Hablemos de Stephen Crane

Paul Auster detuvo su labor de novelista para publicar en 2021 La llama inmortal de Stephen Crane, en el 150 aniversario del nacimiento de este autor. Es una biografía literaria y un formidable estudio que llega a nuestro idioma con el sello Seix Barral. Pese a la brevedad de su vida —murió a los 29 años—, Crane desarrolló un estilo único y formas diversas para desplegarlo, de la poesía a la ficción, la crónica, el periodismo. Auster lo considera un fundador de la literatura moderna en Estados Unidos; la inteligencia, sensibilidad y pasión de su empeño resultan irresistibles.

Stephen Crane (1871-1900). Foto: Fuente: dailyorange.com

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EN 1950 John Berryman vio salir de la imprenta su estudio sobre Stephen Crane. Empezó a trabajar en serio en su manuscrito en abril de 1948, días o tal vez unas semanas antes de incorporarse al Departamento de Inglés de la Universidad de Princeton como resident fellow para el año académico de 1948-1949, no obstante que traía en la cabeza el deseo de ensayar una biografía de George Washington. Stephen Crane. Una biografía crítica le arrancó un elogio a Edmund Wilson, quien acababa de leer todos sus escritos, y le confirió al propio Berryman alguna autoridad académica, la cual compensó momentáneamente la reputación también fugaz que le dieran los dos premios que obtuvo por su poesía en este mismo tiempo.

Stephen Crane —escribió John Haffenden— es, en buena medida, un sostenido y elaborado trabajo biográfico, si acaso ligeramente idiosincrásico en cuanto a su estilo, que recibió algún reproche porque al parecer usó la psicología profunda como una forma de crítica literaria, y por usar los propios escritos de Crane como una fuente biográfica.

Henry Fleming, personaje central de La roja insignia
del valor, algo le debe a La cartuja de Parma, en particular a los capítulos que Stendhal dedicó a Waterloo .

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ES INELUDIBLE que La llama inmortal de Stephen Crane remita a la biografía de John Berryman ­—si bien algunos capítulos de ésta migraron a la antología The Freedom of the Poet. Ambos leen al autor que quieren encontrar. Y así como Berryman sostiene que Crane es el poeta estadunidense más importante entre Walt Whitman y Emily Dickinson, por un lado, y Edwin Arlington Robinson, Robert Frost y Ezra Pound, por otro, Auster afirma que

... la obra de Crane, que rehuyó las tradiciones de casi todo lo que se había producido antes de él, fue tan radical para su tiempo que ahora se le puede considerar como el primer modernista norteamericano, el principal responsable de cambiar el modo en que vemos el mundo a través de la lente de la palabra escrita.

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LA MANERA DE VER el mundo, en efecto, y sobre todo aquellas con las que la pintura de los impresionistas, primero, y más adelante los cubistas, se propusieron “transmitir el espíritu de una cosa así como los meros items de la representación de esa cosa”, según escribió Joseph E. Chamberlain en The Listener en 1913, marcaron la narrativa de Stephen Crane, al grado de que Paul Auster descubre en él la expresión temprana de la vanguardia. En su breve vida activa como autor, agrega Auster hacia la mitad de su estudio, Crane libró una “larga y hermosa guerra” en la construcción de un proyecto literario que “en sus múltiples formas, tanto de ficción como de no ficción”, puso toda su atención ... a los caprichos de la percepción del mundo, el ojo mirando hacia afuera y tratando de encontrar sentido a lo que ve, mientras el intelecto mira hacia adentro, a la mezcolanza de emociones e impulsos contradictorios que bombardean continuamente la conciencia.

Crane observa cuanto se mueve

... en la frontera de lo legible y lo ilegible, la línea divisoria entre lo nítido y lo borroso, y esa línea, ese lugar de indeterminación donde confluyen lo subjetivo y lo objetivo, constituye el angosto territorio en el que se desenvuelve... y como antes nadie había explorado plenamente ese ámbito, destaca como descubridor de un territorio nuevo.

De aquí su importancia en la expresión literaria norteamericana, dice Auster, quien ve en Crane a la persona que a finales del siglo XIX y principios del XX se encargó de abrir la puerta a lo que habría de venir.

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JOHN BERRYMAN pasó por alto, en su Stephen Crane. Una biografía crítica, que no se puede usar la vida para interpretar la obra, como sí se puede usar la obra para interpretar la vida, según advierte Susan Sontag en su ensayo sobre Walter Benjamin.

El caso de La llama inmortal de Stephen Crane es distinto, tal vez porque un narrador como Auster entiende lo irrelevante que a fin de cuentas resulta que las obras de ficción contengan “por algún sitio ciertos elementos autobiográficos, por oscuros, sumergidos o ingenuos que sean” al momento de su apreciación estética, artística o cultural.

De entrada, en efecto, La llama inmortal es parte de una cuerda ensayística en la que destacan títulos como el Hawthorne de Henry James, My Mark Twain de William Dean Howells, y Genio y lujuria: Henry Miller de Norman Mailer, cuerda a la que no es del todo ajeno el trabajo del propio Berryman. El libro de Auster se abisma en una minuciosa lectura de los cuentos, novellas, novelas, poesía, periodismo, sketches —entre la ficción y la no ficción— y desde luego las crónicas de guerra de Crane. El lector asiste, por así decirlo, a las horas de su creación y a la incorporación de cada pieza, impresa o no, en el cuerpo de la obra. Tal es el caso, por dar un ejemplo, de “Diamantes y diamantes”, una pieza notable que se extravió por años entre los manuscritos de Crane y que se publicó en 1956 en el boletín de la Biblioteca Pública de Nueva York, junto con las páginas que dedicó a los bajos fondos del barrio de Tenderloin en 1896.

Un dato no menor, y crucial en la sola imaginación de un estudio de las dimensiones que tiene éste de Auster, es el de la diversidad de ediciones y discusiones que desde los novecientos cincuenta ha suscitado la obra de Crane. Si el interés de Berryman encontró un punto de apoyo en la investigación iniciada por Thomas Beer, el de Auster ya contó con las tres mil y pico de páginas que contienen las Obras completas de la Universidad de Virgina, más una muy amplia serie de apoyos periféricos en la forma de ensayos, estudios, ediciones facsimilares y sobre todo conjuntos documentales bien catalogados.

Paul Auster (1947). ı Foto: Fuente: eldiario.es

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HENRY FLEMING, el personaje central de La roja insignia del valor, algo le debe a La cartuja de Parma, en particular a los capítulos que Stendhal dedicó a la batalla de Waterloo. Esto creo. O al menos los personajes de Crane en sus diversas escenas de guerra comparten la ceguera de Fabrizio del Dongo. Sea o no pertinente lo anterior, lo que es un hecho es que esta novela es una de las obras mejor estudiadas y más comentadas de Crane y la que carga a cuestas la historia más densa.

El primer manuscrito de La roja insignia del valor, cuenta Auster, se inspiró en una serie de entregas sobre las batallas y los dirigentes de la Guerra Civil —publicadas entre 1884 y 1887 en Century Magazine—, y quedó concluido en el verano de 1893. Crane se habría tirado de cabeza en este material, en la colección un artista amigo suyo, Corwin Knapp Linson, pero el resultado fue tan poco convincente que optó por destruir esta versión.

Un año antes había escrito y publicado por su cuenta su primera novela, Maggie. A Girl of the Streets (Maggie. Una chica de la calle). Trabajó el segundo manuscrito de La roja insignia del valor hasta concluirlo en abril de 1894 y entregó una copia a máquina del mismo a S. S. McClure, titular de una agencia de noticias y de McClure’s Magazine, acompañado con una carta de recomendación de William Dean Howells. El silencio o la duda o la demora de McClure llevaron a Crane a ofrecer este segundo manuscrito, en su puño y letra, al director de otra agencia de prensa, Irving Bacheller, en septiembre de 1894. Este mismo Bacheller le propuso a Crane publicar las cincuenta mil palabras de La roja insignia del valor en una serie de entregas en diversos periódicos del país, pero en los hechos las cincuenta mil palabras quedaron en quince mil, que acogieron una docena de tabloides —esto es, una versión “más breve y a mi entender mucho peor que el original”, según escribió Crane. La recepción del relato fue muy positiva y animado por esto Crane se acercó al editor de Appleton, Rippley Hitchcock, quien finalmente se encargó de trasladar al formato de libro La roja insignia del valor.

Hitchcock, al igual que Bacheller, se permitió reducir el manuscrito original de cincuenta y cinco a cincuenta mil palabras, con lo que desde entonces quedaron fuera expresiones, oraciones, párrafos y un capítulo completo. El brío de la prosa de Crane no sólo se encargó de que sus primeros lectores pasaran por alto las faltas de concordancia en diversos pasajes, sino de que La roja insignia del valor encontrara su lugar entre las novelas del siglo XIX.

Auster omitió asomarse al destino de La roja insignia del valor tras la muerte de Crane, es decir, a la intensa controversia editorial en torno a la restitución de la versión original del autor. En su aguda, profunda y entusiasta lectura usó la edición mutilada de Hitchcock —“la versión comercial de la novela”, como la llama Auster. La historia es larga, y al parecer no importa, a juzgar por la decisión de Auster, pero vale la pena intentar exponerla muy brevemente.

Se trataba de volver a hablar de Crane, poner nuevamente el nombre de este autor sobre las mesas, creyéndolo olvidado

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EL RESCATE de la versión original de La roja insignia del valor dio inicio en la misma época en la que John Berryman empezó a trabajar en su Stephen Crane. Tras los ensayos de R. B. Sewal y Winifred Lynskey en los novecientos cuarenta, los cuales llamaron la atención sobre la necesidad de revisar el manuscrito original de la novela, en 1951 John T. Winterich añadió entre corchetes, para Folio Society, lo que omitió Appleton en su edición de La roja insignia del valor, y en 1952 R. W. Stallman, en Stephen Crane: An Omnibus, incluyó un mayor número de materiales que los reunidos por Winterich y añadió en notas al pie algunos de los cortes realizados en la versión de Appleton. A nadie importó, al parecer, y la “versión comercial” de la novela conservó su nombradía.

En 1965, William L. Howarth insistió en la necesidad de revisar detenidamente el manuscrito original de Crane, y en 1967 Joseph Katz puso sobre la mesa su edición facsimilar de la versión por entregas de novela, tal como apareció en las páginas de The New York Press en diciembre de 1894. Y entre 1972 y 1973, finalmente, Fredson Bowers sacó en dos tomos una edición facsimilar del manuscrito de La roja insignia del valor.

Lo anterior debiera ayudar a sugerir el interés en torno a la obra de Crane en Estados Unidos. Esto propició la ya citada edición en diez tomos de sus Obras completas, además de una atmósfera favorable al asedio y las discusiones desde la filología. Y poco después animó asimismo a Henry Biden a proponer a W. W. Norton & Co. la edición de la obra tal como la escribió Crane, a partir de las fuentes conservadas en archivo. Lo anterior, de nuevo, se dice rápido, pero en realidad se trata de un conjunto de procesos en los que disciplina y tiempo, sobre todo (para no hablar de recursos), resultan esenciales.

El 2 de abril de 1982, Henry Biden ocupó la primera plana de The New York Times con su restauración de La roja insignia del valor. Dudo que otro estudioso de Crane haya pasado por semejante tránsito. La anécdota, por fortuna, dice mucho más sobre el prestigio del autor que sobre los méritos del académico, quien en otro lugar apuntó lo siguiente:

Crane escribió en el manuscrito un relato irónico, un relato en el cual el personaje principal no transita por ningún desarrollo positivo; y después, en respuesta aparentemente a las sugerencias editoriales de Appleton, realizó o concedió dos series de cortes en la novela justo antes de su publicación. Estos cortes confundieron la ironía original; redujeron la complejidad psicológica de Henry Fleming, el personaje principal; oscurecieron u obviaron la función de Wilson, el soldado andrajoso... y dejaron un texto incoherente en varias partes, en particular en el último capítulo.

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“LA ROJA INSIGNIA del valor es un libro de tan extrema compresión que cada párrafo es esencial”, como escribe Paul Auster en La llama inmortal de Stephen Crane.

No hay relajación —sigue—, ni material superfluo ni pasaje que desvíe la atención de la esencia de la historia. Por eso causó el libro tanto revuelo en 1895 y por eso nunca ha estado descatalogado en los ciento veinticinco años transcurridos desde entonces. No tanto por la historia que cuenta, sino por cómo la cuenta.

¿Por qué entonces, cuarenta años después de la edición de Norton, se ha impuesto en todas partes la lectura de la “versión comercial” sobre la original de Crane? Ojalá un autor como Auster tuviera la respuesta.

Éste al parecer tenía muchos otros temas en mente en 2016 cuando concluyó su novela 4321 y empezó a trabajar en su propio original de La llama inmortal de Stephen Crane, si bien me cuesta trabajo considerar que en mil páginas se escapara el espacio para ponderar si la primera versión concluida de una obra, a menos que haya sido modificada por el autor o acuse errores obvios, es lo que se tiene por original, o si el original es lo que quedó tras una o varias intervenciones editoriales, no necesariamente afortunadas, sobre la intención del autor.

A fin de cuentas, de lo que se trataba era de volver a hablar de Crane, de poner nuevamente el nombre de este autor sobre las mesas, creyéndolo olvidado, como le confió el propio Auster a Stephanie Bastek en el podcast (Smarty Pants) de The American Scholar (https://theamericanscholar.org/american-modernisms-lost-boy-king).

Háblese de Stephen Crane, entonces. La llama inmortal tiene tanto de este malogrado autor como de Auster, quien reconstruye con su propio nervio episodios que se creían no sólo bien vistos sino incluso cerrados, como el de Dora Clark, por mencionar uno entre muchos ejemplos posibles. Háblese asimismo de Auster, el mago, sumergido en una vida ajena.