Tras nueve años de no publicar una novela, Juan Villoro nos sorprende con La tierra de la gran promesa, un retrato vivo de la sociedad mexicana desde varios personajes icónicos. Plantea dilemas importantes sobre cine, vida pública, ética y relaciones interpersonales. El entramado narrativo es tan complejo como las problemáticas a las que echa luz en un país que parece perdido.
¿Por qué iniciar tu historia con el incendio de la Cineteca Nacional?
Ciertas tragedias marcan una época y son heridas abiertas, como ese evento, la matanza de Tlatelolco o el terremoto del 85. Provocaron dolor e incertidumbre. El incendio es el disparador de la trama; lo que ocurre después son los efectos simbólicos del fuego. El protagonista es cineasta y trabaja en un país donde su oficio puede arder. Todo lo que le pasa parece venir de ese bautismo de fuego.
A través de Diego, el protagonista, planteas una disyuntiva: ser testigo de la realidad y registrarla o ser un deconstructor de ésta, un artista. ¿En cuál de los extremos te encuentras?
Quería narrar la vida en distintos niveles. Diego habla dormido y está casado con una sonidista. Ella graba las palabras que él dice de noche y descifra un discurso. Esta confesión contrasta con el oficio diurno de Diego: es documentalista y busca reflejar la realidad de forma objetiva. Sin embargo, pierde el control, se convierte en denunciante de un asesino e involuntario cómplice de otro. ¿En qué medida somos responsables de lo que soñamos o de lo que pretendemos captar con neutralidad? Mi libro plantea estos dilemas. También le debe mucho a la realidad, hay alusiones a sucesos verídicos que quise ambientar en México y Barcelona. En esa medida, escribo como un documentalista, tal como mi personaje ve el mundo. Pero todo es intervenido por el sueño y por capas de irrealidad.
De pronto aparece Luis Buñuel y dice: “el cine es un sueño dirigido”. Los sueños se despliegan al margen de la voluntad, pero el cine puede dar sentido al inconsciente. Como la literatura. Por eso quise que una revelación decisiva ocurriera en un sueño. La novela alterna la mirada del testigo con la del deconstructor de realidades.
¿Por qué renuncia Diego a hacer ficción en el cine como si desertara de la tierra prometida?
Lo hace porque pertenece a una generación que se quedó sin apoyos en tiempos de López Portillo y se ajusta a un país que empeora progresivamente. Por otra parte, tiene una deuda con la verdad. Un amigo murió por su culpa, él se salvó gracias a una mentira. Desde entonces se siente sin derecho a inventar nada; corre todo tipo de riesgos para documentar la realidad, esperando que el destino le depare el castigo que le toca.
Hay zonas del país controladas por el narco... no es una contrasociedad incrustada aquí, es parte de esta sociedad
Dices que en México el poder se ejerce a todos niveles, como en el virreinato. ¿Cómo se podría superar esta herencia tóxica?
Nuestra sociedad piramidal opera en distintos niveles: en empresas, familias, escuelas, partidos políticos. La relación jerárquica no es tan marcada como en Japón, pero es fácil de determinar. En cualquier changarro sabemos quién es el jefe. Este ejercicio patrimonial encarna de manera ejemplar en Pedro Páramo, que es, simultáneamente, el patriarca, el gran macho, el cacique y dueño del pueblo. Todas las figuras de autoridad se concentran en él. Cambiar eso depende de una profunda transformación cultural. La señal más positiva al respecto es la importancia que ha ganado el feminismo y que debe aumentar.
¿Por qué el narco mueve tantos hilos en tu historia?
No abordo el narcotráfico como un fenómeno extravagante, traído por seres exóticos, sino como una descomposición cotidiana del entorno. Curiosamente, imaginar a los narcos como personas distintas a nosotros, que almuerzan hígado humano y usan camisas estampadas con dragones resulta tranquilizador porque, al verlos como monstruos, como diferentes, nos sentimos lejos de ellos. ¿Lo más desconcertante? El delito puede estar en tus vecinos o en tu familia. Su influjo llega a todas partes. Hay zonas del país controladas por el narco y en cualquier cartera puede haber un billete que pasó por negocios ilícitos. El narco no es una contrasociedad incrustada aquí, es parte de esta sociedad.
En el personaje Jaume, el productor, al “gestionar los destinos de los otros”, se refleja Mefistófeles. ¿Realmente el mundo del arte se sostiene sin su presencia?
Una de las paradojas del hecho estético es que no puede existir sin su contrario. Imaginamos el paraíso porque conocemos el infierno, no hay buenas historias sin villanos. Diego pertenece a una generación que creyó en diversas “tierras prometidas”, que anunciaban una aurora de felicidad: el socialismo, el hippismo, el retorno a la naturaleza, la apertura de la conciencia con las drogas. Muchos años después descubre, con su mujer, que la tierra prometida no está lejos ni depende de un cambio absoluto: es el horror que nos rodea, pero que puedes mejorar un poco.
Sobre nuestro estado de derecho barroco, dices: “La ley es la aberración a la que no se debe llegar, antes de eso, siempre es posible complicarse la vida con acuerdos privados”. ¿Qué se pierde en ese camino al que no se llega nunca?
Desde la Colonia se hablaba de una nación “real” y una “legal”. Las independencias de América Latina trataron de unir esos términos. No lo han logrado. Siempre hay maneras más o menos legales de no acatar la ley. Las leyes no se escriben para uso de la gente; son abstrusas para permitir que litiguen los abogados. Necesitamos un estado de derecho, leyes que se entiendan. Esa transformación pasa por el lenguaje. Los fundadores de la “ciudad letrada”, como la llama Ángel Rama, sabían de la importancia de las palabras para definir la realidad.
Afirmas en las últimas páginas: “Al final no es lo que pasó sino cómo se cuenta”. ¿La historia de México debería reescribirse?
La historia siempre se está reescribiendo. A quinientos años de la caída de Tenochtitlan hay muchas dudas de lo que pasó. La narrativa de Cortés y los cronistas de Indias fue un alegato jurídico para obtener recompensa. Esa gesta se reescribió a posteriori como un triunfo unilateral de España. Más cerca de nosotros tenemos otras narrativas que buscan definir el destino. Expresiones como guerra contra el narcotráfico o cuarta transformación son reformulaciones de la realidad hechas con un propósito político. Todas cumplen con un fin esencial del poder: narrarse a sí mismo. Ninguna de esas narrativas admite contradicción. La novela es el gran refugio de lo incierto, lo ambiguo, lo contradictorio; es un formidable recurso para dudar mejor.