiempo. La imagen de la cara feliz —difunta— que se inmortalizó en infinidad de camisetas. La frase “I have very bad posture” que ronda en la letra de “Pennyroyal Tea”. Quién sabe si hayan sido creados por los güeros dedos del mismo Kurt. En la banca había ramos de flores. Algunas marchitas.

En esa época todos teníamos MTV de fondo mientras nos regodeábamos por ser unos incomprendidos antisistema. Ser grunge era un estilo de vida, una manera de pensar, un sentimiento de orgullo por ser desalineado y contesta-tario. Antisistema, pero por MTV. Mirando hacia atrás, tal vez se trataba de una versión edulcorada del punk, con carilindos al frente de bandas y chicas de uña despintada babeando por chicos malos —reflexiona Diego Martínez Ulanosky.

Lo que me sigue gustando del grunge es su firmeza. Ninguna banda jugó con la trampa de la diversidad musical. A los Stone Temple Pilots se les acusa de traidores. Pero nadie entiende que superaron sus orígenes, jugándose el pellejo desde el hedonismo sin dejar de hacer rock. Hay guitarras y placer en la discografía de los Pilots con Scott Weiland al frente. Hoy, hasta las bandas de hardcore rabioso como Ceremony o Turnstile terminan haciendo electropop, con la versatilidad como pretexto para sus volantazos. Versatilidad, mis huevos. Las disqueras indies piden uno que otro sencillo accesible para atraer nuevas audiencias. Y consumidores que compren sus camisetas en color pastel.

Unas cuadras arriba, sobre la misma calle Pike,
seguía abierto el Linda’s Tavern. Ahí fue visto Cobain un día
antes de su muerte. Ahí terminamos de ponernos pedos

Creo que el grunge fue el último fenómeno del rock por la sencilla razón de que surgió antes de internet, es decir, con cierta dosis de misterio. Mucha gente no sabía realmente qué pasaba en Seattle y estaba intrigada. Hoy ya no hay misterio. Puedes averiguar cualquier cosa sobre cualquier persona en cualquier momento. Ése no fue el caso. Sub Pop llegó a jugar un poco con eso. Proyectar una imagen y un marco que se adaptaba a nuestras necesidades. Es decir, inventamos muchas cosas por un tiempo —abunda Bruce Pavitt.

El día estaba nublado. Especialmente frío. Aquel parque junto a la última morada de Kurt Cobain se sentía como un despistado espacio histórico. Seguro era la pinche cruda, que eran mis últimas horas en Seattle y tendría que despedirme de mis amigos. Soy puto. Por lo mismo, melodramático. Lo que sea. Pero me puse muy sentimental.

El grunge fue lo que me tocó. Lo que escuchaba en las primeras borracheras, que me sacaban hipo. Sonaba en la grabadora mientras encañonaba mis primeras chaquetas inspiradas en los hombres y la culpa. Aún recuerdo la imagen de Scott Weiland al centro del MTV Unplugged de los Stone Temple Pilots. Con una barba pelirroja sin bigote que se le acentuaba en el mentón. Abundante y grasiento cabello echado para atrás. El respingo con el que apretaba los labios mientras cerraba los ojos al cantar sobre una mecedora me ponía la verga tiesa. No tenía ni desviada idea de cómo funcionaba el sexo entre hombres, excepto que se metía por el culo. El ligue, la cachondería y la lubricación me la enseñaba Stone Temple Pilots. O bien me impulsaba a averiguarla. No sólo era su complexión física. La desesperación de sus letras. Que hablaban de sexo suicida. Travestis con armas y homosexualidad confundida. Sentí que eyacularía sólo de verlo. Eso de que Eddie Vedder era el más guapo del grunge es una conclusión buga. Esas cosas te marcan. Te arruinan de por vida.