Esto no es una pipa

Fetiches ordinarios

René Magritte, Esto no es una pipa (1928-1929). Fuente: historia-arte.com

Los días parecen contados para la pipa. El clima de prohibición y peligro llevará a que muy pronto se confunda con una flauta de humo de la que se desprende una música asmática.

Tal era la intimidad entre el fumador y la pipa que semejaba una prolongación de su aparato respiratorio, una suerte de apéndice tubular para la combustión suplementaria de sustancias estimulantes y ansiolíticas. En el apogeo comercial del instrumento, entre los siglos XVII y XIX, una pipa colgando de los labios solía ser una continuación natural del rostro, menos en el sentido de la superposición de los anteojos que como prótesis disimulada del alma.

UTENSILIO MÁS PERSONAL que el cepillo de dientes, la pipa de segunda mano abunda en los mercados de pulgas como una reliquia extraña, y al comprador no parecen importarle las capas de aliento impregnadas o las costras resecas de alquitrán. Mordisqueada y maloliente, se diría que envejeció a la par que su dueño; y quizá porque las pipas más comunes se elaboraban de espuma de mar —un mineral fibroso y blanco parecido a una esponja rígida—, algo en ellas remite al hueso, a una excrecencia del esqueleto del fumador en que cobrara nueva vida, a través del trance contemplativo y placentero, el viejo concepto griego de pneuma, entendido como espíritu o aire en movimiento. Cuando el capitán Ahab arroja al mar su vieja pipa tras descubrir que se ha esfumado su encanto, es como si se deshiciera de la parte externa de su cerebro.

A diferencia de Sudamérica y el Caribe, en donde el tabaco se fumaba arrollado en hojas (de tabaco o de otras plantas), la pipa fue un invento de los climas fríos de Norteamérica. La inclemencia del invierno llevó a la creación de hornillos portátiles, sahumerios en miniatura que a la vez que impusieron cierta distancia entre los labios y las hierbas ardientes, propiciaron una ceremonia íntima en la que el fuego debe encenderse una y otra vez, en un ejercicio de interrupción y demora, gracias al cual es posible envolverse día y noche en una nube de humo.

A pesar de que en las reservas indias perduren variantes del culto al tabaco, queda muy poco del rito ancestral que atravesaba toda Norteamérica. El pequeño artefacto de piedra humeante que pasaba de mano en mano y de boca en boca ha dado lugar a boquillas electrónicas y vaporizadores, pero en contraste con la importancia social y religiosa que llegó a tener, hoy los fumadores deben apartarse y procurar los rincones más vergonzantes para aspirar a solas su veneno.

Entre un pacto colectivo de paz y el vicio solitario de apestados hay un tobogán acelerado de quinientos años

ENTRE UN PACTO COLECTIVO de paz y el vicio solitario de chacuacos y apestados hay un tobogán acelerado de quinientos años que incluye cambios abruptos en la concepción del tabaco y sus prácticas rituales: de entenderse como una tradición comunitaria, se volvió un esparcimiento individual; de acto espiritual, se redujo a hábito cotidiano; de invocación sagrada, se resolvió en símbolo comercial. Quizá esta última sea la transformación decisiva, pues atraviesa las demás: tras simbolizar una plegaria unificada que se elevaba al cielo a través del humo compartido hasta comprometer los poderes del universo, el tabaco se convirtió en uno de los negocios más lucrativos de la modernidad naciente.

A la par que el acto mismo de fumar, la pipa sufrió una profunda metamorfosis. Como explica Neil MacGregor, exdirector del Museo Británico, las pipas americanas estaban asociadas a rituales chamánicos y generalmente se tallaban en piedra con la forma de algún animal. En La historia del mundo en 100 objetos señala que, en túmulos funerarios de hace dos mil años, se han encontrado auténticos zoológicos de pipas: nutrias, pájaros, sapos, ardillas, gatos monteses, tortugas y peces tallados que torcían su cuerpo y extremidades para dar cabida a la boquilla y la cazoleta. El fuego encendido en su dorso o directamente en la cabeza hacía que aquellos seres cobraran vida. Por lo que se sabe, la variedad de hierba que se fumaba en Norteamérica —Nicotiana rustica— tenía efectos alucinógenos, y muchas de esas pipas, con incrustaciones de gemas y piedras preciosas, debían producir el efecto de un animal humeante que mira directo a los ojos.

Aquellas pipas zoomórficas eran muy distintas de las actuales, con una cánula larga, generalmente curva, que culmina en un cuenco que se acopla a la mano en un gesto sabihondo de intelectual comprometido. Incluso difieren de las pipas rectas de madera decoradas con plumas que asociamos con los sioux y los pieles roja, y tampoco están emparentadas con los recipientes estilizados del Oriente para el opio o el hashish. Más parecidas a silbatos o amuletos, aquellas pipas fundacionales asociadas a variedades de nahualismo eran equiparables a seres vivos, animales de fuego que guiaban a la comunidad en las praderas del espíritu y fungían como tótems protectores.

Si se pudiera mostrar el célebre cuadro de René Magritte, Ceci n’est pas une pipe, a un fumador americano de hace dos milenios, coincidiría en que ese adminículo fabricado en serie, liso y sin rostro, en efecto no es una pipa, desestimando de un plumazo el juego de representaciones y trampas referenciales que se da entre el dibujo y la frase, analizado hasta la extenuación por Michel Foucault. El humo podrá resbalar como una leche sublime y aromática a través del tubo reluciente de brezo y boquilla negra, pero guarda tanto parentesco con la pipa originaria como un saxofón.

LA DESNATURALIZACIÓN de la pipa americana se aprecia en el cariz individual e introspectivo que adoptó en un personaje como Sherlock Holmes, para quien la pipa es una muleta del pensamiento, un apéndice de combustión analítica que estimula la concentración y aguza la inteligencia. A fin de resolver un caso, al detective de la silueta icónica le basta encerrarse una noche en su habitación con la ayuda de su pipa curva y una sobredosis de alcaloides.

Si bien la pipa no deja de tener una función ritual incluso en las rutinas del detective (cuando se encuentra nervioso fuma cigarrillos, y cuando lo hace por placer prefiere los habanos), representa ante todo un salvoconducto para su ostracismo, un túnel que se estrecha hacia el ensimismamiento y la precisión deductiva, despojado de cualquier fundamento cosmogónico. Y tan estrecha llega a ser la compenetración entre la boca y la pipa, entre el pensamiento y el humo azulado, que no es fácil decir quién fuma a quién: el fumador a la pipa o la pipa al fumador.

Si hay un futuro para la pipa dependerá de las ceremonias colectivas y la continuidad de comportamientos atávicos. Mientras haya un grupo de amigos que se reúna a sintonizar sus mentes en una hermandad de humo, la pipa seguirá viva; pues quizá lo decisivo de una pipa sea precisamente ese fuego tóxico que pasa de mano en mano.

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