El largo y caluroso verano de 1991 fue la chispa precisa para reunir una serie de furias individuales y convertirlas en remolinos colectivos que cambiaron la vida de miles de personas en el mundo.
¿A quiénes recordamos y a quiénes olvidamos cuando registramos la historia de la cultura popular? Los procesos de remembranza y olvido son siempre dispares al tratarse de las mujeres, quienes son usualmente borradas de los recuentos históricos, ya sea por desconocimiento, o bien por el prejuicio de que la importancia de sus trabajos es menor que la de su contraparte masculina. El movimiento riot grrrl, que corre paralelo al auge comercial del grunge, no fue la excepción.
¿Dónde trazar los orígenes del riot grrrl? En la resaca del régimen de Reagan, la lucha por la justicia reproductiva y el derecho al aborto. La primera vez que el término se utilizó fue en el contexto de la escena punk de ciudades como Olympia y Washington, D. C. Es un término acuñado en colectivo por Jen Smith de Bratmobile y Tobi Vail de Bikini Kill. Jen aportó el girl riot, la furia de las chicas, y Tobi el dardo envenenado de usar el vocablo grrrl, como una variación humorística frente al uso de palabras de imposible ortografía y pronunciación, como womyn, uno de muchos términos alternativos que surgieron desde el feminismo. El primer fanzine llamado Riot grrrl —con Madonna en la portada, los brazos levantados en señal de victoria y las tiendas como Gap atascadas con camisas de franela— contenía instrucciones para rajarle las llantas a las patrullas.
Lo que importaba era apropiarse de todo: recuperar palabras como slut (puta) o el uso de girl (niña) sin condescendencia, con sorna. Usar sus cuerpos para escribir en ellos y marcarse para poder reconocerse entre ellas.
CUATRO SEMANAS ANTES de que Nevermind les explotara a todos en plena cara, Olympia, en el estado de Washington, sería la sede del IPUC (International Pop Underground Convention), un festival auspiciado por la prestigiada K Records de Calvin Johnson, y la expectativa a su alrededor era tremenda por tratarse de un festival que invitaba a experimentar. Nirvana, y Cobain en particular, eran fans de todo lo que hiciera K Records, pero como nadie en la organización quería tener nada que ver con los sell outs —las bandas que se vendieron a cambio de éxito comercial—, su participación fue denegada. El festival detonó lo que simplemente estaba ya en marcha: la presencia de las mujeres en los escenarios. La primera de seis noches de la convención se tituló Love Rock Revolution Girl Style Now!
En aquella convención tocó por primera vez Heavens to Betsy, primer grupo de Corin Tucker, quien luego formaría parte de Sleater-Kinney. También Bikini Kill, la banda de Kath-leen Hanna, Tobi Vail, Kathi Wilcox y Billy Karren, producidas por un maravillado Ian MacKaye, de Fugazi. Otra banda participante, Bratmobile, formada por Allison Wolfe, Erin Smith y Molly Newman, fue una reacción alérgica en clave punk al feminismo académico en medio del que sus integrantes se conocieron.
En contraste con el grunge, el Riot grrrl no ha muerto. El interés se mantiene. Sigue siendo una actitud frente al mundo
RIOT GRRRL fue un movimiento que funcionó como una especie de concepto total, sin editor, sin posiciones ni consenso. Sólo les unía la promesa de un lugar donde expresarse por sí mismas sin censura, todo mezclado con una furia por la reivindicación y la reapropiación.
Creció y pronto llegó a revistas juveniles como Seventeen o Sassy, pero también a las musicales, como Spin. En un momento tan hirviente y rabioso, las fisuras comenzaron a evidenciarse. Algunas no querían tener nada que ver con la prensa. Otras estaban ávidas del reconocimiento mediático. Tanto el grunge como el riot grrrl compartieron la autorreflexión. La introspección era la moneda de cambio de la juventud que en ese momento sentía que su futuro se estaba deslizando de sus manos.
Esa autoconciencia dio lugar, quizás, a la primera generación de músicos woke, quienes despertaban de las atrocidades que sus gobiernos y sociedades cometían, al tiempo que se enredaban en las primeras conversaciones multitudinarias sobre identidades sexuales y corrección política, miedo al ostracismo por hacer o decir las cosas incorrectas. Los espacios que se construyeron terminaron por diluirse en medio de estas discusiones.
La escena riot grrrl fue una influencia decisiva en la cultura popular, no sólo por la inspiración que Kurt Cobain tomó de Kathleen Hanna al volcar su frase “(Kurt) Smells Like Teen Spirit” —en la canción más popular de la década—, sino por el modo en que la música comenzó a entretejer sus hilos de modo definitivo con los movimientos identitarios que animaban las vidas de las personas que formaban los grupos. Desde luego, se convirtió también, como un signo más de sus múltiples contradicciones, en una etiqueta para vender identidad juvenil corporativa de mierda, en palabras de Tobi Vail.
Mientras el grunge imponía la moda de la franela, el girl power era arrebatado de las manos que hacían los fanzines para ponerlo en boca de las Spice Girls. Las bandas que nutrieron la etiqueta del grunge tuvieron siempre el ojo puesto en el éxito comercial, mientras que las riot grrrls buscaban conseguir espacios donde las mujeres pudieran sincerarse sin temor a ser abucheadas.
EL TÉRMINO se dio por muerto antes de que finalizara la década de los años noventa, pero sus ideas influyeron la vida de infinidad de cineastas, escritoras, músicas y activistas a través de crónicas, fanzines, discos y documentales.
En contraste con el grunge, el riot grrrl no ha muerto. El interés se mantiene. Fue y sigue siendo una actitud frente al mundo, un disfraz que es posible encontrar en los pasillos de un supermercado, una etiqueta envejecida pero revitalizada por la urgencia de muchos de los temas en su agenda, que veinte años después sigue siendo un asunto por resolver.