Anatomía de un duelo

A partir de una ruptura y del subsecuente duelo amoroso, el escritor argentino Federico Falco elabora esta novela. Su protagonista, retirado del mundanal ruido, proyecta su búsqueda hacia el paisaje, con el ritmo singular de una mirada que navega a contracorriente de la prisa o las convenciones narrativas del suspenso y la acción: elige la espera. El lenguaje minimalista se despoja a su vez de las metáforas, mientras el tiempo y la naturaleza adquieren una densidad distinta.

Anatomía de un duelo
Anatomía de un duelo larazondemexico

Muchos siglos atrás, a partir de un acto feroz de contemplación, cierta mujer escribió un diario que brindaría las primeras luces de la literatura universal. En el periodo Heian (993), una época en que la cultura japonesa alcanzó gran esplendor, Sei Shōnagon, cortesana de rango medio, dama de la emperatriz, hija de un poeta, se dedicó a plasmar lo que en un inicio sería un cúmulo de anotaciones sobre la naturaleza y sus alrededores, sin otro destino que el de sus propios ojos. Escrito con el japonés utilizado por las mujeres, ese texto fue desdoblándose hasta encontrar en los listados, quizás, el cómo necesario para reflejar una poética y dar cuenta de la vida en la corte. Hoy lo llamamos El libro de la almohada.

De esa estirpe parece venir Los llanos, de Federico Falco, quien a la usanza de Sei Shōnagon, ha trazado un puente hacia el arte de las enumeraciones contemplativas y ha publicado una novela de naturaleza híbrida, que lo mismo se permite ser fragmentaria en extremo que alojar una serie de gestos ensayísticos sobre el duelo de pareja, el campo, la escritura y también el reencuentro de uno.

El protagonista —un cuentista de oficio, acaso un alter ego de Falco—, observador experto y colmado de angustia, tras la ruptura con su pareja, Ciro, decide escapar a una casita en Zapiola, un pueblo donde el silencio recorre las calles y la hierba crece a un tiempo caprichoso y lento. Allí, en esa geografía que repele a la urbe, decide cultivar una huerta. Y en esta actividad, que pareciera tener origen en la necesidad de asimilar el desapego creando algo nuevo, se centra la vida del personaje durante los siguiente nueve meses. Lo vemos cuidar la tierra, sembrar, esperar la lluvia, hablar con el vecino, cómo fracasa en la cosecha, vuelve a intentarlo y vuelve a esperar.

“Esperar es el modo temporal del jardinero”, dice Byung-Chul Han, el filósofo que le hace libros a la tierra y a sus plantas. Esperar. Eso es lo que tiene que hacer el lector de esta novela finalista del Premio Herralde de Anagrama en 2020. Esperar a que pase algo.

La frágil respiración con que se mueve la persona de un hombre derrotado nos hace comprender que la forma en que observa es atravesada por un velo de dolor 

Usualmente, esto sería desfavorable; aquí, tengo mis dudas. La escritura de Falco, tal como lo anticipa el nombre del libro, se concentra en un lenguaje llano, desprovisto de artificios, aunque cada tanto se deja sorprender por la frase reflexiva e iluminadora —algo poco frecuente en los cuentos del autor de Un cementerio perfecto. Sin embargo, estos chispazos funcionan como salidas para sortear el ansia que causa la falta de tensión; un ejemplo: “Hay que ir con las estaciones. No querer imponerle a la naturaleza un ritmo, porque la naturaleza tiene el suyo propio”. Lo mismo en esta literatura. Así pues, en Los llanos no existe una lectura vertiginosa: es necesario aprender que la paciencia es una virtud y no hay que imponerle prisa a sus páginas.

Dejando a un lado el ritmo, sucede el territorio y las digresiones que se plantean en torno a él y sirven al protagonista para explicarse qué pasó en su relación. Quizá se trate de uno de los principales valores de la narrativa del escritor argentino, el lenguaje minimalista con que logra retratar el espacio. Se podría decir incluso que el paisaje es el verdadero centro de este duelo. El personaje lo observa sin remedio, como obligado a hacerlo parte de sí. Las descripciones no sólo buscan dar con el verdadero Zapiola, reconocer su noche, su sequía y la sutileza de los pájaros, sino también entender la llanura desde el estado de lobreguez en que se encuentra la voz principal, aunque esto implique encallar en una constante contradicción: “Vivo el paisaje con la vista, con la piel, con los oídos, pero no lo pongo en palabras. Ni siquiera lo intento. O lo intento sólo acá, para mí, palabras clave para no olvidar. Palabras puerta que dentro de diez, quince años, cuando pase el tiempo, me abran el recuerdo de mi cuerpo” (p. 80). Y luego: “La pampa es un pasaje duro, exigente, para nada bucólico. La noche negra. La tierra dura. El viento. El viento. El calor del sol sin una sombra. Sin reparo. La grandeza, el cardal, los años de cardos. La sal en la tierra seca del bañado” (p. 140).

De cualquier modo, la frágil respiración con que se mueve la primera persona de un hombre derrotado nos hace comprender que la forma en que observa, a la manera de un ser que ya no encuentra el sentido de las cosas, es atravesada por un velo de dolor. En los intersticios de la pasividad en la que nos sitúa esta narración, el paisaje se ocupa de hacernos avanzar y, para la mitad de la novela, ya no hay modo de que se lo reprochemos.

En esa derrota que lo lleva al desamparo transita una temporada de meditación, que cumple un ciclo, se renueva, deja de ser pensamiento para volverse escritura, a la par de las estaciones del tiempo. Un escritura donde el orden no importa, tampoco el control, la velocidad. Importa seguir adelante a costa del pasado. Tal vez sólo así sea posible contar la historia de un duelo —nos hace pensar Falco—, arrancando de raíz las metáforas. “Es como contemplar. No hay que concluir nada a partir de la contemplación. Sólo contemplar. No analizar. No sobrepensar [...] Las cosas son. Mirarlas. No ordenarlas. No ordenarlas en historias. No buscarles una causa, un motivo de ser, un final”. Ser libre de contar una his-toria en estado de autodestrucción. Ser capaz, finalmente, de abandonar el síntoma. De tal manera que, al terminar el libro, uno tiene la impresión de que no ha pasado realmente nada. Pero el momento ha sido bello.