Esperar la muerte no es para todos. Algunos corren tras ella desde una edad temprana, otros son más pacientes. El filósofo y escritor francohelvético Roland Jaccard (Lausana, 1941-París, 2021) profesó un esmerado culto a la muerte desde su primera juventud. El pasado 20 de septiembre por la mañana puso fin a sus días en su apartamento parisino, apenas unos días antes de convertirse en octogenario. Quienes lo conocieron o leyeron saben que no fue un acto improvisado. A sus ojos, la posibilidad de elegir el momento de terminar nuestro paseo por la existencia era considerado como el acto de dignidad suprema, además de una suerte de tradición familiar, pues tanto su padre como su abuelo abandonaron la vida de la misma forma.
Fue autor de más de cuarenta obras, entre ellas novelas, ensayos, diarios íntimos, compendios de aforismos y un manga. Dedicó su vida a la literatura como escritor, editor y periodista cultural. Menciono aquí los títulos disponibles por el momento en español: Manifiesto por una muerte digna, en coautoría con Michel Thévoz (Kariós), El hombre de los lobos (Gedisa), Freud (Ariel), Retorno a Viena y Cioran y compañía (éstos dos en Moho). Todos comparten la elegancia expresiva, economía de lenguaje, capacidad introspectiva y un sentido del humor tan cáustico como vital.
De alguna manera, su muerte es uno de los últimos clavos al ataúd del siglo XX. De madre judía vienesa y padre franco-suizo, se crió en Lausana, en la parte francófona suiza, donde hizo estudios universitarios que luego complementó en Viena y París. Tuvo una formación de psicoanalista, aunque una aún más sólida en la iconoclastia. A los 25 años se mudó a París y adoptó esta ciudad como propia. Después de su tesis doctoral sobre la pulsión de muerte en Melanie Klein, se encargó de la sección psicoanalítica de Le Monde y se convirtió en director de la colección Perspectives Critiques de Presses Universitaires de France. Esto lo llevó a relacionarse con grandes personalidades de su época, como Michel Foucault, Thomas Szasz y Emil Cioran.
A pesar de una inclinación calvinista hacia el trabajo (reflejada en su vasta obra), sus actividades favoritas fueron labrar cuidadosamente la ironía, así como un nihilismo y un hedonismo propio. Una mezcla tan afortunada como original, fiel a principios que no provenían de una generación o convención.
LO CONOCÍ EN PERSONA en el Café de Flore, en París, donde me señaló las mesas que frecuentaron Emil Cioran, Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir en la ocupación alemana de la capital francesa. Mientras sorbía su té verde también me habló sobre Otto Weininger, Karl Kraus, Stefan Zweig y Louise Brooks. Era un alma ecléctica, tan interesado por la literatura japonesa como en los polemistas vieneses del siglo XIX y los diaristas franceses.
Al principio le sorprendió un poco el hecho de que lo citara un mexicano de poco más de veinte años para proponerle traducir sus textos, pues a pesar de su disposición cosmopolita, América Latina le parecía un horizonte cultural lejano. Sin embargo, lo tomó como un signo curioso del destino y cada vez que yo pasaba por aquella ciudad nos reuníamos a cenar en el restaurante japonés Chez Yushi, en el barrio de Saint-Germain-des-Prés. Ese lugar era una extensión de su cocina, pues además de ofrecer un menú con su nombre tenía su propia silla, que emulaba la de un director de cine, con su apodo —Jaccardo— escrito en grandes letras negras junto a la bandera suiza. Fue allí la primera vez que lo entrevisté ante una cámara y donde me presentó a personajes de las letras francófonas tan variadas como Frédéric Schiffter, Frédéric Pagès, Steven Sampson y Marie Céhère —su pareja y joven escritora.
Recuerdo su proclividad a la risa y su entusiasmo por las puntadas oscuras. Su sensibilidad rebasaba por mucho los lími-tes de la corrección política y no le faltaban detractores por sus puntos de vista sobre las relaciones humanas, el deseo, el erotismo y la política internacional. Se consideraba a sí mismo como el hijo putativo del filósofo y príncipe del diletantismo, Emil Cioran, lo cual lo absolvía de cualquier modelo de pensamiento sistemático. Consideraba la contradicción como una fuente siempre renovada de sabiduría.
En el Café de Flore, en París, me señaló las mesas que frecuentaban Cioran, Sartre y De Beauvoir en la ocupación alemana
También era un apasionado del budismo y el taoísmo. Las filosofías orientales, como la de Lao Tse, le parecían más sofisticadas en sus sistemas de valores que cualquier religión. Recuerdo una frase que me espetó en una entrevista y que puede resumir su visión moral del mundo: "Si te gritan en la calle, da las gracias de que no te hayan golpeado. Si te golpean, agradece el hecho de que no te hayan matado. Si te matan, toma como una bendición que hayas podido salir de este mundo tan horrible".
Intercambiamos correspondencia durante casi diez años, ya fuera para presumirme a alguna joven cuya compañía gozaba o enviar-me sus nuevas publicaciones. Traduje un par de libros de él, así como artículos y aforismos. La intimidad entre escritor y traductor no es poca cosa. No conozco otra forma más intensa y delicada de rendir un homenaje. Cuando le consultaba sobre alguna frase o le pedía alguna información que le parecía demasiado técnica, me respondía: “Sigue tu intuición y no te equivocarás, pero sobre todo toma en cuenta que nada de esto es muy importante”. Era un hombre sabio.
CUANDO VUELVA A PARÍS buscaré las huellas de un amigo que tuvo el valor de vivir y morir co-mo le pareció digno. Si la literatura no tiene algo que ver con esto, entonces no es absolutamente nada. Su persona me acompañará en los recuerdos, aquella patria de fantasmas. También quedan otros de sus libros por traducir, lo cual me tomará lo que me quede de vida. Y bueno, tendremos eternamente pendiente una partida de ping-pong en el Lausa-nne Palace bajo un sol de mediodía, junto a una piscina poblada de criaturas del verano.
Descansa en paz, querido amigo, los dolores de este mundo ya no te conciernen y al fin eres libre.