La literatura más inútil: los relatos del duelo

Un rasgo compartido por las narraciones que son tema de este ensayo es la vocación de retener, con los recursos de la literatura, la presencia de seres entrañables que se han ido.El impulso apremiante que orilla a sus autores a esta búsqueda se opone al arrasamiento de la pérdida y acude a los únicos medios que encuentra para intentar un alivio: la escritura y la memoria. Se trata de un puñado de obras que sobresalen no por su tema sino por la intensidad, la potencia de su expresión.

Gabriel (1927-2014) y Mercedes (1932-2020).
Gabriel (1927-2014) y Mercedes (1932-2020). Fuente: prensa.com

No hay ninguna literatura tan apremiante y a la vez inútil como la del duelo. En ella, inevitablemente, el escritor formula las preguntas esenciales que la literatura desde siempre se ha planteado y que sigue, en vano y prodigiosamente, sin responder: ¿qué es la muerte?, ¿cómo podemos enfrentarla?, ¿quiénes fueron nuestros seres queridos?

Por si fuera poco, la literatura del duelo, todavía empañada por la tristeza, emprende una rebelión ante las más definitivas leyes de la existencia e intenta que la memoria prevalezca frente al olvido y que de tanta muerte se rescate un poco de vida. Fracasa, por supuesto, pero el solo gesto de escribir sobre el muerto querido, además de un ejercicio catártico, es una venganza contra su desaparición y un gesto de gratitud por haber podido compartir con él las mañanas más luminosas y las noches más oscuras.

Desde siempre se ha escrito sobre la muerte de un ser querido, y los ejemplos, antiguos y modernos, son innumerables, empezando por las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique. No hay experiencia más universal y repetida, y qué más da si en el fondo toda muerte es igual; para los deudos, la muerte del ser amado será única, irrepetible y extraordinaria, la única de verdad catastrófica en la historia de la humanidad. Sucede lo mismo con los libros del duelo: todos cuentan con exactitud la misma historia y cada uno es único e irrepetible. Puede variar el estilo, pero la intentona es la misma, así como la inevitable derrota.

A pesar de las apariencias y las noticias, nuestro tiempo es igual a cualquier otro y sabemos tan poco de los grandes misterios como el que más. Por ello se sigue escribiendo esta clase de literatura, porque nuestros seres queridos se siguen muriendo y no sabemos qué hacer, salvo intentar entender y consolarnos a través de la engañosa pervivencia de la palabra escrita frente a la fugacidad de la vida.

En la presente lectura de los relatos del duelo, haremos un repaso por algunas de las obras que se han escrito en lo que llevamos del siglo, más algún clásico ineludible. El resultado, terrible y conmovedor, es un conjunto que aglutina a hijos lamentándose por la pérdida de su padre o de su madre, a madres llorando el suicidio de sus hijos y a hermanos menores deshechos ante la muerte del hermano mayor. De esa forma, estos libros permiten leerse como uno solo, pues siguen el mismo esquema y vuelven, desoladoramente, a los mismos temas, con lo que componen, así, un tratado sobre la muerte. Después de todo, una muerte es todas las muertes, y viceversa.

José María Pérez Gay (1944-2013).
José María Pérez Gay (1944-2013).

LA ESCRITURA INELUDIBLE

El último eslabón de esta serie (seguramente, no por mucho tiempo) es Gabo y Mercedes: una despedida, de Rodrigo García, uno de los hijos de Gabriel García Márquez, escrito originalmente en inglés pero que, por las muertes que relata, podríamos inscribir en nuestra tradición. En algún punto de su relato, el escritor de la literatura del duelo se pregunta por qué lo escribe y se cuestiona si no está mancillando la memoria del fallecido. Más allá de consideraciones morales, la escritura es ineludible y, aunque a veces cueste aceptarlo, el libro se empieza a escribir desde que el doliente entiende que su ser querido ha empezado a morirse. Así lo plantea Rodrigo García en las primeras páginas de su libro, como un reproche a sí mismo y una rendición frente a lo inevitable:

Escribir sobre la muerte de un ser querido debe ser casi tan antiguo como la escritura misma, y sin embargo, cuando me dispongo a hacerlo, instantáneamente se me hace un nudo en la garganta. Me aterra la idea de tomar apuntes, me avergüenzo mientras los escribo, me decepciono cuando los reviso [...] Pe-ro, como suele ocurrir con la escritura, el tema lo elige a uno, y toda resistencia sería inútil.

Más insolente es la actitud de Julián Herbert en Canción de tumba, donde narra la muerte de su madre quizás como una excusa para rememorar la vida con ella. En este caso, la escritura ya no es posterior a la muerte, sino simultánea a su meticuloso mecanismo, que Herbert observa en directo y, en un cínico y tierno work in progress que durará lo que la agonía de su madre, describe en tiempo real:

Estoy en la habitación 101 del Hospital Universitario de Saltillo escribiendo casi a oscuras. Escribiendo con los dedos en la puerta. Mi personaje yace yonkeado a causa de la Leucemia Mielítica Aguda (LMA, la llaman los doctores) mientras yo recopilo sus variaciones más ridículas. Su ceño fruncido en la penumbra reprueba tácitamente el destello de mi laptop mientras añora en sueños, quizá, la ternura asexuada de sus hijos.

Lo mismo sucede en El cerebro de mi hermano, de Rafael Pérez Gay, quien cuando entiende que su hermano mayor va a morir en cualquier momento, se refugia en la escritura, o más bien, la reta: “Desde entonces supe que escribiría este informe, un poco para despedirlo de este mundo, para sentirlo cerca antes de que desapareciera para siempre”. El caso de los hermanos Pérez Gay es especialmente sugerente, pues —ambos escritores, al fin y al cabo— siempre habían mantenido un vínculo especial a través de la palabra. La víspera de que el hermano mayor partiera rumbo a Alemania a estudiar literatura y filosofía germánicas, el hermano menor aprendió a leer, sellando así un pacto literario y fraternal cuyo último producto —evidencia de la unión y de la separación— es este libro tremendo.

Como si el deterioro físico no fuera ya crueldad suficiente, Rafael Pérez Gay presencia aterrado el deterioro mental de su hermano, quien vive la pérdida de la capacidad de leer como la peor parte de su dolencia. Al padecer una enfermedad neurológica, José María Pérez Gay fue perdiendo una a una las habilidades mentales —ésas que nos hacen seres humanos—, de la memoria a la palabra. No es una casualidad que el hermano menor recuerde que el mayor fue un gran traductor del alemán, quien introdujo en México, entre muchos otros autores, a Elias Canetti. Y es que, en una ironía brutal que sólo se le puede ocurrir a la muerte, el ensayista que tradujo La lengua absuelta —en la que Canetti recuerda que el novio de su niñera lo obligaba a sacar la lengua y, rozándola con una navaja, lo amenazaba con cortársela— perdió décadas después la capacidad del habla y la escritura, como si en esa vieja traducción hubiera ensayado el destino que lo aguardaba:

Al derrumbe físico lo acompañó la erosión del habla: mi hermano perdió el lenguaje. Digo “perdió” en el sentido literal de la palabra, el silencio lo encontró y lo llevó a vivir a la enorme casa de sus misterios. Perdió la lengua.

Otra característica que comparten los libros del duelo es la certeza de que el lenguaje no tiene la capacidad de expresar la experiencia del dolor y de la muerte. La escritura no es sino el registro de la imposibilidad de decir lo inexpresable

EL ROSTRO DEFINITIVO

A la muerte suele antecederla, como si con ella no bastara, un periodo de enfermedad que desdibuja a la persona, irreconocible mental y físicamente. Ella, por su parte, se evade de este mundo, tal vez ya entreviendo lo que le espera en el otro, o en ninguno. En un libro anterior, de título tranquilizador y angustiante, Nos acompañan los muertos, en que escribió sobre la muerte de sus padres, el mismo Pérez Gay se muestra consciente de que determinados síntomas ya no son los de una enfermedad cualquiera, sino los de la definitiva: “A mi madre la desesperaban además los aparatos para la sordera, usaba uno en cada oreja, y la fatigaba la penumbra, había perdido uno de sus ojos y al otro lo amenazaba la pérdida del contorno. El silencio y la sombra, los dos brazos de la muerte”. Conforme se va desvaneciendo el rostro del enfermo hasta convertirse en un desahuciado, el de la muerte se va delineando en cada uno de sus rasgos resolutorios.

“Y el rostro todo (pero más los ojos, los ojos que alguna vez podré describir) se sumerge en una como lejanía, en un confín por donde él anda solo”, dice de su agonizante padre Ricardo Garibay en Beber un cáliz, libro que representa para México lo que Mortal y rosa de Francisco Umbral para España y El desierto y su semilla de Jorge Barón Biza para Argentina: nuestro clásico más oscuro. Con su característica prosa sórdida y poética, que exige ser leída a golpes, Garibay retrata a un padre severo y generoso que lo único que hereda a sus hijos es la pobreza. Atónito, atestigua cómo su padre va dejando de serlo mientras, paradójicamente, lo es cada vez más, y cómo deja de estar en el cuerpo que lo contuvo para repartirse en todas las cosas del mundo. En un proceso feroz, su padre cada vez es menos el hombre que repartía bendiciones, el que presidía la mesa de una severa familia católica y el que tuvo los trabajos más duros con tal de llevar el pan a la mesa de sus hijos para convertirse solamente en un cuerpo que ya ni siquiera es eso:

Bajo la sábana su vientre, sus caderas, sus muslos, sus piernas y sus pies ocupan apenas espacio. Su cuerpo no es ya de una sola palabra; para señalarlo hay que enumerar sus partes: cada una ha cobrado importancia y ferocidad exclusivas; es cada uno de sus huesos y lo que queda de cada uno de sus músculos; es cada uno de sus dedos y el temblorcillo repentino de cada uno de sus dedos, la quietud horrorosa de sus pómulos, la de su nuca, los pliegues de la almohada, el sudor espesado en la almohada y el cuenco que su cabeza ha cavado en la almohada; es este olor pardo y quieto y la mezcla de olores dulzones de la pieza, el olor agrio de sus cabellos, el olor que viene de la cocina, grasoso, el que despide el miedo y un negro olor insoportable que por momentos aparece.

La literatura más inútil: los relatos del duelo
La literatura más inútil: los relatos del duelo

También Pérez Gay, tajante, cuando llega el momento final, sentencia: “Me despedí de ella como si estuviera viva y la besé muerta. Se había convertido en un trozo helado muy parecido a mi madre”. A la gravedad de estos momentos, no obstante, se contrapone una trágica comedia de equivocaciones que tiene como escenario la casa donde yace el enfermo o “el laberinto blanco de los hospitales”, como Pérez Gay llama al lugar donde se espera la resignación de los médicos.

La enfermedad es muy exigente y se acompaña de toda una serie de trámites y cuidados para los que nadie está preparado y que se aprenden sobre la marcha, en las peores circunstancias y en la escuela más macabra.

Sobre este asunto, con ese insólito tono de su libro, en que el cinismo contiene el dolor hasta que este último termina por agrietarlo, Julián Herbert confiesa:

No tengo mucha experiencia con la muerte. Supongo que eso podría convertirse eventualmente en un problema de logística. Debí haber practicado con algún primo yonqui o abuela deficiente coronaria. Pero no. Lo lamento, carezco de currículum. Si sucede, debutaré en las grandes ligas: sepultando a mamá.

DONDE EL LENGUAJE NO BASTA

Otra característica que comparten los libros del duelo es la certeza de que el lenguaje no tiene la capacidad de expresar la experiencia del dolor y de la muerte. La escritura, entonces, no es sino el registro de la imposibilidad de decir lo inexpresable, de contar lo inenarrable. Sin embargo, no hay otro recurso para enfrentarse a la ausencia de nuestros queridos y a la perspectiva de habitar un mundo solitario, en el que de pronto ellos ya no están. Al reproche que se le hace a la muerte hay que agregar la acusación al lenguaje por su pobreza.

Esta acusación, venida de escritores, quienes a lo largo de su vida han habitado la morada de las palabras, es todavía más dura, pues pone en duda las certezas sobre las que han concretado su vocación. Tenía que ser una poeta, la colombiana Piedad Bonnett, en el libro dedicado a la muerte de su hijo Daniel, quien reflexione más profundamente sobre esta cuestión, al afirmar que “ya no creemos en las fórmulas, pero no hemos creado un lenguaje que las reemplace. Los hechos, como siempre, acorralan las palabras”. Luego, agrega:

“Daniel se mató” sólo quiere decir eso, sólo señala un suceso irreversible en el tiempo y el espacio, que nadie puede cambiar con una metáfora o con un relato diferente. Daniel se mató, repito una y otra vez en mi cabeza, y aunque sé que mi lengua jamás podrá dar testimonio de lo que está más allá del lenguaje, hoy vuelvo tercamente a lidiar con las palabras para tratar de bucear en el fondo de su muerte.

Todos los escritores del duelo se preguntan obsesivamente quién fue esa persona que ya no está: rescatan anécdotas, buscan testimonios, desempolvan archivos con viejas cartas y fotografías

Igualmente consciente del poder y de los límites de las palabras, con la persistencia del rencor, Ricardo Garibay no deja de recriminarle al lenguaje su impericia para expresar las cosas en verdad importantes. Al ver, por ejemplo, “la mueca con que se recibe el abandono paulatino de la vida”, el escritor entiende de pronto que su padre se está muriendo, y esa revelación, esa iluminación tremendamente oscura pierde toda fuerza ante la secuencialidad del discurso: “Pero el lenguaje es tonto, lento, necesita de las palabras, una a una, para decir lo que quiero, para dibujar lo que vi de sopetón y que duró lo que duró mi estupor, súbito e instantáneo”.

Garibay no tardará en convertir las limitaciones del lenguaje en una culpa propia, por no estar a la altura de la muerte de su padre: “Perdóname, padre, a mí, perdóname tú, de estar vacío, de ser palabras”. Y si falla el hombre, falla también el escritor, quien es incapaz no sólo de desarrollar una tarea compleja, como reflexionar sobre la muerte, sino de lograr algo tan elemental como describir con fidelidad la escena que mira:

Y no lo consigo. No logro describir lo que estoy viendo. Faltan las arrugas tenuísimas alrededor de las comisuras, y cada arruga era inteligente, preveía, lloraba; falta el puñado de polvo sobre las cejas, la lámpara como una llaga más, el cuerpo y sus calambres delicadísimos, el desierto. Quién pudiera llevar a todo el mundo a ver lo que vi [...] Es mi torpeza; pero tampoco el idioma sirve.

LOS AMOROSOS DESCONOCIDOS

A la frustración por no poder expresar lo sentido, se agrega la incapacidad por rememorar fielmente al muerto reciente, ya no se diga por revivirlo a través del relato. Bonnett descubre que en buena medida su hijo le era un desconocido, y por más que la alegran el cariño con que lo recuerdan sus antiguas novias y viejos amigos, también la angustia la duda de no terminar de saber quién fue Daniel en realidad. Encima, en un hiriente ejercicio de autocrítica, vuelve una y otra vez a episodios del pasado que, a raíz de la muerte, cobran otro significado: “Sólo es bueno lo que nos hace felices, le decía yo en los últimos tiempos. Libérate. Y me duele pensar que en este punto me hizo caso. Radicalmente”.

Todos los escritores del duelo se preguntan obsesivamente quién fue esa persona que ya no está: rescatan anécdotas, buscan testimonios, desempolvan archivos con viejas cartas y fotografías y reconstruyen conversaciones en busca de una respuesta cuya pregunta, estrictamente, ignoran. Todos presienten que hay capítulos oscuros o perdidos para siempre en la vida de los muertos que dejarán el relato inconcluso, con lo que se hará patente que la vida, aunque se quiera apresar en el puño de las palabras, se escurre sin remedio. Al respecto, Pérez Gay, frente a ciertas acciones y simpatías de su hermano que le resultan incomprensibles, decide resignarse a la evidencia de que resulta imposible saberlo todo de quien sea, por estrecho que haya sido el vínculo: “No podemos entender todo de las personas que queremos. Las regiones oscuras de quienes amamos dicen tanto o más que los espacios transparentes, luminosos, y conviene que aprendamos a vivir con esas sombras”.

Ricardo Garibay (1923-1999).
Ricardo Garibay (1923-1999).

Herbert, por su parte, renuncia a llevar a cabo un ejercicio por completo verídico y recurre a la invención para completar los huecos de su pasado. No por nada estas crónicas del desamparo a veces se presentan como novelas y otras como perfiles, cuando de hecho constituyen un subgénero en toda regla, en que las piezas sueltas de la realidad embonan gracias a los mecanismos de la ficción. La conjetura sustituye e incluso enriquece a la prueba irrefutable, pues qué certezas puede haber a la hora de reconstruir la vida de un ser humano. Además, en literatura, incluso cuando se pretende un relato factual, la verdad se alcanza por distintas vías: “Mientras pueda teclear podré darle forma a lo que desconozco y, así, ser más hombre. Porque escribo para volver al cuerpo de ella: escribo para volver a un idioma del que nací”.

Herbert se contenta con volver un momento con su madre, aunque sea ilusoriamente, y no se erige en su juez: ni la culpa ni la santifica. Evade, así, una de las tentaciones más comunes de los libros del duelo, finalmente he-rederos del discurso epidíctico: la de convertir al muerto en un modelo de perfección. De hecho, todos los libros leídos para escribir este texto logran elaborar un retrato verosímil del ser querido, y gracias a este acerca-miento amoroso, sí, pero sensato y complejo, repleto de claroscuros, el lector siente la presencia de los muertos. Porque después de todo, estos libros también son una invocación.

RENDICIÓN Y REDENCIÓN

Queda claro, entonces, por qué se escriben los libros del duelo. Más extraño es preguntarse por qué se leen, y las respuestas no son cómodas. Ciertamente hay un componente morboso en penetrar una intimidad desagradable en la que el cuerpo y la mente se degradan, y en presenciar el momento exacto en que la vida deja de serlo. Esta cuestionable curiosidad lectora no excluye la empatía que se experimenta por los familiares del enfermo, quienes hacen todo lo que está en sus manos para evitar lo inevitable y para que los últimos momentos del moribundo sean lo menos dolorosos posibles. También hay, entre quienes han perdido a un ser amado, un reconocimiento que revive la desdicha pero que también brinda consuelo. Constatar que compartimos la tristeza por nuestros muertos no aliviará esa tristeza, pero nos recordará que forma parte de las experiencias ineludibles de la existencia. Por último, en estos relatos aprendemos un poco a morir: desde luego, en algún momento seremos el definitivo protagonista de nuestro libro de duelo. Como no podremos leer el propio, nos conformamos con leer los ajenos.

La literatura no alcanza para vencer a la muerte, para aliviar el dolor, para reconstruir al ser querido. A pesar de ello, los escritores aquí mencionados, junto con muchos otros nombres, persisten en el empeño de componer su canto fúnebre. En el fondo, se trata de un acto de rebeldía frente a lo irreparable y de una forma de sellar la reconciliación con los muertos, destinatarios auténticos de todo libro de duelo: “Vete en paz, dije, todo en este mundo te es ajeno, aunque nuestro dolor quiera atarte, no hagas caso y prosigue”, le ordena Esther Seligson a su hijo Adrián tras su suicidio, en Simiente. Es verdad que la literatura no alcanza, pero la vida tampoco, y por eso se necesitan una a la otra. Todo libro de duelo es un acta de rendición, siempre, pero también de redención.

La literatura más inútil: los relatos del duelo
La literatura más inútil: los relatos del duelo