Arte y terapia

Redes neurales

Miles Johnston, Persona Revolution, 2018. Fuente: milesjohnstonart.com

He leído que los juegos imaginativos, sensoriales y motores del arte ayudan a aliviar el dolor social y las emociones aflictivas. A veces el auxilio es modesto, mínimo. A veces puede salvarle la vida a una persona, al darle sentido a su historia y ofrecer un vehículo para la transformación psicológica.

Según Julia Kristeva, el poder terapéutico de la creación literaria radica en tres recursos: la prosodia, es decir, la música del habla,

ese lenguaje más allá del lenguaje que inserta en el signo el ritmo y las aliteraciones de los procesos semióticos. También mediante la polivalencia de signos y símbolos, que desestabiliza la nominación y, al acumular alrededor de un signo una pluralidad de connotaciones, le ofrece una oportunidad al sujeto de imaginar el sinsentido, o el verdadero sentido, de la Cosa. Finalmente, mediante la economía psíquica del perdón: identificación del locutor con un ideal acogedor y benéfico, capaz de suprimir la culpabilidad de la venganza o la humillación de la herida narcisista que subyace en la desesperación del deprimido.1

La literatura aparece como un juego donde la imaginación usa al lenguaje para desestabilizar los significados emocionales anclados al relato de sí mismo: la reelaboración de una historia mediante la creatividad genera un reencuentro con la posibilidad de ser. No quiero decir con esto que la literatura no sea un asunto serio, capaz de ir más allá de una dimensión estrictamente lúdica. Pero creo que los alcances éticos, estéticos, políticos y terapéuticos del artefacto literario —que pueden tener una gran penetración crítica y persuasiva—dependen en alguna medida del juego creativo, porque el mecanismo lúdico sacude a las estructuras psicológicas, las hace menos rígidas: gestiona la flexibilidad cognitiva, y en ese sentido, favorece la transformación psicológica. El recurso del juego, inherente a la operación artística, podría contribuir también a la maduración del tímido deseo residual que yace al fondo de los sujetos melancólicos, hasta un punto en el cual la conciencia gesta el deseo de compartir, de comunicar, de abrirse a otra conciencia.

MEDIANTE CRUELES EXPERIMENTOS, el psicólogo Martin Seligman demostró que, en el caso de los perros, el sometimiento físico y el daño aleatorio provocan un estado conocido como desamparo aprendido, que se caracteriza por una abolición de todo sentido del juego. En la indefensión aprendida —así le llamamos, también— desaparece la búsqueda del gozo, la exploración del mundo y el sentimiento de curiosidad hacia las posibilidades del mundo futuro. En el protocolo experimental de Martin Seligman, el animal no sabe cuándo vendrá un castigo doloroso, no tiene manera de anticiparlo o prevenirlo. Esto debilita la iniciativa, la autodeterminación, porque el organismo aprende que todo esfuerzo para contrarrestar el daño es fútil.2,3

Estas lecciones han sido constatadas en los seres humanos y en los mamíferos, en general. La crudeza de su investigación, al parecer, atormentó incluso al propio Seligman, quien hizo un giro en su carrera hacia lo que él llama “la psicología positiva”,4 que busca en forma desesperada las fuentes de la felicidad, pero ha incurrido en toda clase de simplificaciones ideológicas. No deja de ser irónico que sus experimentos iniciales eran muy cuestionables éticamente, pero tenían una gran validez científica, mientras que la filosofía de la psicología positiva podría tener buenas intenciones, pero su simpleza la empuja al borde de la pseudociencia. En todo caso, se debe reconocer que Seligman aportó a la cultura científica un concepto incómodo pero necesario: el desamparo aprendido.

¿El sentido ilusorio de libertad provocado por el juego literario aumenta el margen de la fantasía y conduce al sujeto hacia un reencuentro con el gozo?

En contraposición, Roger Bartra ha planteado en el ensayo Cerebro y libertad que el juego amplifica el sentido de agencia, de libertad personal.5 Una filosofía determinista diría en este punto que el libre albedrío es ilusorio. Si bien los argumentos deterministas en contra de la libertad son dignos de la mayor atención, en mi faceta clínica tiendo a pensar que son acertijos científicos con poca importancia frente a la realidad médica: los pacientes que pierden el movimiento voluntario de las extremidades, como sucede en la cuadriplejía tras una lesión cerebral, nos obligan a tomar en serio el problema de la voluntad. Tampoco podemos ignorar problemas como los movimientos involuntarios que surgen durante una crisis epiléptica, que requieren un abordaje neurológico. En el primer caso, el paciente quiere moverse, pero no puede. En el otro caso, el paciente no quiere moverse, pero lo hace. Si el libre albedrío parece ser tan sólo un concepto heredado de la filosofía y regurgitado por la cultura popular, las operaciones cognitivas y conductuales que designa son completamente relevantes en la práctica clínica y en la ecología cotidiana.

Es posible que el recurso del juego induzca una ampliación en el sentido de agencia, lo cual podría atenuar la sensación de sometimiento característica de la indefensión aprendida. ¿Quizá el sentido ilusorio de libertad provocado por el juego literario aumenta el margen de la fantasía, y conduce al sujeto hacia un reencuentro con el gozo, aunque sea ficticio? ¿De allí surge “la felicidad de estar triste”, como llamó Victor Hugo a la experiencia artística de la melancolía?

Lo sorprendente del arte, si se me perdona el entusiasmo, radica en que el juego ficticio y los trámites ilusorios de la creación generan, en algún momento del proceso, efectos reales tanto en la persona creativa como en sus semejantes.

Si la escritura requiere ensimismamiento, tiene un lector hipotético: el juego literario implica un destinatario. Aunque sea una simulación, la escritura activa el deseo de conectar el mundo privado de la introspección, la memoria autobiográfica y la fantasía personal con la psique del otro. ¿Esto subvierte el proyecto de las emociones destructivas? ¿Así opera la transmutación artística de la melancolía destructiva? ¿Se trata de un poder terapéutico que moviliza nuestro deseo de contacto humano mediante la confianza y que radica en la posibilidad de conectarse con la fantasía, los recuerdos, la reflexión del otro?

Referencias

1 Julia Kristeva, Sol Negro. Depresión y melancolía, Monte Ávila Editores, Caracas, 1997.

2 M. E. Seligman, S. F. Maier, “Failure to Escape Traumatic Shock”, J Exp Psychol., 1967; 74 (1). doi:10.1037/h0024514

3 M. E. Seligman, “Chronic Fear Produced by Unpredictable Electric Shock”, J Comp Physiol Psychol., 1968; 66 (2). doi:10.1037/h0026355

4 M. E. Seligman, “Positive Psychology: A Personal History”, Annu Rev Clin Psychol., 2019; 15. doi:10.1146/annurev-clinpsy-050718-095653

5 Roger Bartra, Cerebro y libertad: Ensayo sobre la moral, el juego y el determinismo, Fondo de Cultura Económica, México, 2013.

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