El saber con(s)ejo

Resulta prácticamente imposible hablar de Saki, el escritor inglés, al margen de su relación con esa vertiente de la literatura británica que es el humor. Su sentido liberador de la comicidad favoreció la agudeza y la ironía distintivas de su obra. Presentamos la nueva traducción a una de sus piezas emblemáticas, así como el prólogo a la antología de narrativa infantil elaborada por José Homero, que pronto circulará con el sello de Ediciones Municipales del Ayuntamiento de Xalapa, Veracruz, bajo el título ¡Otra vez! Cuentos para repetir.

Saki (Hector Hugh Munro, 1870-1916).
Saki (Hector Hugh Munro, 1870-1916). Fuente: diario10.com.ar

Es una tarde calurosa. En un gabinete de ferrocarril viajan tres niños acompañados de su tía y un joven soltero, ajeno por completo a la pandilla. Para distraer al más pequeño —también el más inquieto—, la señora le señala el paisaje tras la ventanilla. Sin embargo, incapaz de responder a la pregunta, inteligente y oportuna como suelen ser las de los niños, de por qué retiran las ovejas del campo, la atribulada tutora busca otra forma de entretenimiento.

Concibe entonces contar las andanzas de una niña buenísima, a quien todos adoran y por ello salvan al final. Nuevamente sus escuchas formulan preguntas tan astutas como irresolubles para una fabuladora torpe, y por ello debe soportar que califiquen su historia como la más tonta que han oído; “tan estúpida” que sólo escucharon el principio.

Mucho se ha repetido aquella máxima atribuida a Voltaire de que el único estilo a evitar es el aburrido. Instruir o deleitar pareciera el aparato por el que circula el tren literario infantil. Frente al cambio de agujas de la ramificación, cabría seguir las vías del placer, pues si la anécdota no provoca interés, de nada servirá un cargamen-to de buenas intenciones. Lección que se desprende de "El contador de historias", un auténtico ejemplo de arte narrativo. Por supuesto, los más pequeños no apreciarán los consejos de poética del cuento de Saki, aunque al igual que los niños fascinados por el astuto narrador, adorarán que los desafíe mediante la decepción, el cambio de expectativas. Del relato, lo que fijará la atención del travieso niñito, al punto de que literalmente se aprenderá la frase, será el insólito adverbio que acompaña al adjetivo: “espantosamente buena”. La tía, en cambio, se había limitado a tildar a la protagonista de “buena, buena”. Otra decepción —para beneplácito del auditorio—: las virtudes de la niña causan consecuencias, pero no positivas. O sí. Depende de quién juzgue. Es claro que para los sobrinos, de gusto estragado por apólogos moralizantes, el desenlace es tan deleitoso que la proclamarán “la historia más bonita” jamás escuchada.

TAMPOCO ES CASUALIDAD que Alicia se aburra a la orilla del río, que haya calor, ni que el libro que lee su hermana —un volumen sin dibujos ni diálogos— le parezca falto de interés y termine cabeceando. Niños ingleses y victorianos, estos excursionistas —los del tren y la niña en el País de las Maravillas— obedecen toda suerte de normas, lecciones y horarios estrictos. De ahí que el remedio para el tedio sean narraciones sostenidas mediante la magnética atracción del lenguaje, del jolgorio juglaresco que cautiva tanto por las expresiones como por las fantásticas, absurdas y perturbadoras peripecias que alteran el rígido andamiaje del mundo, aunque un conejo corra de un lado a otro con reloj en mano. Por ello, ante el dilema de regirme por el juicio propio de un adulto adusto, o de andarme por las ramas como cuando era un rampante rapazuelo, he preferido inclinarme sobre el tronco del robusto árbol de los cuentos y seguir a tío Conejo y sus consejos, no siempre prudentes pero sí sagaces. Ya lo decía Benjamin: “En todos los casos, el que narra es un hombre que tiene consejos para el que escucha”. Y si, como sentencia Fernando Savater, lo único inapelable y verdaderamente instructivo del relato es el deleite mismo, esta selección sigue el gusto del niño que fui.

¡Otra vez! Cuentos para repetir reúne desde leyendas hasta relatos folclóricos que sustentan la memoria infantil —los retomados por los Perrault, los Grimm, los Andersen—; tanto fábulas antiquísimas como estampas y viñetas en principio ajenas a los niños pero que ellos disfrutan al grado que las convirtieron en clásicos de la infancia —de Renard, de Arreola, de Juan Ramón—; e igualmente cuentos de grandes autores escritos especialmente para niños —Oscar Wilde, Isaac Bashevis Singer, Tolstói—; y de quienes, gracias a sus historias infantiles, hoy son reputados grandes autores, como Gianni Rodari.

Mucho se ha repetido aquella máxima atribuida a Voltaire de que el único estilo a evitar es el aburrido. Instruir o deleitar pareciera el aparato por el que circula el tren literario infantil

AUNQUE A NO POCOS doctos adultos les parezca un disparate guiarse por el gozo —a muchos señores, todo lo divertido les parece sospechoso—, lo cierto es que estudiosos y pedagogos parten del principio del placer.

Al respecto, Enzo Petrini enumeró entre las principales —y primeras— características del género que sus obras fueran divertidas y apasionantes... Y al final algo dijo también sobre las ilustraciones, acaso recordando la vocecita de Alicia: ¿De qué sirve un libro sin dibujos ni diálogos? Empero, no es el único valor que aquí se atiende. La condición literaria es asimismo primordial, más que la infantilidad que en ocasiones se torna infantilismo. Ante el estira y afloja que pareciera proponerse descoyuntar la literatura infantil, dejando la literatura por un lado y lo infantil por el otro, me inclino porque los textos sean ante todo literarios. No sorprenda, entonces, que esta obra, además de entretener, persiga iniciar al pequeño lector en el gusto por la literatura mediante la fascinación.

Heinrich Hoffmann, médico y autor de uno de los clásicos infantiles predilectos en la Alemania del siglo XIX, respondió a su editor, quien lamentaba que los volúmenes de Pedro Melenas terminaran desmelenados: “Los libros infantiles existen para ser rotos”. Lo cual revela justamente que en vez de abordarlos con la reverencia que exigen tratados y diccionarios hay que disfrutarlos y convertirlos en nuestros camaradas.

LA LITERATURA es un juego y nosotros jugamos con ella. Por eso, ante los tomos a los que nos acercamos con temerosa deferencia —de hecho, con tanto tacto como si fueran enfermos contagiosos—, todo auténtico libro infantil ha de terminar roto, con las huellas de los ávidos deditos en sus páginas, y no pocas veces desencuadernado. Como esos inolvidables juguetes desgastados, que sin embargo atesoramos, a través de sus achaques el libro revelará, a quien sepa leerlo, el tiempo que nos ha acompañado, las aventuras que hemos vivido. Sean, pues, bienvenidos a estos cuentos para repetir y pedir con apetito insaciable: “¡Otra vez!”.