Reinvención del retrete

Fetiches ordinarios

Modelos de W. C. de fines del siglo XIX. Fuente: Lawrence Wright, Pulcro y decente, Noguer, Barcelona, 1962

Trono de la renovación, ducto hacia el inframundo, último rincón metafísico, el escusado es quizá el lugar más importante de la casa, del que depende el equilibrio del ánimo y ya ni se diga la salud del organismo. En contraste, como si fuera un problema resuelto, como si pudiéramos confiar nuestro bienestar a reliquias de hace siglos, nos contentamos con un concepto de retrete estrafalario, anterior a la ergonomía, amigo de las almorranas y el estreñimiento, que ha disimulado el contrasentido de arrojar nuestros desechos en litros de agua potable.

¿QUIÉN NO HA TEMIDO alguna vez, al momento de sentarse sobre su asiento hueco, ser succionado hacia la era victoriana, a una noción puritana de asepsia, a una estética decimonónica de ingeniería hidráulica, en que la cumbre del buen gusto consistiría en derrochar agua en una atmósfera de tonos pastel y porcelana? Cuando me instalo sobre la taza del W. C., pienso en la relación que guarda, equívoca pero reveladora, con la tradición inglesa de tomar el té. Del otro lado del espejo de Alicia, acudo puntual a la cita para depositar en la taza una bolsita pestilente de bagazo.

A medio camino entre el mueble y el inmueble, la pudibundez le ha conferido al escusado muchos nombres, que lo mismo designan la pieza de cerámica que la habitación en cuanto tal, el espacio en que nos encerramos a purgar los intestinos. “W. C.”, “inodoro”, “sanitario” o simplemente “baño” son algunos de los vocablos al uso; en épocas en que imperaba la madera, lo innombrable se llamaba “sillico”, “silla horadada” o “asiento de negocios”. Cada vez que un término se extiende y vuelve común, debe reemplazarse por otro para encubrirlo. Aunque sólo lo utilice por escrito, confieso mi predilección por “retrete”: gracias a su eufonía, liga el gesto del retraimiento con el lado tétrico de lo excrementicio, el recato frente a ese lado oscuro y fétido de nosotros mismos, que se desprende a manera de esbozo de cadáver.

Concebido como una continuación de la silla y no para favorecer las evacuaciones, la estructura del escusado impide colocarnos en cuclillas —de sobra la posición más natural para expulsar las sobras del cuerpo. La confusión con un recinto intelectual o gabinete de las cavilaciones lo ha convertido en el ambiente predilecto para ponerse al tanto de las redes sociales, y pocos se sorprenderían de la cantidad de tuits y publicaciones virtuales que se generan, como surgidos de un mismo impulso, a la par que las deyecciones. Si hay algo de insustancial y viciado en el ciberespacio se debe a que muchas de sus entradas se inscriben, también en sentido escatológico, en la categoría de flatus vocis.

Cuando me instalo sobre la taza del W. C., pienso en la relación que guarda con la tradición inglesa de tomar el té

NO FALTAN LOS TRATADOS que discuten las ventajas e inconvenientes del escusado actual (Pulcro y decente, de Lawrence Wright, “La interesante y divertida historia del cuarto de baño y del W. C.”, es un ejemplo insustituible), pero no parece estar en ninguna agenda internacional, tampoco en las prioridades de la ONU o la OMS, la discusión sobre la urgencia de renovarlo, de modificar su altura e inclinación, de revisar desde cero su diseño, así sólo sea para reducir el derroche que comporta en un planeta sediento. En la era del alcohol en gel, ¿no hay modo de romper con la superstición, derivada del rito de las abluciones, que exige que el líquido corra para arrastrar consigo el mal?

En el Japón, donde ha sido elevado a un grado de sofisticación insospechable, con calefacción para el asiento, luces propiciatorias y música que garantiza discreción y relax, el escusado es apenas una versión tecnificada del modelo occidental. Hace menos de un siglo, sin embargo, estaba en boga el retrete de estilo japonés, que al redundar en una satisfacción esencialmente fisiológica se planeaba para fomentar la paz del espíritu. En El elogio de la sombra, Junichiro Tanizaki anota que a principios del siglo XX la arquitectura japonesa había alcanzado, en materia de retretes, la cúspide del refinamiento. Apartado idealmente de la casa, construido con paredes sencillas, desde las cuales se pudiera contemplar el cielo, debía guardar una relación estrecha con la naturaleza: que se divisara el verdor del follaje o que una planta irrumpiera por la ventana desprovista de vidrio. En vez de la iluminación blanca y escandalosa que acostumbramos hoy —en razón de que lo consideramos el lugar de lo sucio y, por ende, de la vigilancia—, era fundamental que incorporara cierto matiz de penumbra.

Al igual que en muchos pueblos de México, en que la letrina o el baño seco se disponen a la intemperie, en una palapa próxima a los muladares que de alguna manera ya participa del monte, la incomodidad de los retretes tradicionales japoneses radica en el desplazamiento, en que sin importar los temores de la noche o las inclemencias del tiempo hay que cruzar un descampado. Entre los antiguos nahuas y chinantecos se añadía el peligro de las apariciones del orbe subterráneo. Así como los basurales, el lugar de los excrementos pertenecía ya al Inframundo y su hedor correspondía al Mictlan. En Una vieja historia de la mierda, Alfredo López Austin refiere que salir en plena oscuridad a vaciar el vientre significaba arriesgarse a un encuentro espectral con la Cuitlapanton, Cintanaton o Centlapachton, una enana peluda y nalgona que traía un aviso de muerte. (El miedo más recurrente en el W. C. parece ser la irrupción de la rata nadadora...).

Quién sabe si los retretes campiranos podrían adaptarse al hacinamiento y la vida vertical de las grandes ciudades, pero se sabe que la antigua Tenochtitlan, cuya población alcanzó los trescientos mil habitantes, se las arreglaba muy bien sin contaminar el lago sobre el que se asentaba. Bernal Díaz del Castillo describe los nemanahuilcalli o axixcalli: chozas a orilla de los caminos para aliviar la urgencia de los viandantes. Por paradójico que resulte, no había desperdicio: la hienda se extraía en canoas para ser transportada al mercado y emplearse como abono o el curtido de pieles.

LA REINVENCIÓN DEL RETRETE quizá nos regresaría a épocas más experimentales —y enfermizas—, como aquella en que los orinales y las sillas perforadas se “perfeccionaban” cada año en busca de la eficacia y el disfraz. Un modelo popular en Francia en el siglo XVIII era un taburete de libros dispuestos horizontalmente con el título inquietante de Mystères de Paris. La portada se abría a una versión portátil de las catacumbas. En 1860, por las mismas fechas en que se afianzaba el W. C., Henry Moule inventó el “retrete de tierra”: al jalar una manija, caía un puñado de tierra y ceniza que volvía estéril e inofensiva la porquería. Ahora que termino este texto apoltronado en un baño seco a las afueras de Tepoztlán, me pregunto, con piernas y nalgas entumidas, en qué momento perdimos el rumbo...

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