¿Cómo llegué a Augusto Monterroso? Tal vez por “El dinosaurio” o por alguna hermosa portada de Vicente Rojo, o por Lo demás es silencio, artefacto literario que para mí fue un salto al vacío. No recuerdo. Sin embargo sé que nunca lo conocí porque nadie me lo presentó y yo nunca me le apersoné y, hasta donde se sabe, no hay fotos que demuestren lo contrario. Pero sé que lo sigo conociendo, no porque lo lea insistentemente y encuentre el significado de la vida en sus fábulas —aunque podría hallarlo—, sino porque ahora que cumple cien años y debí dedicarle unas líneas, fue como encontrarme con un viejo y querido amigo, de los que nunca ves pero sabes que están ahí para todo, como suele ocurrir con los libros que amamos. Volver a leerlo significó regresar a aquellos días juveniles en que uno era capaz de sorprenderse por la literatura. Pero como esto no se trata de mí sino de Tito, he pensado que lo mejor sería que el maestro Eduardo Torres, director del suplemento literario de El Heraldo de San Blas, de San Blas, S. B., que conoce tan bien a Monterroso, lo presente, y en relajada asamblea de animales... quiero decir, ¡de escritores!, recordemos a este humorista voluntario que nos mostró una literatura llena de lecciones sin moraleja.
Augusto Monterroso dio a conocer a nuestro querido San Blas, S. B., y con minuciosa generosidad que me parece suficientemente pagada, difundió buena parte de mi obra por aquí y por allá hasta quedar lo que se lee en Lo demás es silencio, libro que por razones ajenas a mi entendimiento dan por tildarlo de novela. Luego murió y las ocurrencias samblasenses se quedaron para siempre en El Heraldo de San Blas. Nada hay que lamentar pues lo que tenía que decirse entonces se dijo hasta agotar el tintero.
Abundan los penetrantes estudios que cuestionan la existencia de San Blas, S. B., y del doctor Eduardo Torres, o sea yo. Es una confusión tan natural cuanto aberrante. Cierto que sin él yo no existiría, pero sin mí la existencia de Monterroso hubiera sido más bien tirando a gris que colorida. No podría precisar cuándo se dio nuestro primer encuentro, pero sí puedo asegurar que hubo un reconocimiento inmediato y pleno. Compartimos pensamientos, bibliografía y amistades. Él, como Rafael Heliodoro Valle, nació hondureño; se asumió guatemalteco, como Miguel Ángel Asturias, y se hizo mexicano como tantos refugiados hispanoamericanos. Y hace dieciocho años fijó su residencia en San Blas, S. B.
Se ganó el diminutivo de Tito porque Augusto era un nombre muy grande para un hombre diminuto como él; yo le recordaba, parafraseando a Napoleón, que la altura no se mide de la cabeza al suelo, sino de la cabeza al cielo, y Tito sigue siendo grande entre grandes, medianos y pequeños. Mas no por los muchos premios que recibió en vida sino por las páginas que pergeñó en su extensa obra, aunque breve en títulos. Menciono en orden cronológico las de mi gusto: Obras completas (y otros cuentos), de 1959; diez años después parió La Oveja negra y demás fábulas, y enseguida Movimiento perpetuo, de 1972, luego La palabra mágica, de 1983, y en 1986, La letra e. Fragmentos de un diario, y hay más, pero no ofenderé al lector citándolas como entrada de Wikipedia. Traigo a colación estos títulos para demostrar que Monterroso en realidad fue un hacedor de rarezas literarias como en su momento lo fueron las de Montaigne, Voltaire o Laurence Sterne. Y al igual que estos autores, su vida estuvo llena de ironías. Por ejemplo, para que sus colegas mexicanos le concedieran el prestigioso premio Xavier Villaurrutia debió espulgar su propia obra y reducirla a una treintena de fábulas publicadas bajo el título de Antología personal, hoy descatalogado.
Aquí en San Blas, S. B., nunca le regateamos ni le regalamos nada. Se le sigue leyendo, se le extraña y resistimos la tentación de levantarle un monumento por temor a que nos quede bien y luego nos dé por volverlo a matar para ejercitarnos en la escultura.
* Fragmento de “Una vida en el día de Augusto Monterroso”, ensayo de próxima aparición en el suplemento sabatino de El Heraldo de San Blas, de San Blas, S. B. (nueva época).