El profeta de la modernidad

Al margen

Paul Sérusier, El talismán, 1888.
Paul Sérusier, El talismán, 1888. Foto: Fuente: Museo D'Orsay

Muy a menudo, y cada vez con mayor frecuencia, cuando conozco a alguien me preguntan cuál es mi signo zodiacal o, en su defecto, mi cumpleaños, para entonces deducir bajo qué estrellas vi la primera luz. Al ser un día que, por lo que entiendo, se encuentra en el límite entre un signo y otro, lo que sigue, casi invariablemente, es una conversación sobre cuál es el que de forma legítima me corresponde; hay quienes aseguran que mi personalidad es la de un escorpión, mientras otros me asignan características que indudablemente son de un sagitario.

ESCÉPTICA DE TODA MÍSTICA, como buena atea, siempre he dudado que nuestra fecha de nacimiento determine nuestra personalidad. Dudo aún más que lo sea para todos los que nacemos el mismo día, pues no siempre he encontrado almas afines en quienes comparten mi misma astrología. Dicho todo esto, estoy convencida de que el haber nacido en otoño me marcó profundamente, cuando menos, en un sentido: amo esta temporada del año. Mientras el calor es de las pocas cosas que verdaderamente me sacan de quicio, en el frío me siento a mis anchas. Pero lo que más me maravilla de esta temporada es la luz. Estoy segura de que no soy la única que se da cuenta de que las tardes de otoño tienen un sabor muy particular, pero lo cierto es que nunca había sabido cómo describir ese ambiente tan particular... hasta que me encontré con la obra de Paul Sérusier.

Siendo puristas, Sérusier en realidad pintó sus cuadros más famosos en verano y estaba poco interesado en representar el mundo tal y como lo vemos; más bien buscó plasmar en sus lienzos lo que sentía al observarlo. Sus obras son, en ese sentido, más cercanas al simbolismo, corriente artística de la segunda mitad del siglo XIX que buscaba reflejar lo espiritual y onírico en el arte como reacción al realismo imperante en la época. Sin embargo, su experimentación con el color y la forma lo ubican más bien dentro del postimpresionismo, del cual Paul Gauguin y Vincent Van Gogh son los exponentes más famosos. En ese sentido, la historia ha sido injusta con Sérusier, pues él fue su precursor; más aún, fue el iniciador de un movimiento que inspiraría mucho de lo que después se daría a conocer como arte de vanguardia.

Paul Sérusier creó una obra radical: un paisaje cuya abstracción y colorido marcaban el inicio de una nueva era

EN BUSCA de nuevos horizontes —y paisajes—, en 1888 Sérusier abandonó París para unirse a la colonia de artistas que se había establecido en Pont-Aven, un pueblo en la región francesa de Bretaña, la cual conservaba sus viejas costumbres y prácticas rurales. Fue precisamente esto lo que atrajo a pintores como Paul Gauguin, Maurice Denis, Édouard Vuillard y Pierre Bonnard a establecerse ahí; iban persiguiendo un mundo que la industrialización occidental había aniquilado. Ahí, bajo la tutela de Gauguin, Sérusier creó una obra verdaderamente radical: un paisaje cuya abstracción y audaz colorido marcaban el inicio de una nueva era. Fue bautizada por sus compañeros como El talismán, precisamente por considerarla un presagio o, más aún, una brújula con la cual navegar por los nuevos terrenos del arte. Sérusier se convirtió así en el líder de un nuevo movimiento que sería conocido como los Nabis, palabra hebrea para designar a los profetas.

Bajo este nombre se formó una hermandad en torno a la figura de Sérusier y la influencia de Gauguin, a la cual cada quien aportaría interesantes innovaciones estéticas. Sobra decir que la metafísica fue otra de sus preocupaciones, aunque lo cierto es que su mayor interés era la pintura. Más allá de dedicarse a aplicar el óleo sobre el lienzo, los Nabis se adentraron en la teoría con pasión y Sérusier fue en esto también punta de lanza. Desde El talismán hizo patente otra forma de entender este soporte: no se trata ya de imitar la realidad, como habían venido haciendo los impresionistas, sino de plasmar una percepción personal en torno a ésta. El uso del color, por ejemplo, es totalmente arbitrario, es decir que no corresponde de manera literal con lo que está frente a los ojos; se trata entonces de evocar una sensación, no de representar una imagen fidedigna del mundo —para eso ya estaba la fotografía.

“UN CUADRO, antes de ser un caballo de batalla, una mujer desnuda o una anécdota cualquiera, es esencialmente una superficie plana cubierta de colores reunidos en cierto orden”, escribió en 1890 Maurice Denis en su Definición del neo-tradicionalismo, una especie de manifiesto Nabis, y una de las declaraciones que marcarían la historia del arte. Denis también describió el efecto que la obra de Sérusier tuvo en él y sus colegas: “Aprendimos que toda obra de arte es una transposición, el equivalente apasionado de una sensación recibida”. Esta idea de traducir al lienzo su percepción hizo de Sérusier un parteaguas, pues poco a poco fue diluyendo las formas hasta convertirse en un pionero de la abstracción. Su uso tan particular del color, utilizado para reflejar sensaciones y no para copiar la naturaleza, le confirió también un carácter más conceptual a su obra. Esto no sólo impactaría la obra de sus contemporáneos, sino que abrió un nuevo camino para generaciones venideras, entre ellas la de los expresionistas abstractos del siglo XX, como Mark Rothko.

La idea de romper con el engaño del arte fue otra característica notable de la obra de Sérusier; retomando la idea planteada por Denis, para el líder de los Nabis era fundamental que la naturaleza bidimensional de su soporte fuera explícita. Es decir, Sérusier quería evitar que el espectador fuera engañado con el realismo de una figura humana o de un árbol; no, él quería dejar en claro que lo que veían era una interpretación. Esto lo llevó a desarrollar su propia teoría del color; no sólo los aplicaba en bloque, con límites claramente delineados entre las formas, sino que sus tonos amarillos y rojizos queman la pupila, mientras que los azules son gélidos. Quizá es por ello que me remiten a mi percepción del otoño capitalino, con su aire helado a la sombra y el sol más cálido del año. Vale la pena recordarlo también ahora, a cien años de la publicación de su ABC de la pintura.