El cine de Felipe Cazals

Degradación humana y fractura social

Autor de varios títulos indispensables en la historia del cine mexicano, el director que falleció el pasado 16 de octubre deja una obra irregular pero de enorme fuerza en sus realizaciones estelares. El ensayo que presentamos revisa el contexto donde el cineasta se desarrolló, se detiene en algunos de sus filmes y atributos fundamentales, hasta llegar al balance de un trayecto que refleja la corrupción, la vileza o la infamia de un país bajo el régimen opresivo que le tocó vivir y denunciar.

El año de la peste (1979). Fuente: filminlatino.com.mx

Un hombre se colapsa y muere misteriosamente en el metro. Más muertes inexplicables se multiplican en la Ciudad de México y mientras algunos sospechan que se trata de una enfermedad infecciosa, como la plaga, otros minimizan el impacto de esta nueva afección. Los argumentos de los políticos y las autoridades médicas resuenan hoy: “¿Qué puede significar en una ciudad de trece millones de habitantes que hayan muerto 57 personas?”; “Se pide calma a la población y se recomienda que no se dejen llevar por falsos rumores”; “En un país que tiene los problemas del nuestro no podemos echarnos encima la responsabilidad de una peste”, dice un político que teme al pánico, al escándalo internacional (el cual explota cuando un ministro noruego se contagia y muere en suelo mexicano) y al colapso económico.

Felipe Cazals filmó en 1979 El año de la peste, a partir de un guion de Gabriel García Márquez, Juan Arturo Brennan y diálogos de José Agustín, inspirado en el Diario del año de la peste, de Daniel Defoe (1722). Pocas cintas (mexicanas o de cualquier otra procedencia) reflejan mejor la manera en que ciertos gobiernos, incluyendo el nuestro, minimizaron, ocultaron y manejaron con incompetencia y crueldad la pandemia del Covid-19. En la cinta, “una afección bronquial aguda, sumamente contagiosa y agravada por la tremenda contaminación (pero que no es la peste)” termina cobrando una cantidad de vidas que casi representa la mitad de las que ocurrieron en México entre 2020 y 2021.

El gobierno desinforma, miente y distrae la atención, pero aprovecha para permitir que los contagios dejen devastados los barrios populares. Las familias pudientes, incluyendo la del médico que hace el primer llamado de atención a la epidemia, huyen del país.

Patrullas sanitarias recorren los barrios periféricos con sus uniformes amarillos y cascos de ciencia ficción, rociando una espuma color paja con la que sepultan cadáveres y enfermos para contener los contagios. Las autoridades anticipan las vacaciones escolares, y así las familias llevan la epidemia a todo el país. Con una dosis de humor negro, la ciudad es presentada como un interminable y ruinoso tiradero de basura, sembrado de cadáveres e infestado de perros callejeros. Las inmensas fosas comunes donde se sepulta a miles en el anonimato (“una nueva forma de inmortalidad”, dice el conductor de noticieros) son un brutal presagio de la tragedia nacional y la indolencia de los gobiernos del siglo XXI mexicano. En un guiño a la cerrazón priísta y su demagogia nacionalista, la cinta termina con este texto:

132 días después, tan sigilosamente como había llegado, la peste desapareció de la ciudad. Oficialmente la epidemia no existió. Las 350,000 muertes que causó fueron atribuidas por las autoridades a un lote vencido de productos dentífricos distribuido ilegalmente por un consorcio farmacéutico transnacional.

Canoa tenía la función de impedir que el crimen contra los
trabajadores pasara al olvido, pero también muestra el clima de intolerancia, persecución y paranoia creado por la propaganda estatal 

ES INEVITABLE hablar de la obra de Felipe Cazals, quien murió a los 84 años la noche del pasado sábado 16 de octubre, a partir de esta cinta oportunísima, atrevida y singular, que a pesar de sus deficiencias técnicas es una obra visionaria. El cineasta aborda aquí los temas que caracterizaron lo mejor de su extensa (aunque muy desigual) obra: el autoritarismo, la ignorancia, la corrupción y el abandono al pueblo; pero destaca por emplear una trama de cine de desastre con toques apocalípticos. La epidemia es un dispositivo narrativo para imaginar al gobierno en una situación extrema en la cual, en vez de recuperar su compromiso y humanidad, se hunde más en el despotismo, la irrelevancia y la negligencia. Esta hipótesis de la reacción del gobierno ante una infección contagiosa fue casi una guía de lo ocurrido en varios países durante la pandemia.

Cazals estudió cine en el Instituto de Altos Estudios Cinematográficos (IDHEC) de París; de regreso en México, se unió al grupo de Cine independiente, al lado de Arturo Ripstein, Tomás Pérez Turrent, Pedro Miret y Rafael Castanedo. Después de hacer algunos filmes experimentales y trabajo para la televisión, filmó largometrajes históricos, como su ambicioso y frustrado debut, Emiliano Zapata (1970) y Aquellos años (1973), sobre Benito Juárez y Maximiliano. Su carrera realmente despegó con el cuarto filme, Canoa, memoria de un hecho vergonzoso (1975), una de las mejores películas mexicanas de la historia. Híbrido de cinta de horror (incluye sórdidas resonancias de Masacre en cadena, de Tobe Hooper, 1974) y falso documental (con entrevistas montadas y testimonios coreografiados) que se desliza entre el cinéma verité y el thriller. Canoa fue un acercamiento cauteloso a temas que estaban absolutamente prohibidos en el cine mexicano. El tono de la película, escrita por Pérez Turrent y fotografiada por Alex Philips, alterna entre la neutralidad periodística, la irreverencia cínica del testigo entrevistado (Salvador Sánchez) y la hábil recreación de un hecho del cual conocemos el desenlace desde el principio, con lo que la tensión y expectativa van creciendo a medida que se acerca el final.

Este filme, que pobló las pesadillas de millones, fue resultado de una investigación de campo, de la participación de los sobrevivientes, de una serie de decisiones conceptuales y técnicas arriesgadas. Cuenta la historia de cinco empleados de la Universidad Autónoma de Puebla (Arturo Alegro, Roberto Sosa padre, Carlos Chávez, Gerardo Vigil y Jaime Garza) que el 14 de septiembre de 1968, dos semanas antes de la matanza de Tlatelolco, van a escalar el cerro de La Malinche, pero una tormenta los obliga a pasar la noche en el pueblo de San Miguel Canoa. Los recién llegados piden alojamiento en la iglesia y la alcaldía; son rechazados. Un habitante del pueblo, Lucas (Ernesto Gómez Cruz), los recibe en su casa, sin imaginar que su visita despierta la suspicacia y oportunismo del cura y cacique local, el padre Enrique Meza (Enrique Lucero), quien incita al pueblo a lincharlos, acusándolos de ser comunistas que vienen a robarles su religión e imponer su ideología. El religioso es un individuo torvo y carismático que dice haber traído la luz, la carretera y el agua, aunque siempre cobrando a los ciudadanos por estos servicios. Los pobladores, a través del testigo sin nombre, hablan de la erosión de la tierra que ya no produce, de los bajísimos precios de sus productos, de la imposibilidad de economizar o de mandar a los hijos a la secundaria. Desconfían de la modernidad, pero se dan cuenta de las consecuencias de que los deje atrás.

Entre ese año y el siguiente, Cazals tuvo un periodo de intensa creatividad. Filmó entonces Las Poquianchis (1975) y El apando (1976). Reunidas con Canoa, las han denominado la trilogía de la violencia y, más peyorativamente, la trilogía de la nota roja o del Alarma! La realidad es que esos nombres reflejan un reduccionismo inapropiado, ya que las tres películas son obras con conciencia y compromiso social, realizadas dentro de los estrechos márgenes (políticos y de representación) que permitía el cine comercial del sexenio de Echeverría (1970-76). Pero fue ahí, con Rodolfo Echeverría como director del Banco Nacional Cinematográfico, que surgieron nuevas fórmulas de financiamiento para películas de autor y cine político, las cuales beneficiaron a Cazals. La situación cambió radicalmente a partir del gobierno de López Portillo (1976-82), cuando tuvo que hacer cine comercial, popular y apolítico como Rigo es amor (1980) y Las siete cucas (1981). Sin embargo, como apunta Ignacio Sánchez Prado en su fundamental ensayo "Alegorías sin pueblo", el cine de Cazals no puede definirse sólo en términos sexenales. En más de medio siglo, dirigió alrededor de 27 largometrajes, recibió numerosos reconocimientos internacionales y se vio forzado a hacer cine alimenticio.

SÁNCHEZ PRADO PLANTEA que Canoa (1975), junto con Calzonzin Inspector (Alfonso Arau, 1973) y, antes, Mecánica nacional (Luis Alcoriza, 1971), representan la ruptura del contrato social entre el Estado, la ciudadanía y la cultura que construyó el cine de la época de oro

... que a partir de la apropiación de personajes urbano-populares y semi-idealizadas clases rurales articuló nociones de pueblo y ciudadanía compatibles con el proyecto estatal del nacionalismo revolucionario y sus intentos de modernización de la población desde la cultura.

Era impensable que durante el gobierno de Luis Echeverría se hiciera una denuncia fílmica (con dinero del Estado) del asesinato de más 500 estudiantes en 1968, cuando el presidente en funciones había sido secretario de Gobernación durante el movimiento estudiantil. Sin embargo, Canoa evocaba ese crimen sin mostrarlo. Es significativa la secuencia en que la procesión fúnebre de dos asesinados se cruza con la marcha militar del 16 de septiembre, ante la mirada vigilante de presuntos agentes de Gobernación.

Canoa tenía la función de impedir que el crimen contra los trabajadores pasara al olvido, pero también muestra el clima de intolerancia, persecución y paranoia creado por la propaganda estatal y religiosa en contra del movimiento estudiantil y así el espacio negativo del filme evoca a Tlatelolco. El insistente énfasis en que las víctimas no eran estudiantes evidencia la manera en que la propaganda había permeado. La cinta muestra también las divisiones entre la población trabajadora y los campesinos, que a pesar de vivir apenas a doce kilómetros de la capital estatal, viven realidades completamente distintas en esa modernidad que se fraguaba en los años setenta. Esto demuestra que las condiciones imperantes aún no eran propicias para un movimiento revolucionario.

Esta película nos hace testigos de los cambios ideológicos que comenzaban a permear en la cultura a finales de los años sesenta, y muestra un México muy distinto al idealizado por el cine de la edad de oro, donde los curas son generosos y el pueblo es bueno. Se ha querido ver que la cinta desplaza la culpa del Estado por la masacre del 68 a un cura y sus maniobras, incluso al mostrar a la policía que entra (demasiado tarde) al rescate de las víctimas. Pero es imposible leer la cinta sin entender que el clima de persecución fue obra del Estado y su campaña sirvió como pretexto al cura Meza. El tema de la matanza del 68 no pudo ser abordado por el cine comercial sino hasta que Jorge Fons aprovechó el relajamiento de los mecanismos de censura estatal en Rojo amanecer (1989).

El apando y Las Poquianchis son cintas violentas basadas también en hechos reales, que describen universos miserables de dolor, abuso y agonía. La primera es una adaptación de la novela de José Revueltas escrita en Lecumberri, que narra la total ausencia de justicia y el caos reinante en un sistema penal de crueldad inverosímil. En un registro de horror semejante, Las Poquianchis cuenta la historia de tres hermanas que crearon y mantuvieron una red de prostitución de menores en San Francisco del Rincón y León, Guanajuato, hasta que fueron arrestadas. Al detenerlas encontraron fosas clandestinas con restos de ochenta mujeres, once hombres y varios cuerpos de bebés. Tanto entre los muros de la cárcel como en las atrocidades cometidas por las hermanas que secuestraban o compraban niñas y jóvenes para traficar sus cuerpos, vemos la complicidad de las autoridades en su corrupción.

Canoa (1975).

UNA DÉCADA MÁS TARDE, en 1985, Cazals filmó Los motivos de Luz, que es una especie de investigación por parte de una psicóloga (Delia Casanova) y una abogada (Marta Aura) para determinar la estabilidad mental y dar sentido a lo que llevó a Luz (Patricia Reyes Spíndola) a asesinar a sus cuatro hijos. Luz, quien padece episodios de delirio y amnesia, fue objeto de todo tipo de abusos en su vida, pero su culpabilidad no queda demostrada. El caso va más allá del escándalo y es una radiografía de la misoginia y la pavorosa vulnerabilidad de las mujeres que es cotidiana en México.

Cazals hizo otras películas dignas de mención, entre ellas Bajo la metralla (1983), El tres de copas (1986), Kino (1993) y sus dos filmes finales: Chicogrande (2010) y Ciudadano Buelna (2012). Su verdadero talento consistió en denunciar las profundidades de la degradación humana ante los mecanismos opresivos de explotación y represión dominantes desde hace décadas. Durante la pandemia, el cineasta dijo en entrevistas que deseaba volver a dirigir. ¿Cómo hubiera filmado a un México no sólo asolado por las injusticias de siempre, sino bajo el control del crimen organizado, en un régimen que se dice de izquierda y declara haber derrotado al neoliberalismo? Nunca lo sabremos.