TRADUCCIÓN JOSÉ HOMERO
La tarde era calurosa y en el vagón del tren reinaba el bochorno. Faltaba casi una hora para arribar a la siguiente parada, Templecombe. En el compartimento viajaban una niña pequeña, otra niña aún más pequeña y un niño también pequeño. Una señora, tía de los niños, ocupaba el asiento de una esquina; mientras que en el extremo opuesto se encontraba un hombre soltero, ajeno al grupo. Niñas y niño habían invadido todo el compartimento. La señora y los niños conversaban de manera limitada pero persistente, recordando la insistencia de una mosca que aunque se le ahuyente se niega a retirarse. La mayoría de los comentarios de la tía empezaban por “No”, y casi todos los de los niños con “¿Por qué?”. El soltero observaba en silencio.
—No, Cyril, no —exclamó la tía cuando el niño empezó a golpear los coji-nes del asiento, levantando una nube de polvo con cada golpe—. Mira, asómate por la ventanilla —añadió.
El niño se acercó a la ventanilla, sin entusiasmo.
—¿Por qué están sacando a esas ovejas de ese campo? —preguntó.
—Supongo que para llevarlas a otro campo con más hierba —respondió la tía sin convicción.
—Pero si ahí hay montones de hierba —protestó el niño—; todo lo que hay es hierba. Tía, en ese campo hay montones de hierba.
—Tal vez la hierba del otro campo sea mejor —sugirió la tía tercamente.
—¿Por qué es mejor? —fue la inmediata y previsible nueva pregunta.
—¡Oh, mira esas vacas! —exclamó la tía.
Durante todo el trayecto habían pasado por campos llenos de vacas o toros, pero lo dijo como si fuera algo inusitado.
—¿Por qué es mejor la hierba del otro campo? —insistió Cyril.
El ceño del soltero se fue frunciendo poco a poco. La tía decidió, para sí, que era un hombre amargado y hostil. En cuanto a ella, resultaba evidente su incapacidad para responder sensatamente sobre la hierba del otro campo.
—No parece que tenga mucho éxito como cuentista —dijo el soltero desde su rincón. Ante la acusación, la tía reaccionó a la defensiva.
—Es difícil contar historias que los niños puedan apreciar
La niña más pequeña halló una forma de distraerse recitando “De camino hacia Mandalay”. Aunque únicamente conocía el primer verso, le sacó el mayor jugo posible. Lo repetía una y otra vez con una voz soñolienta, pero resuelta y bien audible; al soltero le pareció que seguramente habría apostado con alguien a que no sería capaz de recitar la frase dos mil veces sin parar. Quienquiera que fuera su contrincante, estaba a punto de perder.
—Acérquense aquí y escuchen mi historia —dijo la tía tras percatarse de que el hombre ya la había mirado en dos ocasiones y en otra al timbre de emergencia.
Los niños se desplazaron apáticamente hacia el rincón donde estaba la señora. Era evidente que no valoraban en gran cosa el talento narrativo de su tía.
Con voz baja y discreta, que interrumpían a cada rato las preguntas fastidiadas e impacientes que sus escuchas formulaban a gritos, comenzó una historia desabrida y con una lastimosa carencia de interés sobre una niña que era buena y que como era tan buena tenía muchísimos amigos, y que, al final, fue salvada de un toro furibundo por una multitud que la socorrió porque admiraba su bondad.
—¿No la habrían salvado si no hubiera sido buena? —preguntó la mayor de las niñas.
Era exactamente la pregunta que habría querido hacer el soltero.
—Bueno, sí —admitió la tía a regañadientes—. Pero no creo que la hubieran socorrido tan deprisa si no la hubieran querido tanto.
—Ésa es la historia más tonta que he oído —dijo con vehemencia la niña mayor.
—Es tan estúpida que sólo escuché el principio —dijo Cyril.
La niña más pequeña no hizo ningún comentario, pero hacía rato que había vuelto a la recitación incansable de su verso favorito.
—No parece que tenga mucho éxito como cuentista —dijo de improviso el soltero desde su rincón.
Ante la acusación inesperada, la tía reaccionó a la defensiva.
—Es muy difícil contar historias que los niños puedan entender y apreciar —sentenció pedantemente.
—No estoy de acuerdo con usted —dijo el soltero.
—Entonces sería mejor que nos contara un cuento —reviró la tía.
—Sí, cuéntenos un cuento —pidió la niña más grande.
—Érase una vez —comenzó el soltero— una niña pequeña llamada Berta que era extremadamente buena.
El interés instantáneo que los niños habían sentido comenzó a vacilar en seguida; todas las historias se parecían terriblemente, sin importar quién las contara.
—Hacía todo lo que le mandaban, decía siempre la verdad, cuidaba su ropa para no ensuciarse, comía frutas y verduras en vez de frituras y dulces, aprendía sus lecciones perfectamente y era complaciente con todos.
—¿Era bonita? —preguntó la mayor de las niñas.
—No tanto como cualquiera de ustedes —respondió el soltero—, pero era espantosamente buena.
Una ola de reacción favorable sucedió; la palabra “espantosa” unida a bondad era algo realmente nuevo. Parecía añadir el toque de sinceridad que faltaba en los relatos de la tía.
—Era tan buena —continuó el soltero— que ganó varias medallas por su bondad, y siempre las tenía prendidas en el vestido. Tenía una medalla por obediencia, otra por puntualidad y una tercera por buen comportamiento. Eran unas medallas grandes de metal, y tintineaban una contra otra cuando caminaba. Ningún otro niño de la ciudad en la que vivía tenía esas tres medallas, así que todos sabían que debía de ser una niña extraordinariamente buena.
—Espantosamente buena —recordó Cyril.
—Como todos hablaban de su bondad, las noticias llegaron al príncipe de ese país, quien decidió que dado que era tan buena, deberían invitarle a pasear, una vez a la semana, por su parque, que estaba justo afuera de la ciudad. Era un parque muy bonito y nunca se había permitido la entrada a niños, por lo que para Berta la invitación resultó un gran honor.
—¿Había alguna oveja en el parque? —preguntó Cyril.
—No —dijo el soltero—, ahí no había ovejas.
—¿Por qué no había ovejas? —llegó la pregunta inevitablemente ligada a la respuesta.
Entonces la tía sonrió con una especie de mueca.
—En el parque no había ovejas —dijo el soltero— porque, una vez, la madre del príncipe soñó que su hijo era asesinado tanto por una oveja como por un reloj de pared que le caía encima. Por esa razón, el príncipe no tenía ovejas en el parque ni relojes de pared en su palacio.
La tía tuvo que contener un grito de admiración.
—¿El príncipe fue asesinado por una oveja o por un reloj? —preguntó Cyril.
—Todavía está vivo, así que aún no podemos decir si el sueño se hará realidad —dijo el soltero—. De todos modos, aunque no había ovejas, sí había muchos cerditos corriendo por todo el parque.
—¿De qué color eran?
—Negros con la cara blanca, blancos con manchas negras, totalmente negros, grises con manchas blancas y algunos eran totalmente blancos.
El contador de historias se detuvo para que los niños imaginaran los tesoros del parque; después prosiguió:
—Berta lamentó mucho que el parque no tuviera flores. Había prometido a sus tías, con lágrimas en los ojos, que no arrancaría ninguna de las flores del príncipe y estaba decidida a mantener su promesa por lo que, naturalmente, se sintió tonta al ver que no había flores para coger.
—¿Por qué no había flores?
—Porque los cerdos se las habían comido todas —contestó el soltero sin vacilar—. Los jardineros le habían dicho al príncipe que no podía tener cerdos y flores a la vez, así que decidió tener cerdos en lugar de flores.
La elección del príncipe encantó a los niños; la mayoría habría decidido lo contrario.
—En el parque había muchas otras cosas deliciosas. Había estanques con peces dorados, azules y verdes, y árboles con hermosos loros parlanchines, y colibríes que cantaban todas las melodías de moda. Berta caminó arriba y abajo, disfrutando inmensamente, y pensó: “Si no fuera tan extraordinariamente buena, no me habrían permitido venir a este maravilloso parque y disfrutar de todas sus maravillas”. Mientras caminaba, sus medallas chocaban entre sí y el sonido le recalcaba lo buenísima que era. Justo en aquel momento, había entrado a merodear un enorme lobo deseoso de atrapar algún cerdito gordo para su cena.
—¿Por qué no había flores?
—Porque los cerdos se las habían comido todas. Los jardineros le habían dicho al príncipe que no podía tener cerdos y flores a la vez, así que decidió tener cerdos
—¿De qué color era? —preguntaron los niños, con un súbito aumento de interés.
—Era completamente del color del barro, con una lengua negra y unos ojos de un gris pálido que brillaban con inexplicable ferocidad. Lo primero que vio en el parque fue a Berta; su delantal blanco y limpio estaba tan inmaculado que se avistaba desde muy lejos. Berta vio al lobo, vio que se dirigía hacia ella y empezó a desear que nunca le hubieran permitido entrar en el parque. Corrió todo lo que pudo y el lobo la siguió dando enormes saltos y brincos. Ella consiguió llegar a unos matorrales de mirto y se escondió en uno de los arbustos más espesos. El lobo se acercó olfateando entre las ramas, su negra lengua le colgaba de la boca y sus ojos gris pálido brillaban de rabia. Berta estaba terriblemente asustada y pensó: “Si no hubiera sido tan buena ahora estaría a salvo en la ciudad”. Sin embargo, el olor de los arrayanes era tan fuerte que el lobo no pudo olfatear dónde estaba escondida, y los arbustos eran tan espesos que podría haberla buscado infructuosamente durante horas, así que decidió mejor retirarse y cazar un cerdito. Berta temblaba tanto al tener al lobo merodeando y olfateando tan cerca de ella que la medalla de obediencia chocaba contra las de buena conducta y puntualidad. Apenas se había retirado cuando el lobo oyó el retintín de las medallas y se detuvo para escuchar; volvieron a sonar en un arbusto cercano. Se arrojó dentro, con los ojos gris pálido brillando de ferocidad y triunfo, sacó a Berta de allí y la devoró hasta el último bocado. Todo lo que quedó de ella fueron sus zapatos, retazos de ropa y las tres medallas de la bondad.
—¿Mató a alguno de los cerditos?
—No, todos escaparon.
—La historia empezó mal —dijo la más pequeña de las niñas—, pero ha tenido un final bonito.
—Es la historia más bonita que he escuchado nunca —dijo la mayor de las niñas, con gran convicción.
—Es la única historia bonita que he oído nunca —dijo Cyril.
La tía expresó su desacuerdo.
—¡Es una historia de lo menos apropiada para explicar a niños tan pequeños! Ha arruinado años de cuidadosa enseñanza.
—De todos modos —dijo el soltero, recogiendo sus pertenencias, listo para apearse—, los he mantenido tranquilos durante diez minutos, que es mucho más de lo que usted pudo.
“¡Infeliz! —se dijo mientras bajaba al andén de la estación de Templecombe—. ¡Durante los próximos seis meses esos niños la asaltarán en público pidiéndole una historia impropia!”.