La saga mexicana del Nican Mopohua

Dos momentos fundamentales de nuestra identidad como país constituyen el tema de esta edición decembrina. Para comenzar, damos la bienvenida al narrador y ensayista Álvaro Enrigue en las páginas de El Cultural. Como el investigador que también es, aborda un pasaje definitivo para el devenir de México: el sincretismo de su herencia prehispánica y novedad colonial, cristalizado en la expresión del Nican Mopohua. Escrito en nahua clásico, este relato sobre las apariciones de la Virgen de Guadalupe ante Juan Diego detonó un “culto universal” y fue el comienzo —nada menos, afirma— de lo que hoy llamamos literatura mexicana.

La edición de Luis Lasso de la Vega, Nican Mopohua, Hvei tlamahvçoltica, 1649.
La edición de Luis Lasso de la Vega, Nican Mopohua, Hvei tlamahvçoltica, 1649. Foto: Fuente: hmoob.in

Cuando me enteré de que la versión manuscrita más antigua del Nican Mopohua está en Nueva York, corrí a la Biblioteca Pública, que lo conserva. Es un poema, una fábula, un cuento con tramos de un poderío lírico que me deslumbra. Y es un texto conmovedor: el registro de una sensibilidad perdida en la que el mayor signo de respeto es la ternura.

EN UNA DE SUS ESCENAS mejor conocidas —y la más castigada por el sentimentalismo idiota de los medios masivos—, un ejidatario de Cuautitlán conversa con la madre de los dioses que se le ha aparecido en el novedoso avatar de la Virgen María. Él reconoce su dignidad divina llamándola: “Hija mía, la más pequeña, mi muchachita”.1 Es cursi, por supuesto, pero Rubén Darío o Gabriela Mistral eran cursis sin boleto de regreso y eso no demerita ni su influencia ni su genio. Y a diferencia de sus poemas, el Nican Mopohua tiene un fondo cuyas opacidades están lejos de haber sido descifradas. Sí, es cursi que un señor le diga “hija mía, la más pequeña” a la madre de Dios o de los dioses —según como queramos leer el texto—, pero es sobre todo raro, ajeno, en realidad inexplicable.

Copié en una tarjeta el número de la colección de documentos en que está guardado y se lo tendí a la jefa de custodio de manuscritos de la Biblioteca Pública, que no podría ser más gringa de lo que es. Miró la tarjeta y mi airosa credencial de profesor y me dijo, sin consultar su computadora: “¿Quiere ver el Nican Mopohua?”. Yo le respondí con otra pregunta: “¿Sabe qué es el Nican Mopohua?”. Hizo un gesto de impaciencia y añadió: “Se lo puedo traer si cumple los protocolos, pero le falta la primera página, porque está expuesta con los Tesoros de la Biblioteca”.2 “¿Dónde están esos tesoros?”, pregunté. “En el lobby”, me dijo. Bajé a verlos en lo que se comenzaban a mover los engranajes de la burocracia del conocimiento.

La primera página del manuscrito está desplegada en el centro del primer salón de la muestra, a la derecha de la copia a mano que hizo Jefferson de la Constitución de Estados Unidos. También tienen expuesto ahí el mapa Núremberg de Tenochtitlan y la primera edición de la Respuesta a sor Filotea de sor Juana —es un salón que marea. La posible validación que esto supone es, por supuesto, más divertida que necesaria, pero también revela la universalidad del peso gravitacional del Nican Mopohua: es el sol secreto de un sistema planetario que gira en su torno y ese sistema planetario se llama América.

No exagero cuando señalo su poder lírico. La Virgen de Guadalupe está por aparecérsele a Juan Diego —el único santo que nos ha dado Cuautitlán— y el poeta establece las coordenadas históricas de lo que va a contar. La acción sucede, como todo el mundo sabe, al pie del cerro del Tepeyac —justo donde hoy está la capilla del Pocito—, que era el paso obligado a México para los habitantes de las comunidades del norte.3 Aquí los versos con que arranca, después de un prólogo muy breve —la traducción es la de Miguel León Portilla—:

Y a diez años

de que fue conquistada el agua,

[el monte,

la ciudad de México,

ya reposó la flecha, el escudo,

por todas partes estaban en paz

en los varios pueblos.

No ya sólo brotó,

ya verdea, abre su corola

la creencia...4

EL NICAN MOPOHUA está escrito en nahua clásico y es anterior en casi cien años al apogeo barroco —cuando se publicó como libro. Aún no es conceptuoso, no alza imágenes oponiendo términos contradictorios —“fuego a quien tanto mar ha respetado”, el agua y la lumbre de Quevedo—, sino complementarios: “ya reposó la flecha, el escudo”: se terminó el sitio de la ciudad. O “ya verdea, abre su corola la creencia”: maduró la fe.

Como la poesía antigua del centro de México, éste es un texto lleno de difrasismos —la figura retórica puesta en circulación por Ángel María Garibay para definir el más común de los tropos nahuas.5 Propone dos términos que al complementarse evitan mencionar un tercero, que se infiere. Hay difrasismos célebres: “el agua y el fuego” son la guerra sagrada. Guillermo Ortiz de Montellano recuerda uno precioso en el estudio que acompaña a su versión del Nican Mopohua: “la niebla y el humo” alude a la fama.6

Los difrasismos no suponen una figuración explosiva, como la barroca, sino una poética de la contención y el diálogo: ciertos sustantivos se difieren y desanudar su significado depende del lector. Reclaman a un grupo que ha aprendido el código y lo conserva para pasárselo de memoria a la siguiente generación. “Operan”, dice Ortiz de Montellano, “de una memoria a otra”.7 El poema es un juego. No es de quien lo compone, sino de quien lo trabaja. De ahí que el Nican Mopohua no tenga un autor identificado en el texto, aunque su atribución tradicional a Antonio Valeriano parece correcta.

​El texto perdido es anterior, pero no por mucho. Fue escrito después de 1531  y antes de 1572, cuando su probable autor, Antonio Valeriano, dejó el Colegio de Tlatelolco

Se llama así porque así empieza: “Nican mopohua motecpana inequenin yancuican huei tlamahuiçoltica”, es decir, “Aquí se relata, se pone en orden, como hace poco, de manera portentosa...”.8 La edición príncipe del texto está en nahua, sin traducción al castellano. La publicó Luis Lasso de la Vega, párroco del templo de Guadalupe, y la imprimió Juan Ruiz en la ciudad de México en 1649 —más o menos un siglo después de que el original fuera escrito. El volumen llevaba en la portada el título Huei tlamahuiçoltica, “El portento”.9 Venía de un texto que pudo ser el original o una copia a mano. Esas copias a mano debieron circular lo suficiente durante los cien años anteriores a su impresión como para que al publicarse no se desestabilizara el nombre con que la gente ya lo conocía: Nican mopohua, “Aquí se cuenta”. El original de puño y letra de Valeriano está perdido. El manuscrito más antiguo que se conserva, el de la Biblioteca Pública de Nueva York, es una copia10 y está escrito en papel fabricado en España entre 1550 y 1600.11

El texto perdido es anterior, pero no por mucho. Fue escrito después de 1531 —año en que el mismo documento data las apariciones de Guadalupe— y antes de 1572, cuando su probable autor, Antonio Valeriano, dejó su trabajo académico en el Colegio Imperial de la Santa Cruz de Tlatelolco para asumir el puesto de gobernador de Azcapotzalco. No hay documento que compruebe su autoría, pero Carlos de Sigüenza y Góngora, quien heredó el original de Fernando de Alva Ixtli-xóchitl y era un archivista obsesivo, hizo la atribución y no hay por qué dudar de ella.12 Todo cuadra.

ANTONIO VALERIANO, además del más famoso y respetado de los latinistas nahuas graduados del Colegio de Tlatelolco, fue de joven un informante de Sahagún. Era un personaje interesante. Fue parte de la generación que creció inmediatamente después de la caída de Tenochtitlan, antes de que la burocracia imperial se volviera realmente operativa. Un momento en que la migración de europeos al territorio bautizado por Cortés como Nueva España —nombrar no era su fuerte, no sólo llamó de la forma menos imaginativa a Mesoamérica, también le puso “Martín” a todos sus hijos—, todavía venía del Caribe, era poca y pasaba de los barcos a los frentes abiertos al norte, el sur y el oriente del Anáhuac, donde las guerras contra los chichimecas, los mayas y los tarascos eran conflictos activos.13 Salvo por la parte sur del islote de los templos y palacios, en el que los tenochcas edificaban una villa fortificada a la española para los conquistadores, la ciudad de México —cuyo nombre todavía alternaba entre ése y Tenochtitlan—, seguía siendo la urbanización flotante en que había mandado Moctezuma y en la que aún gobernaban sus herederos, en acuerdo con los primeros jueces y virreyes españoles.14 Esta proporción en los habitantes de la ciudad se invirtió durante la segunda mitad de la vida de Valeriano. A sus cincuenta años tuvo que dejar el Colegio Imperial porque las plagas lo dejaron sin estudiantes.

Valeriano no atendió al Calmecac —nació en 1521 o 1522—, pero debió estudiar los cantos anteriores a la llegada de los españoles con los viejos que los enseñaban en las antiguas escuelas mexicas. Como todos los alumnos adelantados de los primeros años del Colegio Imperial de Tlatelolco, debió trabajar en el dictado y la transcripción de los cantos prehispánicos mediante esa tecnología de conservación extraordinaria que había llegado con los caballos y las ballestas: el alfabeto latino. Algo del maravillarse ante la posibilidad de congelar los cantos viejos mediante letras está presente en el Nican Mopohua, el más exitoso de los textos nahuas compuestos para ser escritos y no para ser dichos.

Cuando en el poema Tonantzin Guadalupe —así se llamaba: “Nuestra Madre Guadalupe”— ya se le apareció por primera vez a Juan Diego y lo señaló como portador de su aliento en el barrio español de la ciudad de México, él regresa al Tepeyac a anunciarle que fracasó en su misión, que el obispo Zumárraga sí lo recibió, pero no le creyó porque es un mensajero indigno de la madre de Dios, “el Inventor de la Gente”, dice el poema, “el Dueño del Cerca y el Junto”15 —la opacidad de este segundo difrasismo es inquietante.

Ella le responde que tiene que ser él quien lleve su mensaje —“quien lleve su aliento”16 —, mientras él dice que no es nada más que un macegual, que sus palabras no tienen valor en los palacios de los españoles. Entonces se define a sí mismo para que su señora lo entienda. Afirma que no es un individuo, sino parte de una comunidad, que él sólo es significativo en tanto la fracción de un todo más vasto que su persona: “Sólo soy como la cuerda de los cargadores, en verdad soy una piragua, sólo soy cola, soy ala”.

Juan Dualte, Cuarta aparición de la Virgen de Guadalupe, óleo sobre tela, siglo XVIII.
Juan Dualte, Cuarta aparición de la Virgen de Guadalupe, óleo sobre tela, siglo XVIII. ı Foto: Fuente: 52.183.37.55/artworks/1417

No es la mercancía que va a vender el comerciante, sino lo que la amarra; es sólo una parte del gran pájaro que es la gente de Cuautitlán. E insiste:

En verdad no es lugar donde

[yo ando,

no es lugar donde yo

[me detengo.17

Se sitúa en un no-lugar: una negación, pero también una utopía —Zumárraga, que debió interactuar con Valeriano, tenía en la biblioteca del arzobispado una primera edición, en latín, de la Utopía de Thomas Moore.18 Una parte de la ecuación de ese mundo que se estaba gestando en México, la parte española y la de los nobles y los estudiantes del Colegio Imperial, ya estaba latinizada: escribía. Se había integrado a lo permanente, a la historia fijada en caracteres latinos. Tenía lugar. La otra, la parte nahua no escolarizada —las alas, las colas— no era todavía una individualidad histórica porque perte-necía al tiempo de la oralidad —lo que no está fijo, un “no es lugar“.

UNA LECTURA del Nican Mopohua que desestime sus implicaciones como materia para la fe y acentúe su valor literario en tanto una fábula sobre el trauma de la guerra de ocupación y el proceso por el que pasaron los nahuas para sanarlo —si es que fuera sanable—, implica entender ese tránsito de la palabra hablada a la palabra escrita. Serge Gruzinski traza ese itinerario con detalle en La conquista de México.19 Al final del relato —no hay que olvidarlo, la ficción es siempre paradójica: se interpreta al revés de cómo se leyó porque el final sostiene al principio—, las tribulaciones por las que pasa Juan Diego se resuelven cuando Zumárraga se arrodilla ante él, que permanece de pie porque está sosteniendo la tilma en que se imprimió la figura de Tonantzin:

Y cuando la contempló el que

[gobierna, obispo,

y también todos los que

[ahí estaban,

se arrodillaron, mucho

[la admiraron.20

Es la imagen predilecta de la iconografía guadalupana: el nahua de pie y el europeo humillado. Visto desde la preclara ficción freudiana es la “comida totémica”,21 la cena del padre. Juan Diego —“el más pequeño” —, se devora al todopoderoso Zumárraga, que es un padre y “el padre”. La violación de Tenochtitlan ha sido vengada y las cosas vuelven simbólicamente, si no a su lugar, cuando menos a otro lugar. Juan Diego entra en la historia: su nombre es escrito.

No estoy hablando aquí, por supuesto, del Nican Mopohua como un texto que reivindicara una idea de justicia racial —hay que evitar, en lo posible, imponer valores del presente en las mentes del pasado. Es una fábula que visibilizaba a los recién bautizados en una sociedad que no podía prescindir de ellos porque la población original se reducía de manera alarmante, sin que llegaran europeos para suplir su mano de obra. Aunque era nahua, Valeriano ya no era del todo azcapotzalca. No tuvo nombre indígena o lo borró tan diestramente que en ningún lado se consigna. Era eso nuevo que, por falta de mejor adjetivo, se llamaba hasta principios del siglo XVII un nican titlaca, un “aquí nuestra gente” —los españoles eran caxtiltecas, los africanos, in tliltique, “son negros”.22 Era profesor de latín, se vestía a la europea, tenía prebendas de noble aunque hubiera nacido macegual: se casó con una sobrina nieta de Moctezuma, hija de don Diego de Alvarado Huanintzin, que todavía tuvo el título de tlatoani aunque gobernó Tenochtitlan después de la rendición de Cuauhtémoc.23

Existe un asunto, sin embargo, que desestabiliza las posibilidades de que Valeriano haya escrito el Nican Mopohua. Tuvo que ser muy cercano a Bernardino de Sahagún, que estaba tan ferozmente en contra del culto de Tonantzin Guadalupe que lo condenó en una airada sección del libro XI de su Historia general.

Es la imagen predilecta de la iconografía guadalupana: el nahua de pie y el europeo humillado. Visto desde la ficción freudiana es la cena del padre. Juan Diego se devora al todopoderoso Zumárraga

VALE LA PENA DETENERSE en ese registro temprano de la tradición guadalupana.

Tal vez por estar redactado como apéndice, se puede leer a Sahagún debatiendo consigo mismo, poniéndose de malas y llegando a las conclusiones a las que llegaría un fraile franciscano nacido en Castilla frente a cualquier espectáculo heterodoxo. Era un hombre rasposo a pesar de la admirable generosidad de su vocación de historiador.

Empieza diciendo que el Tepeyac es un lugar donde los mexicas “solían hacer muy solemnes sacrificios, y que venían a ellos de tierras muy lejanas”; anota que el sitio ya se llamaba en castellano “Nuestra señora de Guadalupe”. Dice que en ese lugar “tenían un templo dedicado a la madre de los dioses que llamaban Tonantzin” y que en los días en que se celebraba a la diosa, la gente “venía a ellos desde muy lejanas tierras... de todas estas comarcas de México”. Hasta ahí todo bien, pero le irrita que “ahora que está ahí edificada la iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe”, los predicadores indígenas —que él mismo entrenó en Tlatelolco—, “también la llaman Tonantzin... y es cosa que se debería remediar, porque el propio nombre de la Madre de Dios Señora Nuestra no es Tonantzin”. Esto le parece “una invención satánica”. Cierra con una frase deliciosa, que se podría leer como la piedra de fundación de la cultura de la desconfianza: “La cual devoción también es sospechosa, porque en muchas partes hay iglesias de Nuestra Señora y no van a ellas y vienen de lejanas tierras a esta Tonantzin”.24

El tejido social de la Nueva España del primer contacto era binario: la república de los indios y el reino de los españoles estaban disociados. Sólo se habían mezclado, a punta de degüellos y violaciones, en los matrimonios entre capitanes españoles y la nobleza mexica sobreviviente al sitio de Tenochtitlan —únicamente quedaron mujeres. No había un proyecto compartido: las diferencias entre conquistados y conquistadores se zanjaban en la hoguera o huyendo a la zona chichimeca, que no estaba lejos —las comunidades de la Sierra Gorda de Querétaro se mantuvieron en pie de guerra por una década.25 Si Sahagún hubiera podido, habría mandado quemar a todos los infieles que llamaban Tonantzin a la virgen. Todos sus contemporáneos señalan que su nahua era notable —el mejor—, así que es poco probable que no se hubiera enterado de las barbaridades que escribía el profesor Valeriano.

Para que el de Guadalupe dejara de ser un culto sólo indígena y se convirtiera en el símbolo de identidad general con que lo definió la publicación del Nican Mopohua, la población originaria tenía que dejar de ser una amenaza y eso sucedió a partir de la década de los setenta del siglo XVI. Los muertos tras las guerras de conquista, el maltrato general y las epidemias redujeron la población de Mesoamérica en 90 por ciento.26 En los años siguientes, en los que el Nican Mopohua circuló en manuscrito como si fuera un documento subversivo, la población indígena fue sustituida por migrantes forzados de África y Asia, que tendían a fundar familias con los naturales para evitarle la esclavitud a la siguiente generación.27 Esto produjo en México el surgimiento de la primera urbe verdaderamente multirracial del planeta y con ella el primer proceso de racialización de los estratos populares de una sociedad dominada por descendientes de europeos.

Para que Tonantzin pudiera ser abrazada por los criollos, su pasado como diosa de los cultos prehispánicos debía tener un peso específico inferior a la ansiedad que sentían ante el crecimiento exponencial de novohispanos que ya no eran ni indígenas ni euro-peos. Sólo así podían haber sentido a Guadalupe como un marcador esencial de la especificidad del solio local. Y era indispensable suficiente capital invertido en negocios transnacionales —la mayoría del comercio mundial pasaba por la ciudad de México, debido a su lugar céntrico entre Manila y Sevilla—28 como para estar urgidos de señalar su diferencia también con respecto a España.

Además los jesuitas tenían que haber desplazado a los franciscanos como la orden dominante en Nueva España. Siempre ha habido más franciscanos que jesuitas en México —y el mundo—, pero la influencia de los segundos en las clases dominantes se afianzó durante el siglo XVII debido a que las educaban en sus colegios.

De regreso de sus misiones en Japón y China, los curas de la Compañía sensibilizaron a los criollos, en la primera mitad del siglo XVII, en la práctica del pensamiento ecléctico, que proponía la existencia de las creencias cristianas como un tejido universal de la Providencia que adoptaba distintas formas en regiones diversas. No era necesario que un apóstol hubiera predicado en Asia o América para que las ideas cristianas florecieran, sólo había que limpiar la jungla de las creencias locales, convertirlas en un jardín, y la semilla de la Palabra florecería. Que María hubiera tenido una prehistoria como Tonantzin dejó de parecer escandaloso. Así operaba la Providencia.

ESE CALDO DE CREENCIAS y costumbres, ese mundo globalizado avant la lettre y protegido por la temperancia ecléctica, produjo una crisis de identidad en la ciudad más poblada y rica de América. Por la capital de Nueva España en la que vivió sor Juana paseaban negros cuya lengua materna era el nahua, chinos que en castellano ofrecían textiles flamencos en el parián de la plaza mayor —“parián” es palabra filipina—, samuráis de coleta y catana haciendo trabajo policiaco —la palabra “huarache”, no olvidarlo, viene del japonés—,29 migrantes irlandeses que abrían pubs en la nueva cosmópolis: Domingo Chimalpahin consigna la existencia de “la taberna de Morrison” en sus Anales.30 Nunca había habido una ciudad así.

Esta crisis produjo, en el margen de treinta años a mediados del siglo XVII, fenómenos culturales inquietantes como las primeras pinturas de castas —cuadros cartesianos que racializaban en un esquema supuestamente racional a la población no blanca de una ciudad—, pero también esa imposibilidad maravillosa a la que ya nos acostumbramos que es sor Juana Inés de la Cruz. Aparecieron ediciones en español —autorizadas por jesuitas— del Nican Mopohua y estalló el culto universal de Guadalupe.

Tonantzin, detalle, siglo XV.
Tonantzin, detalle, siglo XV. ı Foto: Fuente: Luidger / commons.wikimedia.org

El manto de la antigua Tonantzin era suficientemente amplio y alcanzaba a recibir a todos. Cuando en el Nican Mopohua Juan Diego explica que no puede ir a ver al obispo porque su tío Juan Bernardino está agonizando, ella le responde:

¿Acaso no estoy aquí?

¿Acaso no estás bajo mi sombra

y en resguardo?31

Su figura y templo ofrecían un espacio para la nostalgia de un mundo claro y sólido; el recuerdo de una utopía que pareció, en algún momento, posible. La ciudad ya se batía de lleno en la confusión de lo que más tarde llama-ríamos modernidad —migraciones masivas, multilingüismo, mestizajes, comercio global—, pero quedaba ese registro de un mundo en el que todo era simple, binario, posible. El vigor contenido y con sabor antiguo —clásico— del Nican Mopohua popularizó la imagen de una Virgen María de verdad maternal, que hablaba en nahua y lograba que un obispo se arrodillara ante “el más pequeño” de los indios. Había otra oportunidad para todos. Era la protectora de la casta del “lobo”, la del “tente en el aire” y el “saltapatrás” y, para los criollos, el icono que garantizaba un común denominador en el revoltijo que los juntaba a todos.

Tonantzin era la diosa de una religión que ya sólo existía en los archivos, y justificaba la idea criolla según la cual los mexicas eran como los romanos y, por tanto, Nueva España era equivalente a los reinos europeos a los que, a fin de cuentas, sostenía mediante sus minas, pero sobre todo mediante su comercio con Asia.

ESA IDEA DE LA CIUDAD de México como Roma fue puesta en circulación impresa por Sigüenza y Góngora —en su Teatro de virtudes políticas de 1680.32 Tuvo calado, tal vez lo tenga todavía: seguía palpitando en el fresco rafaelino de La Gran Tenochtitlan de Diego Rivera, en la Visión de Anáhuac de Alfonso Reyes, en Piedra de sol de Paz o en esa pequeña obra maestra que es “La culpa es de los tlaxcaltecas”, de Elena Garro.

La literatura mexicana empezó con el Nican Mopohua. Es el cantar de gesta fundamental, nuestro equivalente a las leyendas artúricas británicas o las sagas escandinavas. Y no está en los programas de educación; se lee poco o nada fuera de los circuitos especializados. Es un tema para la gran terapia nacional: en la preparatoria leemos La Ilíada y El Cid pero nos saltamos el texto fundacional de la peculiaridad mexicana. Tal vez porque la historia que narra sigue viviendo primordialmente como un relato oral —que cuentan curitas, dotados con la sensibilidad literaria de un serrucho—, se nos olvida que es la leyenda clave, un poema excéntrico con potencia lírica extraordinaria, una fábula sobre la negociación de lo que parecía irreconciliable y el documento político que lo cambió todo para el continente entero.

El manto de Tonantzin era amplio para recibir a todos. Cuando en el Nican Mopohua Juan Diego cuenta que no puede ir a ver al obispo porque su tío está agonizando, ella responde: ¿Acaso no estoy aquí? ¿Acaso no estás bajo mi sombra y en resguardo? .

Notas

1 Miguel León Portilla, Tonantzin Guadalupe. Pensamiento náhuatl y mensaje cristiano en el Nican Mopohua, FCE, México, 2000, 2012, p. 111.

2 Polonsky Exhibition of the New York Public Library’s Treasures, Stephen Schwartz Building, 24 de septiembre, 2021 a 3 de diciembre, 2025.

3 Jaime Cuadriello, “Visiones en Pathmos-Te-nochtitlan. La mujer águila”, en Artes de México 29, Visiones de Guadalupe, pp. 12-25.

4 León Portilla, op. cit., p. 83.

5 En su Historia de la literatura náhuatl, Porrúa, México, 1954.

6 Guillermo Ortiz de Montellano, Nican Mopohua, UIA, México, 1990, p. 18.

7 Idem, p. 58.

8 León Portilla, op. cit., pp. 82-83.

9 Huei tlamahuiçoltica, Luis Lasso de la Vega (editor), Juan Ruyz, México, 1649 (edición príncipe).

10 León Portilla, op. cit., p. 27.

11 Identificador al pie del documento, Polon-sky Exhibition of the New York Public Library’s Treasures.

12 Carlos de Sigüenza y Góngora, Piedad heroica de don Fernando Cortés, Porrúa, Madrid, 1960, p. 65.

13 Camila Townsend, Fifth Sun, Oxford University Press, New York, 2019, pp. 133-134.

14 Barbara E. Mundy, La muerte de Tenochtitlan, la vida de México, traducción de Mario Zamudio y Alejandro Pérez, Grano de Sal, México, 2018, pp. 165-168.

15 León Portilla, op. cit., p. 91.

16 Idem, p. 105.

17 Idem, p. 103.

18 La copia de Utopia de Moore perteneciente a

Zumárraga, con sus anotaciones de puño y letra, se conserva en la Biblioteca de la Universidad de Austin en Texas.

19 Serge Gruzinski, The Conquest of Mexico, Polity, Cambridge, UK, 1993, 2007, pp. 70-97.

20 León Portilla, op. cit., p. 141.

21 Sigmund Freud, Totem y tabú, traducción de Luis López-Ballesteros, Alianza, Madrid, 1967, 1983, pp. 190-209.

22 Townsend, op. cit., p. 183.

23 Mundy, op. cit., pp. 167-169.

24 Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de la Nueva España, Porrúa, México, 1956, 1975, pp. 704-705.

25 Gruzinski, op. cit., p. 133.

26 Gruzinski, op. cit., p. 81.

27 Charles Mann, 1493, Knopf, New York, 2011, p. 317.

28 Idem, pp. 281-328.

29 Idem.

30 Domingo de San Antón Muñón Chimalpahin, Annals of His Time, traducción de James Lock-hart, Stanford University Press, Standford, California, 2006, p. 231.

31 León Portilla, op. cit., p. 123.

32 Carlos de Sigüenza y Góngora, Obras históricas, Porrúa, México, 1985.

ÁLVARO ENRIGUE (Guadalajara, 1969) creció en la Ciudad de México y vive en Nueva York. Sus novelas más recientes son Muerte súbita y Ahora me rindo y eso es todo (Anagrama). Es profesor en Hofstra University.