Al otro lado del espejo

Fetiches ordinarios

Berthe Morisot, El espejo psiqué, 1876.
Berthe Morisot, El espejo psiqué, 1876. Fuente: museothyssen.org

Cada vez que nos miramos al espejo fingimos que no estamos ante un abismo. Reacios al vértigo de la profundidad, sobre todo si se nos hace tarde, nos acicalamos con más prisa que inquietud, con más inocencia que cautela, a pesar de que la superficie reflejante nos devuelva una imagen inestable y movediza de nosotros mismos.

Antes de la invención del espejo era necesario contemplarse en un remanso de agua. Los actuales de vidrio y azogue, que se popularizaron hacia el siglo XVII, curiosamente significaron una vuelta al recurso del agua. El vidrio se compone de átomos de silicio y oxígeno, dos de los elementos más abundantes sobre la superficie del planeta: se encuentran, por ejemplo, en la arena. Al calentar cristales de cuarzo, las moléculas de dióxido de silicio se funden y adoptan la estructura caótica de los líquidos, a través de la cual la luz penetra fácilmente. Según los químicos, la transparencia del vidrio se debe a que, al enfriarse, sus moléculas no vuelven a comportarse como en estado sólido, sino que permanecen como algo viscoso que se desplaza a una velocidad tan lenta que resulta inapreciable. Gracias a la magia plateada del azogue, al mirarnos al espejo volvemos a inclinarnos a una superficie líquida, en calma engañosa.

LOS ESPEJOS DE CRISTAL más antiguos presentan una apariencia extraña, a la vez opaca y chorreante, como si su firmeza se hubiera escurrido con el paso del tiempo, empañada por un velo. Se diría que, por un proceso de reconstitución molecular, los espejos centenarios se estuvieran convirtiendo en el pozo de oscuridad que siempre fueron.

El pozo, como los espejos, ha sido un lugar en el que se refleja la verdad. Para la estética barroca, surgida a la par que los espejos de azogue, toda superficie es líquida y todo espejo consiste de una sombra sin fondo. Así nos lavemos la cara desprevenidamente cada día, sobre la superficie acuática se revelarán las presencias invisibles y los secretos del alma (no por nada un tipo de espejo abatible se denomina psiqué), del mismo modo que en la placidez de la flotación nos acecha la posibilidad del naufragio.

Gérard Genette, en su estudio sobre “el complejo de Narciso”, escribe que en el espejo se entrelazan los temas del doble, la huida y el fantasma. La superficie reflejante —espejo o estanque— se ofrece como una trampa cándida e irresistible, en la que el sujeto no tardará en descubrirse tornadizo e incierto, perdido en sus propias imágenes, marcado también por lo líquido. Lo que se presentaba como una mera ojeada al espejo puede arrojarnos a profundidades metafísicas, y ya se sabe que cuando dos espejos se encuentran convocan un laberinto del que no es fácil salir, entre otras razones porque, en su infinidad desconcertante, reflejan el vacío.

En el Japón de antaño, los espejos apresaban un fragmento de realidad; comparables a cajitas de música, se creía que conservaban la imagen —e incluso la voz— de quien se reflejaba en ellos. El príncipe Genji, protagonista de la novela fundacional de la señora Murasaki, como quien graba un video para su amada, recita un poema de amor al espejo a fin de que ella pueda recuperar más tarde su mensaje. Alrededor del año mil, por las mismas fechas en que fue escrita La novela de Genji, se estilaba dejar caer un espejo de bronce —que se suponía llevaba en su interior la imagen de su dueño— a un estanque sagrado, como un espejo que se deposita adentro de otro espejo. A comienzos del siglo XX, sumergidos en el santuario de Hagurosan, en el norte montañoso del Japón, se encontraron seiscientos de estos viejos espejos metálicos.

En el Japón de antaño se creía que los espejos conservaban
la imagen —e incluso la voz— de quien se reflejaba
en ellos

CÁPSULAS DE TIEMPO fieles y persistentes, rendijas hacia una dimensión próxima pero impalpable, los espejos tienen el inconveniente de que, según una creencia muy extendida, atraen a los malos espíritus, que los usan como escondrijo; la vieja tradición de cubrirlos con un paño sería la forma de bloquearles la entrada.

Las pantallas digitales de hoy, impensables sin una superficie de cristal, son continuaciones del espejo. Ya sea que emulen el espejo de tocador, o sean portátiles como el espejo de mano, representan un umbral hacia mundos duplicados; lo mismo pueden convertirse en una cárcel narcisista que prometer una fuga interminable y adictiva.

El deslizamiento hacia esa “otra parte” que augura el espejo, equiparable a un sueño despierto, denota que en todo espejo se esconde una puerta. En el reino delirante que encuentra Alicia, la lógica no sólo está subvertida, sino que se torna risueña y siniestra alternativamente, tal como se esperaría en un mundo al revés. Así como la mano derecha pierde su nobleza y potestad al otro lado del espejo, la niña perpleja puede coronarse avanzando sin moverse de lugar —extraño movimiento de ajedrez— y convertirse en reina del orbe invertido que soñó Lewis Carroll.

En un cuento de Giovanni Papini que prefigura a Borges, el personaje se reencuentra consigo mismo de joven gracias al reflejo de un estanque. No tardará en descubrir lo odioso que era entonces, la fatuidad y estupidez de esa sombra que fue y ahora lo acompaña a todos lados. (La inscripción en el templo de Apolo —“Conócete a ti mismo”—, no está exenta de riesgos y puede llevar al fastidio y al asco de sí). Todo estanque es un espejo, pero también una prisión o una tumba en potencia; en un arranque de exasperación, el protagonista mata a su pasado muerto. En otro cuento, “El espejo que huye”, Papini concluye que hay un espejo más abominable que el que multiplica el número de los hombres; un espejo que nubla la realidad, que desdibuja la dicha o la posterga, un espejo inestable y embustero, que tiene el efecto de empequeñecer incluso lo más amado: el futuro.

LOS ESPEJOS DEFORMANTES, que derivan en risa o decepción, no pueden ser más atroces que la verdad. En distintas tradiciones y literaturas aparece un espejo que refleja el universo. El del mago Merlín era esférico, “semejante a un mundo de vidrio”; Borges, que padeció el horror de los espejos, compara el Aleph con “una pequeña esfera tornasolada”; el de Tezcatlipoca, terrible dios tolteca, cuyo nombre significa “espejo que humea”, era de pirita y lo llevaba donde debería estar el pie. Sobre ese espejo, con un cuchillo de obsidiana —otro de los atributos del dios—, se producía la chispa para encender el fuego; pero Tezcatlipoca, demonio de las tinieblas, deidad hechicera de lo dual, lo empleaba como un mirador por el que veía todo lo que se hacía en el mundo: incluso los actos humanos más insignificantes, los pensamientos y sentimientos más recónditos. Juez severo que jamás envejece, dador de la fortuna y la desgracia, nada escapaba al ojo implacable de su espejo. Por ello era el más temido.