EDUARDO TORRES
Aquí yace Augusto Monterroso
quien a lo largo de su vida
llegó, vio y nunca fue vencido
ni por los elementos
ni por las naves enemigas.
“EL POEMA DEL DINOSAURIO”
RICARDO BERNAL
@elbernal
Un martes de 1991, en una de las reuniones semanales del Alfil Negro —club de ajedrez que nos prestaban por las noches a Francesca Gargallo, Mónica Rizo, Óscar Luviano, Ricardo Chávez Castañeda y a mí para que tallereáramos nuestros cuentos—, Francesca nos dijo: “La próxima vez no falten, les traeré una sorpresa”. Todos pensamos que llevaría lasaña. Pasó la semana: llegó Francesca sin lasaña, pero con Tito Monterroso. Era pequeño y medio pelón y rojo como un diablillo bueno. Hablaba poco y muy quedito. No platicó aventuras ni procesos creativos; se quedó quieto y callado esperando a que leyéramos nuestros textos. Yo busqué en mis cuadernos hasta encontrar un poema que todos ya habían vapuleado, pero donde aparecía un dinosaurio. Lo leí; él no hizo ningún comentario. No me acuerdo qué leyeron los otros, pero Monterroso siempre callaba. Cuando acabó la reunión todos nos fuimos, un poco extrañados pero también contentos. Luego Monterroso murió y yo coleccioné sus libros y siempre que pienso en Monterroso, también pienso: “no debí haber leído el poema del dinosaurio”.
“LA EXTRAORDINARIA PRECISIÓN”
EDUARDO CASAR
@Eduardodichoso
Monterroso es uno de esos escritores fáciles de leer y difíciles de imitar. Como Ibargüengoitia o Sabines. Y es que tiene un estilo basado en cierto tono conversacional que disimula la extraordi-naria precisión gramatical y léxica.
Su familia está en Arreola también, y en Borges cuando se suelta el pelo del humor con su personaje de H. Bustos Domecq. Y ese estilo lo mantiene, como una huella digital, en sus ensayos y hasta en sus traducciones, como la magnífica del breviario Poesía de nuestro tiempo, de J. M. Cohen.
Su chiste está en el lenguaje que inventa y confecciona. Su visión del mundo es irónica inevitablemente. Y ahí se carga de humor. Como a todos los grandes humoristas parece que le molestaba que lo consideraran un humorista y es que no pretendía hacer chistes sino que así le salían las cosas ésas de la verbalidad. Es un tipo de ironía no burlante sino que parece de sentido común; parece, porque el sentido común real no tiene humor.
FABULISTA SIN MORALEJA
BEATRIZ ESPEJO
La Oveja negra y demás fábulas, considerada su ópera magna, lo lanzó a la fama. Se le llamó el inventor de la fábula moderna por omitir moralejas y dejar que los lectores sacaran sus diferentes interpretaciones; pero erróneamente se le calificó sólo de irónico, sarcástico y humorista sin notar que se trataba también de un libro muy triste. Por ello se desencantaban quienes creían a Tito una máquina de hacer chistes y acababan encontrando a un escritor que únicamente reía en momentos oportunos. Buscaba la belleza más secreta y esencial. Desdeñaba las metáforas persiguiendo un lenguaje estricto y mesurado. Estimaba que el adorno no tiene otro motivo que esconder algún defecto y, según su propia confesión, se esmeraba consiguiendo la desnudez perfecta y el gozo de que cada relato suyo representara un reto.
Durante su segundo exilio en México, allá por los años cincuenta, cohabitó en un departamento cercano a Reforma donde vivían Ernesto Mejía Sánchez, Juan José Arreola, Marco Antonio Montes de Oca y José Durand, un peruano de dos metros de estatura que gustaba retratarse junto a Monterroso para establecer graciosas comparaciones. Se dice que la mayor diversión de todas la lograban hablando sin piedad del que estuviera ausente. Por eso se escondió tras una cortina Mejía Sánchez con los pies desnudos, que se pusieron transparentes de pura rabia al escuchar cómo lo destazaban. Se cuenta, además, que luego de una borrachera orgiástica, Durand quedó dormido sobre un sofá. Tito lo descubrió estirándose para apuntar su socorrido texto: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.
ESCRITURA SIN LÍMITES
CECILIA EUDAVE
@CeciliaEudave
Augusto Monterroso es uno de los autores más agudos, innovadores y provocadores que escribe desde los géneros del cuento y de la minificción. Escribir brevedades no es tarea fácil; sin embargo, con suma maestría, Monterroso puede condensar en una línea, o en textos cortos, universos que van a desplegarse en múltiples posibilidades de lectura, que confrontan al lector en lo dicho y en lo imaginado, que vuelven cómplice a quien los lee. Sus cuentos logran distribuir y equilibrar todo el efecto racional y emocional para entregarnos una obra completamente disfrutable. Es un autor cuya escritura no conocía límites, que como él mismo señala en su texto “La Vaca”, la imaginación y la realidad nos dan generosamente la materia, las situaciones, las tramas de los cuentos; pero es sólo la elaboración artística lo que puede infundirles vida.
Monterroso logró conjuntar la parodia, la ironía y muchas dosis de humor negro en sus textos para hablar también de la realidad atroz de la América Latina que le tocó vivir, de su condición de exiliado y de su voluntad de creer que un texto breve puede deslumbrar al mundo.
NO ES UNO DE SUS CUENTOS
FELIPE GARRIDO
Augusto, Tito, Monterroso —hijo de guatemalteco y hondureña— nació en Tegucigalpa hace un siglo, el 21 de diciembre; creció en la Guatemala de Jorge Ubico, se nacionalizó guatemalteco, en 1944 salió a la calle contra el dictador; fue a dar a la cárcel el 4 de julio, cuando tomó el poder el general Federico Ponce Vaides, quien tres y medio meses después, el 20 de octubre, buscó refugio en la embajada de México, frente al palacio de gobierno. Un mes antes Monterroso había logrado fugarse y tomar esa misma ruta de escape. Un mes después tuvo lugar la Revolución de Octubre, encabezada por Jacobo Arbenz, y Monterroso fue designado para un cargo en el consulado de Guatemala en México. Tras la caída de Arbenz, en 1953, Tito pasó por La Paz, en Bolivia, se exilió en Chile y volvió a México en 1956. Aquí se casó con Bárbara Jacobs, escribió toda su obra, recibió todos sus premios —del Magda Donato (1970) y el Xavier Villaurrutia (1975), al Príncipe de Asturias (2000)— y vivió hasta el 7 de febrero de 2003.
“COMO UNA MOSCA INOPORTUNA”
MARGO GLANTZ
@Margo_Glantz
Conocí a Tito Monterroso en el antediluviano año de 1945 en una mansión pequeña que albergaba a El Colegio de México en la que sería luego la afamada Zona Rosa, cuando lo dirigía don Alfonso Reyes. Más tarde, hacia los años cincuenta del siglo pasado, frecuentaba yo su casa: allí se reunían muchos renombrados intelectuales, entre ellos, Daniel Cosío Villegas, fundador de lo que sería el Fondo de Cultura Económica, el destacado filólogo argentino Raymundo Lida, el escritor peruano José Durand y, muy probablemente Jean Franco, la eminente crítica literaria inglesa.
He leído varias veces las obras que escribió y, como las moscas que revolotean alrededor nuestro, yo siempre regreso a las que él frecuentó. También releo el dinosaurio, porque aunque parezca mentira y aunque el texto sea tan corto y tan exacto, yo lo recuerdo mal, coloco el adverbio donde no debe ir o agrego una coma inexplicable, por eso, persisto en estar de acuerdo con Tito, cuando dice que las moscas nos vigilan, nos observan, nos persiguen y por eso, asimismo, me siento como una de esas moscas inoportunas que reaparecen en los textos de mi inolvidable, extraordinario y extrañado amigo.
Y concluyo recordando que alguna vez bailé mambo con Tito Monterroso.
LENGUAJE Y PRINCIPIOS PARTICULARES
BÁRBARA JACOBS
@BarjacoJacobs
Los estudiosos destacaron la concisión del habla de Augusto Monterroso, una síntesis abreviada. Quienquiera que por casualidad o compromiso establecido atendiera (con antecedentes) cuanto él pronunciaba, era como para grabarlo, lo que hoy en día ¡sería lo natural! La tecnología avanza más desbordada que el propio tiempo.
Lo cierto es que, entre tantas “frases célebres” (según yo asimismo las llamaba) que Monterroso profería, como si poseyera un audífono permanente que se las dictara, parecía ser un diccionario, un libreto. Hoy por hoy, yo rescataría las siguientes.
Primero, sus genialidades sobre los animales. Y para terminar, algunos principios del sentido común que él repetía.
Los animales más flexibles: la ligartija, el resorteronte, el hulefante; los más refrescantes: el orangegután y el cocacodrilo; el ave más veloz: lavecicleta.
“No cayó en el mar”, que recordaba a su mamá repetir ante aparentes fracasos.
“You’re learning a lot”, que aprendió a manera de aliciente, de su maestro de lengua inglesa.
“Hombre precavido vale por dos”.
MONTERROSO Y LAS ESTATUAS
LUIS FELIPE LOMELÍ
@Lfelipelomeli
Ahora que alrededor del mundo ha resurgido la discusión sobre las estatuas (y digo “resurgido” porque siempre ha estado ahí) recuerdo el cuento de “La Oveja negra”. Es preciso. Tal vez es el que más me gusta. Me hace pensar en todas estas estatuas que pululan por mi ciudad natal con héroes de la Revolución mexicana que se asesinaron los unos a los otros y que, para más INRI, ni siquiera ganaron sino que al final quienes ostentaron el poder fueron otros que rara vez figuran en bronce por nuestras avenidas: como Portes Gil o don Plutarco. El desenlace de Monterroso es absurdo en el cuento y, sin embargo, se antoja más lógico que cualquier explicación de mis maestros de historia. Ésa es una de las maravillas de los microcuentos de don Augusto: hacernos ver que la vida es muchas veces más paradójica que la fantasía. (Y tal vez el conflicto actual de las estatuas se encamine a una resolución aún más descabellada que ejercitarse en el arte de la escultura).
EL RETO DE LA FLOR Y LA MOSCA
ALBERTO RUY SÁNCHEZ
@AlbertoRuy
Las imágenes felices que guardo de Tito Monterroso son infinitas. Tema literario que a él le hubiera encantado desmontar sonriendo. Conocerlo multiplicaba el placer misterioso de leerlo: sentir el efecto de su sonrisa irónica era ver la luz de sabiduría que habitaba con naturalidad en cada uno de sus gestos. Tito había leído e incorporado todo lo que da consistencia a la vida. Todos los clásicos estaban en él sin sobresaltos de ningún tipo. El exitoso número de Artes de México, “Elogio de la mosca en el arte”, es sin duda un homenaje a su Movimiento perpetuo y su lectura gozosa de Luciano de Samosata, con sus ecos inesperados y lúcidos hasta en el mismo Tito.
Un día, en una larga sobremesa con otro iluminado sonriente, Álvaro Mutis, le pregunté si había sido intencional su hazaña con la que venció —con su cuento del dinosaurio— el pronóstico de Borges sobre la imposibilidad de usar lo que él consideraba “la invención perfecta” de Coleridge como base de otra invención feliz: “Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que ha estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano, ¿entonces qué?”. Rió muchísimo y como toda respuesta citó a su manera el final del ensayo de Borges donde lanzaba el reto: “Durante muchos años yo creí que la casi infinita literatura estaba en un hombre. Ese hombre fue Carlyle, fue Johanes Becher, fue Whitman, fue Cansinos Assens, fue De Quincey”. Y sin duda, fue Tito Monterroso.
EL DINOSAURIO Y LA CRÍTICA
MARIANA VILLADA
“¿Por qué se han quedado dormidos?”, retumbó una voz en el aire apacible del cuarto y el dinosaurio tembló ligeramente bajo los párpados de la mujer dormida. La mujer apretó la boca en una mueca de sufrimiento. La mancha de voz se desvaneció poco a poco y el dinosaurio continuó echado en el piso. Su gigantesco cuerpo ocupaba prácticamente toda la habitación, menos el espacio donde se hallaba la cama.
De vez en cuando el animal miraba dormir a la mujer, luego entrecerraba los ojos y reposaba tranquilo, ajeno a las voces de la crítica, formada en una larguísima fila que penetraba en el cuarto, se detenía un momento justo a los pies de la cama y, como si acabara de comprobar algo, daba media vuelta y salía muy oronda por el extremo opuesto; otros inquisidores, con la evidente intención de quedarse, rompían la fila y se acomodaban y distribuían por los escasos rincones libres, observaban perplejos la cola erizada de púas y tomaban notas. El barullo crecía, las voces pedantes y engoladas estiraban aristas peligrosas, sombras estridentes interferían la visión entre la mujer y el dinosaurio. Profesores, expertos talleristas, aspirantes a escritores y escribientes profesionales los señalaban implacables: “Esos dos ahí son el haikú del cuento”. “Te digo que Tito hizo trampa: no es un cuento”. “Es muy sencillo: sueña que duerme”, explicó el maestro, muy seguro de su dicho. Y todos adelantaron un paso para observar mejor a los durmientes.
La mujer se revolvió en su lecho, alzó una mano débil, tensó el cuello y hundió otra vez la cabeza en la almohada. El dinosaurio todavía estaba allí, y en torno suyo y para su mala suerte, también la crítica. Jamás los dejarían en paz.