A Yolanda M. Guadarrama
No escribiré acerca de la enfermedad y la salud desde un punto vista médico, clínico o positivo, porque a pesar de no ser un experto ni mucho menos, creo que el arte de curar no es propiamente un privilegio de la técnica, aunque sí tendría que considerarse como una ciencia que se aproxima a la filosofía con el propósito de no errar demasiado en su saber o en sus conceptos. La enfermedad es una perturbación de la salud la cual, como sabemos, es silenciosa y se encuentra siempre a punto de perderse. La salud es una ilusión a la que se tiene derecho, aun más después de ser testigo del envejecimiento o de la miseria moral que sufren los enfermos atosigados de dolor y resentimiento.
La conciencia de ser vulnerable es necesaria para tomarle el pulso a la vida, pero aquel que desea la enfermedad es un temerario, uno que ama demasiado la vida hasta el grado de querer sentirla roer sus órganos y someterlo a dolores inéditos o estimulantes. El dolor no tiene una relación directa o incondicional con la muerte, además de que se trata de dos hechos distintos, pese a que la segunda no puede ser experimentada por quien ha dejado de vivir. Uno sabe de la muerte porque nace a su lado, pero sobre todo porque la observa trabajar arduamente a su alrededor en la humanidad de otros: son siempre otros los que mueren ya que nosotros no podemos ser testigos de la nuestra.
“Si morimos es que algo como la muerte está en nosotros”, escribió de un trazo fulminante Pascal Quignard. Se habla demasiado de la muerte cuando es ella la que nos tiene en mente duran-te toda una vida y forma parte de cada uno de los pasos que damos sobre la Tierra. “No pienso en absoluto en la muerte, pero la muerte piensa en mí y se pregunta ‘¿Cuándo podré llevármelo a casa?’”. De esta manera Thomas Bernhard se refería a la muerte como a una casa, al aposento que nos es natural. Si traspasamos sus puertas para dar un paseo es ella, la muerte, un centro de gravedad que nos implora o nos impone el retorno: nuestros pasos le pertenecen. Sin embargo, ella no requiere hacer demasiado ruido porque allí donde uno se encuentre, la figura de esta casa que nos antecede y procede se levanta fir-me e inviolable.
El miedo a la enfermedad y la enfermedad misma no son semejantes y el miedo puede llegar a trastornar absolutamente la vida corriente de una persona, convertirla en su prisionera
ACERCA DEL DOLOR sabemos poco y sólo podemos medirlo desde una soledad que le es afín al ser humano. La ciencia se atreve a medirlo, aunque no se encuentra segura de qué clase de trastornos es capaz de causar en una mente o en un espíritu excéntrico dicha especie de acontecimiento. Me atrevería a decir que determinados dolores exigen demasiada atención y que lo más conveniente es intentar no hacerles mayor caso hasta que se cansen o abandonen su continuo bregar en la humanidad de las víctimas. Es verdad que se trata de avisos, pero no se puede uno tomar en serio todas esas advertencias, a riesgo de convertirse en un hipocondriaco extravagante e insoportable para quienes viven a su lado. Yo he sufrido golpes físicos severos a lo largo de mi vida, pero una vez que me veo en la posibilidad de ignorarlos éstos se resguardan todavía un tiempo al cobijo de mi cuerpo y después se marchan, no sin antes robustecerme e incluso hacerme más fuerte o arrogante con respecto a su cínica presencia. En sus Cartas a Milena, Franz Kafka le pregunta y también le confiesa:
¿Te asusta la idea de la muerte?, a mí lo que me da un miedo terrible es el dolor, lo cual es una mala señal. A la muerte se le puede hacer frente. Uno ha sido enviado aquí como la paloma bíblica; pero al no encontrar ninguna rama verde donde posarse, vuelve a hundirse en la oscuridad del arca.
Yo interpreto, después de leer estas palabras, que el dolor es humano, pero que la muerte es lo humano, la única naturaleza a la que podemos llamar de esa manera: naturaleza.
Los médicos requieren dejar en paz a sus enfermos y restaurarlos a un orden que les es propio. No abusar de su presencia como técnicos que suplen a la ciencia o al arte de curar y que simulan conocer el todo, el entorno o la experiencia propia e inédita del paciente. Una vez superada la contingencia tendrían que alejarse de la casa íntima que representa el cuerpo del paciente y que, si ha sido reparado, volverá a representarse como unidad o como olvido de sí mismo. Es evidente que la salud consiste en la desaparición del cuerpo. La constante presencia del médico constituye, la mayoría de las veces, también una perturbación que da origen a otros graves trastornos, comenzando por el daño a la autonomía y al autorreconocimiento de la enfermedad como accidente normal en una vida cuya casa es la muerte.
La ciencia, en cambio, deberá proseguir su camino de indagación o investigación, además de cultivar la conciencia de ser siempre limitada, abierta o inacabada. “El arte de la medicina —ha escrito Hans-Georg Gadamer— alcanza su perfección cuando se repliega sobre sí mismo y deja en libertad al otro”. El concepto griego de techne nos dice que la medicina como técnica derivada de un arte o una ciencia debe procurar o producir salud y que tal es su principal labor o finalidad. Y, sin embargo, el arte de curar no es sólo una técnica, un hacer determinado, pese a que la salud también sea su meta o preocupación: es arte en cuanto ciencia inacabada que requiere de imaginación, creación, de humildad a la hora de conocer, de construir conceptos y, sobre todo, de tener conciencia de que el objeto de su saber es un ser humano tangible cuya mente, hábitos, temperamento o entorno lo vuelven irreductible al positivismo médico sostenido en una rutina homogénea, causal, universal o verificable.
La ciencia es ciencia porque cambia, sí, pero sobre todo porque es una entidad incompleta y expuesta al crecimiento o a la adición. Añade Gadamer: “El médico debe encontrar lo indicado para cada caso individual de manera casi imprevisible, una vez que la ciencia le ha proporcionado las leyes, los mecanismos y las reglas generales”. Mas, ¿cómo conocer al paciente? Pregunta difícil de responder, pero la literatura ayuda un poco en estos casos. Todos conocemos el comienzo de El triunfo de la belleza, la breve novela de Joseph Roth en la que el doctor Skowronnek prefiere leer libros policiacos o de crímenes en vez de leer sólo literatura sobre medicina. ¿Su saber acerca del ser humano aumentó o decreció?
¿PERO POR QUÉ me encuentro yo hablando al respecto de la medicina si no soy un experto o un filósofo, sino sólo un escritor que tiene opiniones, como dolores o accidentes, y que sólo intenta narrarlos lo mejor posible a quienes lean estas escuetas notas?
Lo que trato de hacer aquí es tomar distancia respecto de mí mismo e intento considerar la enfermedad como una interrogación que se le propone a la ilusa seguridad de la salud.
Quizás mi conducta se debe a algunos episodios vividos durante mi infancia. Cuando mi madre se sentía mal o tenía fiebre interrumpía sus labores, realizaba una pausa al trabajo cotidiano y se recostaba en cama a esperar que la salud retornara. Es posible que un médico o un paciente responsable la increparan, pero ellos no estarían tomando en cuenta la experiencia y el conocimiento que ella albergaba de sí misma en cuanto a sus fatigas y debilidades, su cansancio y la capacidad de su fuerza. “Preferiría no aliviarme, pero por desgracia lo haré, no se preocupen y les ruego que no le cuenten a su padre que he estado sintiéndome mal”. No obstante sus palabras los hijos teníamos miedo, tal vez más por nuestro destino que por su enfermedad, pese a que es difícil establecer una frontera precisa entre ambas afecciones: el miedo y la enfermedad. Ahora sé que el miedo a la enfermedad y la enfermedad misma no son semejantes y que el miedo puede llegar a trastornar absolutamente la vida corriente de una persona, convertirla en su prisionera e invocar a sus pies infinidad de males de cualquier clase.
Uno de los libros más sorprendentes que han llegado a mis manos es El estrecho rincón, de W. Somerset Maugham, puesto que en sus páginas habita un verdadero personaje, escéptico, observador e inolvidable, el Dr. Saunders. Acerca de este arriesgado médico y viajero se lee lo siguiente: “El Dr. Saunders tenía la suerte de que a pesar de los muchos hábitos deplorables que tenía y que en algunas partes del mundo serían con toda seguridad considerados vicios, se despertaba en la mañana con la mente despejada y con buen ánimo”. Sus vicios le tendían la cama y le prodigaban un sueño profundo y restaurador. Lo que en este hombre mayor resultaba rutinario y sanador, en otra personalidad quisquillosa despertaría probablemente el escándalo. En algún momento, y luego de charlar con un amigo que le narraba sus amoríos, el Dr. Saunders le da un último sorbo a su bebida y exclama: “Nunca he tenido ninguna simpatía hacia la actitud ascética. El hombre sabio combina el placer de los sentidos con el placer del espíritu, de forma que se incremente la satisfacción que obtiene de ambos”. De estas palabras llego a una sencilla y apresurada conclusión, la cual es que el cuerpo carece de ánimo si consume el tiempo cuidando de sí mismo y renunciando a los placeres que, bien llevados, lo harán disfrutar de una vida menos cándida e inconsciente.
Los males aledaños que el Covid-19 causa en los hábitos de las personas son complejos e inabarcables, y se sucederán
muchos años todavía para contemplar con cierta tranquilidad los estragos en el ámbito social, no sólo en el espacio de la salud
SIENDO BASTANTE JOVEN, quizás antes de los veinte años, leí en El extranjero una frase que, después comprendí, encerraba todo ese deseo de indiferencia que Camus intentaba mostrar, quizás de una manera demasiado abierta, la indiferencia que le causaban los actos que dan lugar o pie a decir que tenemos una vida personal o distinta del resto de las vidas. Cuando su patrón o superior le ofrece al personaje de la novela, Meursault, un cambio de vida y le propone enviarlo a París para hacerse cargo de una oficina, éste le responde que en realidad nunca se cambia de vida, que ello no es posible. Debe parecerles una exageración, mas desde entonces tuve la conciencia de que nada cambia la vida, sino que los acontecimientos, por más diversos que sean, sólo la mantienen en su amenazado equilibrio y en su constante devenir accidentado. Y entre todas estas vicisitudes se encuentran las enfermedades, pausas o cambios de rumbo que aquejan a los humanos.
Karl Jaspers llegó a escribir que la psiquiatría es tan diversa como la filosofía y que en buena parte lo que llamamos psicología es filosofía en su parte más deteriorada. Yo no entraré en tales honduras, pero sí diré que la literatura despliega en la escritura, la ficción y sobre todo en el lenguaje su capacidad de ser reconocida e interpretada. “No se puede ir en línea recta a la victoria”, dice un personaje de Saul Bellow, y en lo que a mí respecta estoy de acuerdo, sólo a sabiendas de que la salud tanto como la victoria se presentan como eventos accidentados, efímeros e incomprensibles para una mente más vasta que la meramente inferencial u ordinaria.
EN LOS DOS AÑOS recientes, y nadie parece ser ajeno a este acontecimiento, una pandemia ha hecho su aparición en el mundo y ha causado un temor desbordado entre la gente atenta a los medios de comunicación y que le otorga a su vida un valor similar o igual al de sus contemporáneos, sea que estos habiten en Vietnam o en alguna alcaldía de la Ciudad de México. La gravedad de esta enfermedad causada por un virus no se encuentra o se concentra en los daños corporales que causa, ni tam-poco en las muertes que provoca o a las que auxilia a expresarse. Su maldad radica, ante todo, en una cualidad simbólica, en un entorno tramado, edi-ficado o estructurado por el temor, el desconcierto y la eficacia que posee para transmitirse como noticia, hecho fatídico e imponerse como un ritual religioso en el que tal pareciera que los médicos son vehículos de un poder sacerdotal sumamente exagerado.
Los males aledaños que esta enfermedad causa en los hábitos de las personas son complejos e inabarcables, y se sucederán muchos años todavía para contemplar con cierta tranquilidad los estragos de su presencia en el ámbito social, que no precisamente sólo en el espacio de la salud. El mé-dico, cuya actividad suele ser predecible y muchas veces autoritaria a causa de una constante, aunque no exclusiva, pobreza filosófica a la hora de sopesar el estado de salud particular de cualquier paciente, es premisa también del malentendido.
Sería un despropósito y una absoluta pérdida de tiempo referirme al Covid-19 y a los interminables amagos de sus secuelas, puesto que se trata de un asunto absolutamente discutido desde un sinnúmero de perspectivas que agotan la capacidad comprensiva de cualquier persona atenta o informa-da. No son las muertes provocadas por el virus, por lo demás lamentables o hasta cierto punto poco considerables en relación con la población mundial, las que ensombrecen el horizonte y atizan el temor de la población, sino la atención global y desmedida las que han convertido a esta extraña afección en un problema mental de las sociedades acusadas de ser potencialmente enfermas.
A pesar del obsceno o astronómico número de opiniones, de acciones paranoicas o de vehementes mitologías al vapor, el virus, causante de tal ruido, puede valorarse desde sus efectos sociales o a través de los daños que ha causado en el ambiente humano, ya que en realidad tanto él como las vacunas que se inventan para com-batirlo resultan todavía desconocidas, titubeantes o al menos concentradas en un ámbito meramente experimental y predictivo. Las vacunas de tal envergadura son el final de un profundo proceso de investigación y experimentación, no el comienzo. Otra vez: las casas no se construyen comenzando por el tejado.
En su libro Némesis médica, Ivan Illich nos llama la atención acerca del secuestro de la experiencia de la salud que las empresas médicas hacen de un enfermo que habita en el seno de una cultura determinada, pero también hace notar la degradación corporal del ser humano cuando el propio conocimiento de su cuerpo le es arrebatado por una entidad experta o autoritaria. La filosofía de Illich no ha encontrado los oídos adecuados en los días actuales, pese a que su libro propone aliviarnos de las políticas de salud más intrusivas e invita a una reflexión profunda acerca de la práctica médica. A fin de cuentas, razón le sobraba a Oscar Wilde cuando escribió que “la sociedad siempre perdona al criminal, mas jamás al soñador”. Pareciera que el idealista —que considera las ideas a la par de los hechos— es un réprobo que pone en entredicho los saberes convencionales y, en consecuencia, atenta contra su estabilidad, aun cuando ésta aparente armonía sea nociva o desoladora.
En ocasiones, el polémico filósofo Paul Feyerabend, que bien podría ser tratado como idealista o relativista, afirmaba que una democracia es una asamblea de hombres maduros y no un rebaño de ovejas que tienen que ser guiadas por un pequeño grupo de sabelotodo. Su desconfianza hacia la limitada capacidad y mundo de los expertos (en relación a su conocimiento acerca del todo o lo general) lo llevó a dudar de ellos e incluso a acusarlos de ser cofradías de ignorantes o arrogantes que habían olvidado su relación con el todo. Sobre un sendero similar, La Boétie escribió que es tal la naturalidad y el gusto con que el pueblo se sujeta a la servidumbre que, se diría, no ha perdido su libertad sino ganado su esclavitud.
UNA MANERA DE AFRONTAR el suceso de la enfermedad es con el conocimiento de las palabras y en general de la literatura, ya que no podemos nombrar, y sobre todo situar, lo que nos aqueja si al mismo tiempo no damos cuenta de ello a través de relatos o conceptos, de historias en las que uno mismo lleve a cabo un papel preponderante. Nombrar y transformar en signos un malestar no es exorcizarlo; al contrario, es obligarlo a dar la cara en la conversación que uno mantiene con la muerte, el diablo o con la enfermedad mortal que envenena la salud. Traemos la enfermedad al mundo como lenguaje para procurar su cura. Olvidamos a menudo que la enfermedad es la experiencia de un individuo, no obstante que aquella sea reconocida socialmente como dominio del experto.
Cuando en el Fedro, Sócrates discierne acerca de la oratoria y la escritura en su relación con la medicina, propone que la primera es necesaria para relacionar el alma con el cuerpo, el cual parece ser el objeto primordial de la ciencia médica. Además, aconseja a Fedro no dejarle a la medicina el campo de lo físico y de lo rutinario, sino que debe aproximarla al arte para así fortalecer tanto el cuerpo como la idea virtuosa y el relato que uno tiene del mismo cuerpo. Sócrates desea unir arte y ciencia con el propósito de no dejar a la práctica médica abandonada solamente a los síntomas o a una técnica rutinaria.
Es probable que sea un exceso justamente retórico referirse a los diálogos de Platón en un momento en el cual las estadísticas incontrolables y parcialmente interpretadas, nos dan cuentas de un mal que debemos asumir casi por obligación a causa de su inesperado peso moral en la sociedad. El solo hecho de que se convenza a una persona de que es vehículo y a la vez objeto de contagio y que sólo la reclusión la aproximará a la salud es un despropósito mayúsculo, ya que, en cualquier otro caso, que no sea el cautiverio o la desaparición, estará en condiciones de romper el pacto sanitario y provocar su propia muerte o la de otros. Es entonces cuando no ceso de preguntarme por qué la idea de una voluntad general o el pacto social del siglo XVIII, consentido por personas libres, fracasó hasta convertirse en un ramo de despotismos de Estado o de instituciones guiadas por cualquier motivo, menos el aprecio a los individuos o ciudadanos.
La persuasión que Rousseau realizó para lograr un pacto civil sólo llegó a tener lugar hasta el presente siglo, pero no a través de la reflexión sobre el papel y peso político que cada uno tiene en la comunidad: se realizó a partir del miedo, del debilitamiento de la reflexión individual y del autoritarismo de entidades políticas que si bien nunca antes se habían preocupado por la debilidad educativa o económica de sus representados, han encontrado en el temor a la enfermedad una oportunidad para manifestarse de las más diversas maneras. Los gobiernos afianzan su poder sobre el miedo, no extendiendo el bienestar público. Rousseau deseaba poder relacionar las partes con un todo armónico que diera sentido civil o tranquilidad a la convivencia, al mismo tiempo que le permitiera estimular su imaginación.
Isaiah Berlin acusaba a Rousseau de ser uno de los mayores enemigos de la libertad, pero al mismo tiempo nos decía que era imposible dejar de leer Las confesiones, escritas por el mismo autor. Nadie muere por una sola razón, ni tampoco puede compararse la muerte de un ser enfermizo, decaído o mal alimentado con la de otro que exhibe características contrarias. Al carecer de un censo estricto y razonado de los decesos provocados por la pandemia y al sopesarla solamente a partir de estadísticas generales o convencionales ligadas a un publicitado temor a la muerte, uno está siendo, de alguna manera, víctima de una oferta simbólica, de una nueva religión sanitaria.
ES POSIBLE que al no sufrir yo una muerte cercana, incluso gozando de un número considerable de conocidos, dicha ausencia me lleve a opinar y construir un relato desde mi propia experiencia, contra la de alguien que ha sufrido decesos de seres cercanos o que ha asumido sin reflexión ni crítica los mandamientos y rituales de esta nueva religión, como la he nombrado antes. Es verdad que tal estado de cosas me podría llevar a escribir un extenso ensayo acerca de cómo la comunicación ha contagiado a las personas de una psicosis que, al afectar sus hábitos, sus relaciones sociales y su economía, las ha empujado también a exhibir sus alteraciones mentales, sus temores más profundos y el estado actual de su educación, de su moral y de su incapacidad para comprender los alcances individuales en el seno de una contingencia social.
En pocas palabras, creo que nos encontramos ensayando acciones a partir de una paradoja social —en esencia irresoluble— y no tenemos posibilidad de salir adelante si no es concibiendo un estado de alerta real, uno que lleve a las personas a unir el principio con el final, como citaba el médico Alcmeón: edificar una concepción propia y fuerte de la enfermedad y de la muerte. La literatura, o la retórica a la que se refería Sócrates en Fedro, es un recurso valioso para no caer en el engaño de la rutina impersonal de la técnica médica, que no llega a transformarse en ciencia ni tampoco en arte curativo. “Los signos de interrogación tienen varios propósitos. Incluyen la sabiduría de la humanidad y son una invitación para hurgar. Impulsan. Las preguntas bien hechas pueden fomentar la incertidumbre, cualidad que admiro”, escribió el pensador y médico Arnoldo Kraus en su libro A veces ayer. La comprensión de la muerte como casa y huerto de una vida es necesaria para no extender la enfermedad a extremos destructivos espiritualmente. Las preguntas que la literatura lleva a cabo, sobre todo de manera no premeditada, nos auxilian a que la duda provenga del preguntarse uno mismo con ayuda del lenguaje, en vez de asumir las incertidumbres impuestas o el temor colectivo.
¿Cómo es posible que la gran mayoría de personas que nos rodean haya adoptado la indumentaria y la coreografía del terror religioso y de que la prevención médica, normal en toda persona prudente, se haya convertido también en enfermedad? En otras palabras: ¿cómo es que hemos llegado a valorar la vida de una forma tan homogénea y apegada a un consenso no logrado antes en ninguno de los ámbitos de las crisis sociales que yo recuerde, excepto quizás el sentimiento que despertaron las guerras mundiales y los más escandalosos fascismos de Estado?
La literatura es un recurso valioso para no caer en el engaño de la rutina impersonal de la técnica médica, que no llega
a transformarse en ciencia ni tampoco en arte curativo
MANLEY HALLIDAY, el personaje central de una de mis obras preferidas, El desencantado, novela de Budd Schulberg, dice que sólo es posible escribir bien de dos maneras: “o siendo un verdadero escritor que expresa lo que lleva dentro, o siendo un escritorzuelo que no tiene nada que expresar”. Este personaje, alcohólico y diabético, dejaba exudar de su rancia experiencia, de su desencanto y de sospechar que la muerte ya había encendido la hoguera, exclamaciones inolvidables que llevarían a casi cualquier lector a apreciar el temperamento pesimista de este viejo escritor para aprender también de su testimonio y de su decadencia.
En esta época de la responsabilidad anónima, como la llamó Jaspers, donde ya no se le puede adjudicar la culpa a nadie en vista del retiro del médico de cabecera, pensador e interrogativo, la literatura podría volver a poner en la mesa hechos que la medicina como institución del Estado y como ciencia cerrada —que no arte— ha retirado: el que la enfermedad es sobre todo una experiencia personal; que el médico debe saber retirarse a tiempo para permitir que vuelva el equilibrio al cuerpo del enfermo; que este médico (o conjunto de ellos) no puede promover un salto o relación autoritaria entre la enfermedad y el ámbito social sin poseer los fundamentos culturales, filosóficos y científicos necesarios para relacionar las partes con el todo; que la concepción de la muerte y la enfermedad son esencialmente hechos individuales más que sociales aun tratándose de una epidemia; que la medicina es conversación entre individuos distintos, el paciente y el médico.
La flacura de Kafka y su misantropía nos han hecho bien a sus lectores porque nos han mostrado que su debilidad puede ser una fuente de creación y de vida. La literatura y los escritores en tiempos de pandemia me han dejado de alguna forma perplejo a causa de su indiferencia y de su ausencia de malicia ética y estética ante los acontecimientos vividos: se han sumado a la catástrofe casi sin oponerle los recursos que la imaginación, la duda y el arte mismo nos ofrecen.
Es la actual una buena oportunidad para que el arte y la literatura intenten equilibrar el partido desde su rebeldía intrínseca y su interrogación incómoda, pero ¿quién puede afirmar algo así con tanta seguridad en los tiempos que corren?