Como resumen de los asombros que en la década de los cincuenta provocó Ugetsu (Cuentos de la luna pálida después de la lluvia, 1953), del realizador japonés Kenji Mizoguchi (1898-1956), está el testimonio de Jean-Luc Godard: “Esta película es la obra maestra de Mizoguchi, la que lo coloca en pie de igualdad con Griffith, Eisenstein y Renoir... El arte de Mizoguchi es el de demostrar que ‘la verdadera vida está en otra parte’ y que, sin embargo, está ahí, en su extraña y radiante belleza”.
Hay, también, ecos inesperados. El entusiasmo de Julio Cortázar por la cinta llevó a Carlos Fuentes al cine de las Ursulinas, en París, y la atmósfera descubierta en la pantalla por el escritor mexicano dio atmósfera, a su vez, a la novela corta que se traía entre manos, y que aparecería en 1962 bajo el título de Aura. Las imágenes de Mizoguchi tienen su traducción magistral en el relato. La voz que habla desde la tumba al final del filme es, sin duda, una primera manifestación de la anciana Consuelo de la nouvelle de Fuentes.
Ugetsu logró el León de Plata en el Festival de Venecia de 1953, y fue ridículamente nominada en los Óscares de 1956 al “mejor vestuario en blanco y negro”...
Las apariciones no saben de geografías. La década de los cincuenta abre con Sunset Boulevard, de Billy Wilder, narrada desde el punto de vista de un muerto. Tres años después Mizoguchi estrena Ugetsu en Japón, que es una historia de fantasmas. Dos años más tarde, en México se publica Pedro Páramo, novela en la que los fallecidos conversan de tumba a tumba... Estas constantes reencarnaciones parecen marcar, como figuras universales, un tiempo. Pero en el principio no fueron ni Rul-fo ni Mizoguchi ni Wilder... Cuentos de la luna pálida después de la lluvia es una adaptación del Ugetsu monogatari (1776), colección de relatos de Ueda Akinari (1734-1809), autor de “las historias de misterio y de suspense más logradas de la literatura clásica japonesa” (según juzga Kazuya Sakai, traductor al español de esa serie narrativa).
Para dar estructura al guion, Mizoguchi funde dos de los relatos. El primero, “La cabaña entre las cañas esparcidas”, es una especie de Odisea: el comerciante Katsushiro viaja a Kyoto para ofrecer sus telas, y promete a su mujer, Miyagi, que regresará para el otoño... “No me olvides ni de mañana ni de noche”, le pide ella, “y vuelve pronto, te lo ruego”. La vuelta de Katsushiro es tan complicada como la del Ulises homérico, pues la región oriental del país es presa del desorden. “A medida que la confusión se extendía por el país, la gente iba volviéndose feroz. Aquellos que por azar le hacían una visita, a la vista del atractivo semblante de Miyagi se empeñaban en seducirla empleando toda clase de lisonjas, pero ella, manteniendo fielmente su virtud, los trataba con frialdad; al fin, acabó por recluirse y nunca más se dejó ver”.
Ugetsu logró el León de Plata en el Festival de Venecia de 1953; y fue nominada en los Óscares al mejor vestuario en blanco y negro...
A un otoño sigue otro y así hasta contar siete. En Kyoto, Katsushiro se va enterando de los avatares de la guerra. “¿Habrá sido su casa destruida por el fuego y los soldados?”, se pregunta. “Sin duda su mujer ya no pertenecía a este mundo. En tal caso, conjeturó, su pueblo ya no sería más que una guarida de demonios”.
Por fin la tierra se calma, y Katsushiro vuelve. El pueblo está en ruinas pero su casa no.
—¿Quién está ahí? —inquiere una voz envejecida.
—Soy yo, que he regresado —dice Katsushiro.
Ella le cuenta los sufrimientos padecidos. “Hubiera sido realmente penoso morir de amor esperando el encuentro, ignorada por mi ser amado”. Y luego de escuchar sus respectivos relatos, duermen.
A la mañana siguiente, por supuesto, Katsushiro descubre que su casa está en ruinas, y un anciano le habla de la muerte de Miyagi, para concluir que fue “el espíritu de tu valerosa mujer el que regresó del más allá para hacer oír su prolongado suplicio de amor”.
Para incorporar el otro relato, “La impura pasión de una serpiente”, Mizoguchi agrega un motivo más a las razones por las cuales Katsushiro no puede regresar al pueblo. En el cuento, el hijo de un pescador es seducido por una pareja enigmática, la de Manago y su doncella Maroya, y retenido por ellas. En la cinta, Katsushiro sucumbe ante los encantos de Wakasa. Tanto en la película como en el libro, el hombre descubre que la casa en la que vivió está en ruinas, y que por años él fue presa de un hechizo de ese amor que hace extraviar hasta a Confucio. El personaje convivió con dos de esos demonios maléficos que andan por el mundo perturbando a los hombres: en el cuento Manago es en realidad una serpiente blanca de más de tres pies de largo y su doncella una víbora de apenas un pie de longitud.
Mizoguchi fusiona, pues, estas dos historias: Katsushiro se convierte en el alfarero Genjuro (interpretado por Mori Masayuki); Miyagi (Tanaka Kinuyo) mantiene su nombre y su esencia... Al viaje a Kyoto acompaña a Genjuro su cuñado Tobei (Ozawa Sakae), que quiere ser samurai y tiene sueños de grandeza: la historia de Tobei será paralela a la Genjuro y Miyagi. La esposa de Tobei, Ohama (Mito Mitsuko), no lo espera; va con él a la capital y es abandonada por el marido en Kyoto. En su caída ella es violada y termina en un prostíbulo; ahí la encontrará Tobei, cuando ya presume de hazañas de guerra y es respetado entre sus compañeros...
En un tratamiento inicial, Mizoguchi pensó que Tobei decidiría continuar su ascenso como soldado antes que rescatar a Ohama, pero los productores le impusieron un final feliz: Tobei se da cuenta de que lo ha sacrificado todo y pide perdón; ella lo exculpa y toman camino hacia el pueblo, donde Genjuro vive a la sombra de Miyagi, su mujer muerta, fiel (ahora así) a su amor, y cuidando al hijo de ambos que milagrosamente sobrevivió a la turbulencia. Las palabras finales son de Miyagi, que habla desde la tumba, y que lo sigue haciendo, en el siglo XXI, para demostrarnos (como dice Godard) que la verdadera vida está en otra parte.