TRADUCCIÓN ERNESTO LUMBRERAS
Rompía el vasto sueño en mi cabeza
un trueno brutal que me despertaba
como durmiente alzado con violencia;
puesto de pie, serena la mirada,
con el ojo avizor en el entorno
deseando saber dónde me encontraba.
Cierto, me hallé en el límite de un valle,
al filo de un abismo doloroso
que acogía el fragor de infinitos ayes.
Era oscuro, profundo y nebuloso
que de tanto fijar la vista al fondo
no pude distinguir ninguna cosa.
“Hora de descender al ciego mundo”,
expresó el poeta, la tez pálida.
“Yo iré primero y tú serás segundo”.
Yo, que vi su blancura, preguntaba:
“¿Cómo avanzar, si tú, quien de costumbre
calmas mis dudas, muerto estás de miedo?”.
Y él me dijo: “La angustia de la gente
que mora allá, abajo, en mi rostro
pinta una piedad que por miedo tomas.
Vamos, que nos aguarda un largo viaje”.
Entró él así y así entrar me hizo
al primer cerco que ciñe al abismo.
Allí, de cierto, lo que se escuchaba
no eran llantos, tan sólo un suspirar
que hacía estremecer el aire eterno;
era un dolor causado sin martirio
lanzado por la turba numerosa
de infantes, de mujeres y varones.
El buen maestro dijo: “¿No preguntas
qué espíritus son éstos que tú miras?
Antes de proseguir quiero que sepas
que ellos no pecaron y sus mercedes
no bastan, pues carecen del bautismo,
el portal de la fe de tu creencia;
habitaron antes del cristianismo
y a Dios no adoraron, como se debe:
yo mismo formo parte del tropel.
Por esas faltas, no por otra culpa,
perdidos somos y es nuestro castigo
vivir sin esperanza en el deseo”.
Dolió a mi corazón el oír esto
pues reconocí gente de valía,
allí, en aquel limbo suspendida.
“Dime, maestro mío, señor, dime”,
le pregunté queriendo estar seguro
de aquella fe que todo error vencía:
“¿alguno salió de aquí, bien por su obra
o por la de otros, para ser beato?”.
Y él que entendió mi frase puntillosa,
repuso: “Yo era aquí recién llegado
cuando vi surgir a un ser poderoso
con signo de victoria coronado.
Rescató el alma del primer pariente,
la de Abel, su hijo, así la de Noé,
la de Moisés, jurista y obediente,
Abraham, el patriarca, y David rey,
a Israel con su padre y con sus hijos,
con Raquel por quien tanto obraría,
y otros más a quienes hizo beatos.
Y debes de saber que después de ellos
ninguna alma humana fue salvada”.
No paramos de andar porque él hablaba,
sin embargo, cruzábamos la selva,
la selva, digo, espesa de espíritus.
Nuestro caminar no era todavía
mucho, desde aquel sueño, cuando un fuego
vi derrotar al sombrío hemisferio.
Estábamos aún un poco lejos
aunque no mucho para darme cuenta
que el lugar lo ocupaba gente ilustre.
“Oh, tú, que ciencia y arte dignificas,
¿quiénes son éstos que el honor merecen
para estar separados de los otros?”.
Él me respondió: “La gloria lograda
que de ellos se pregona donde vives,
gracia celestial toma y se les premia”.
Mientras tanto, una voz por mí oída
clamó: “Honra al altísimo poeta,
torna su sombra tras haber partido”.
Luego que la voz se contuvo muda,
cuatro sombras enormes vi venir,
en sus semblantes no había tristeza
ni alegría. El buen maestro dijo:
“Mira al que viene con espada en mano,
quien preside a los tres cual gran señor:
es Homero, poeta soberano,
el de atrás es Horacio, el satírico,
lo sigue Ovidio y al final, Lucano.
Aunque mejor conviene a cada bardo,
decir el nombre que la solitaria
voz me tributó, los cuatro me elogian”.
Así, reunida vi, la bella escuela
de aquel mi señor de sublime canto
que cual águila a todos sobrevuela.
Tras de haber cavilado un poco entre ellos,
tornaron hacia mí con un saludo
cortés que sonreír hizo a mi guía.
Después de tal honor todavía vino
otro mayor: me hicieron uno de ellos
y así entre tanto ilustre yo fui el sexto.
Así, hacia la luz, nos enfilamos
hablando cosas que callar es bello
tanto como era hablar en donde estaba.
Llegamos al pie de un noble castillo,
cercado siete veces de altos muros
y de un bello arroyuelo circundado.
Lo pasaríamos como tierra dura
y luego, con los sabios, siete puertas
cruzaría hasta un prado verde y fresco.
Gente había allí de mirada grave,
de gran autoridad en sus semblantes,
quienes hablaban poco y con voz suave.
Nos movimos hacia uno de los bordes,
un sitio abierto, luminoso y alto,
donde mirar a todos se pudiera.
Allá, de frente, sobre el verde esmalte
se me mostraron los magnos espíritus,
tal que de haberlos visto aún me exalto.
En vasta compañía vi a Electra,
Héctor y Eneas entre mis conocidos,
César armado y con ojos rapaces.
Vi a Camila, vi a Pentesilea;
en un aparte estaba el rey Latino
sentado allí con su hija Lavinia.
Vi al tal Bruto, el que expulsó a Tarquino,
a Lucrecia, Cornelia, Marcia y Julia
y solo, en un rincón, vi a Saladino.
Tuve que alzar un poco las pestañas
para ver al maestro de los sabios,
sentado en filosófica familia.
Todos lo miran, todos lo halagan;
vi entonces a Platón y luego a Sócrates
más cerca de él que los demás filósofos;
Demócrito, ferviente del azar
en el mundo, Zenón, Tales y Heráclito,
Diógenes, Anaxágoras y Empédocles;
y vi al buen recolector de plantas,
es decir, a Dioscórides, y a Orfeo,
Tulio y Lino y al moralista Séneca;
el geómetra Euclides, Tolomeo,
Hipócrates, Galeno y Avicena,
y Averroes, autor del gran Comento.
A todos no podría referirlos,
pero si me arrojó este largo tema
infinito, diré mucho con poco.
Dividido queda nuestro sexteto:
Por otra vía me condujo el sabio,
fuera de la calma, en el aire trémulo,
para llegar a donde nada alumbra.