El libro de Jesús Silva-Herzog Márquez se divide en tres capítulos: A) Una revisión del concepto y la tradición democrática, B) Una crítica a los gobiernos que sucedieron a la transición (digo yo: democrática), y C) Una caracterización del gobierno del presidente López Obrador. Mis notas irán de la C a la A.
C )
Comparto con Silva-Herzog su tesis central. El presidente está decidido a “demoler” todo o mucho de lo construido en términos democráticos en nuestro país. Hace una disección rigurosa y puntual de los resortes que mueven a AMLO: la forma maniquea y simplista en la que entiende la historia, “su arrogancia que en el fondo es ignorancia”, su incapacidad para hacer frente a la complejidad de la vida, sus simplificaciones que incluso lo llevaron a afirmar que “gobernar es fácil”, su uso de personajes de la historia con los que paradójicamente no tiene afinidad (Juárez, Madero, Cárdenas), o con las grandes corrientes de pensamiento, el liberalismo o la izquierda, que explota discursivamente pero las niega en la práctica. Su voluntarismo antiilustrado, su militarismo para nada disfrazado, su incontinencia verbal, su capacidad de ocupar el espacio público con un lenguaje elemental, su irrespeto a la ley a la que entiende sólo como un “marco de prohibiciones” contra su voluntad, su reiterada gana de atentar contra las normas e instituciones que soportan la democracia, su aversión al conocimiento científico. La criminal gestión de la pandemia, la construcción de un ejército de leales en el cual las capacidades no importan, su pretensión de ser “el dueño de la verdad”, su mirada “tradicionalista”, conservadora, frente al potente movimiento feminista, su alejamiento de la racionalidad. Sobre todos esos temas —aquí sólo enunciados— encontrará el lector un análisis pertinente y sugerente. Son algo más que claves para intentar comprender la actuación del presidente. Buen observador y analista, Silva-Herzog ofrece un mural de los resortes que animan la acción de AMLO.
En este capítulo, sin embargo, tengo algunas observaciones de matiz que de ninguna manera afectan la tesis central.
1. Sobre las elecciones de 2018, dice que “el votante mexicano... apostó decididamente por el cambio más radical... los partidos tradicionales quedaron hechos polvo”. Sé que ésa es la lectura hegemónica de aquellos comicios y creo que esa visión contribuyó a lo que hoy vivimos. En primer lugar, no existe “el votante mexicano”. Los votantes (en plural) tienen diversas lógicas y motivaciones. Convertir el plural en singular tiene el enorme riesgo de negar el pluralismo y reconstruir la vieja máxima de la “voluntad general” (aunque sé que no es la intención del autor). Además, observando los resultados, eso no sucedió. Casi la mitad de los mexicanos (53 por ciento) votó por AMLO y la otra mitad por otros candidatos (47 por ciento). En el caso del Congreso, la coalición que apoyó al actual presidente obtuvo menos votos que el resto de los partidos pero gracias, sobre todo, a una violación flagrante de la ley, logró su mayoría anticonstitucional en la Cámara de Diputados.
Ni por asomo quiero negar el rotundo triunfo de AMLO y su coalición, ni la derrota de los tres partidos que impulsaron y fueron usufructuarios de la transición democrática (por cierto, no quedaron hechos polvo, sino profundamente debilitados), pero tengo la impresión de que en nada ayudó a nuestra vida pública la lectura sesgada de esos resultados. Un acercamiento devela que la pluralidad en México seguía viva.
2. Silva-Herzog afirma que “López Obrador no se hizo en la política de camarillas”. Por supuesto es la imagen que el presidente ha intentado proyectar, la de un outsider (el término lo uso yo, no Silva-Herzog) forjado a contracorriente. Pero fue militante del PRI, luego del PRD, líder del partido del sol azteca, jefe de gobierno del Distrito Federal, lo cual más bien lo convierte en un insider que supo formular un discurso que embonó con los agravios y heridas sentidos por franjas muy amplias de la sociedad. Se opuso a todo y a todos. Eso le atrajo muchas simpatías y adhesiones, pero lo hizo desde dentro y forjó su propia camarilla.
3. Según Silva-Herzog, “el gobernante ha sorprendido por su coherencia. Hace en su gobierno lo que ofreció como opositor” (salvo, nos dice, en la cuestión militar). No coincido. Quizá sea un asunto de apreciación. Si comparamos su discurso y sus proyectos como jefe de gobierno de la ciudad y como presidente, hay no pocas diferencias, pero que yo recuerde, en el primer cargo no desató campañas contra la prensa ni los periodistas y académicos que le disgustaban, contra los centros de educación superior, las capas medias, ni las agrupaciones de la sociedad civil. Comparto la opinión de Silva-Herzog de que ya estaban sembrados los gérmenes de su discurso, pero la presidencia los ha exacerbado hasta límites antes impensables (al menos para mí).
4. Describe con fuerza y variedad de elementos el proyecto de AMLO respecto a las instituciones que hacen posible la democracia. Pretende —dice— la demolición de la república. Escribe: “El populismo es un proyecto de simplificación democrática que se traza como objetivo el desmantelamiento de la complejidad”. Comparto el enunciado, siempre y cuando sustraigamos el término “democrática”, porque lo característico de los regímenes autoritarios es precisamente el desmantelamiento “de la complejidad”. Por lo demás, tiene toda la razón al alertarnos sobre los resortes que guían el desmantelamiento de la profesionalización de los funcionarios estatales, su forma de arrasar con la deliberación, su atropello consistente al pluralismo, su “soberanía del capricho”, la amputación de órganos del Estado, son eslabones de un modelo que debe ser llamado por su nombre: autoritarismo.
Los partidos, disminuidos, con brújula errática y lo que se quiera, son un dique; no desaparecieron . Tampoco perdimos... los contrapesos , como se dice en el libro
Lo construido en los últimos años es lo que puede, y en algunos casos lo está demostrando, resistir esos impulsos. Los partidos, disminuidos, con brújula errática y lo que se quiera, siguen ahí y son un dique; no “desaparecieron”. Tampoco “perdimos... los contrapesos, las reglas”, como se dice en el libro. El propio autor pregunta: “¿exagero?”, y creo que sí. Sin duda hay intentos reiterados por alinear a los otros poderes constitucionales, pero la Suprema Corte, con todos sus zigzagueos y grillas, en ocasiones ha bloqueado iniciativas extremas; la Cámara de Diputados hoy tiene una composición más equilibrada que hace tres años y la coalición gobernante no reúne los votos necesarios para cambiar la Constitución. Algunos medios y plataformas digitales siguen informando y documentando la vida pública. Algunos órganos autónomos del Estado han resistido e incluso han sido ejemplo de lo que debe ser la vida republicana. Las agrupaciones civiles, mal vistas y anatemizadas, no han sido borradas del mapa. Por ello me parece una exageración afirmar que “frente al motor de la presidencia de la república no hay nada”.
Desde mi perspectiva, es eso precisamente lo que se encuentra en juego: autoritarismo o democracia. O el proyecto del presidente o la fortaleza y resistencia de lo mucho o poco que el país ha construido en términos democráticos: normas, instituciones, procedimientos y valores que siguen actuando con obstinación para ofrecer un mejor marco de coexistencia y competencia de nuestra pluralidad política.
B)
El segundo capítulo, “Desfiguración”, es una crítica ácida y elocuente de los gobiernos a partir del año 2000, el de la alternancia en el ejecutivo federal. Muchas esperanzas desbordadas, en efecto, fueron incumplidas. Digo desbordadas porque la democracia nos habla del cómo se gobierna y no del para quién, y por desgracia tampoco de las destrezas o taras de quienes ostentan el poder.
La fuerza y debilidad de la democracia es que permite la competencia, la convivencia de la diversidad política, y el cambio en los gobiernos sin el costoso expediente de la sangre (Popper), pero en sí misma no pretende ni puede ofrecer un tipo de sociedad específica. En su seno florecen políticas de derecha o izquierda, conservadoras o progresistas, devastadoras o amigables con el medio ambiente, oscurantistas o ilustradas. Distinguir esas dos dimensiones fue quizá lo que no hicimos como país: apreciar las normas, instituciones, procedimientos, fórmulas de convivencia y rutinas de los gobiernos democráticos, a pesar de sus muy malos resultados.
Este capítulo critica el pasmo de los gobiernos que sucedieron a la transición democrática. Quizá demasiado adjetivado y con afirmaciones desmedidas, arranca desde el triunfo de Fox y establece con razón que “México no se volvió democrático cuando perdió el PRI. La alternancia fue la hija de la democracia”. En efecto, ese cambio fue posible gracias a lo construido con anterioridad: el fruto de un proceso.1 Escribe que Fox “no comprendía el lugar de la presidencia en el nuevo régimen”, cómo la esperanza se fue diluyendo y “los gobiernos democráticos continuaron... con la renuncia al conflicto, el horror a ejercer el poder”, lo cual me parece una observación desmedida. Como si los gobiernos siempre hubiesen buscado acuerdos y asumieran que el conflicto conduce al precipicio. Lo que sucedió en muchos casos es más elemental: la aritmética democrática no les permitió cumplir su voluntad en el Congreso, carecían de los votos suficientes y estaban obligados a negociar. No creo que estuviese en su código genético sino en la circunstancia que vivían.
Realiza una muy buena disección de la nueva mecánica política (el aumento de la competencia, el fortalecimiento del debate público y los contrapoderes frente al ejecutivo, la incertidumbre que acompañó a las nuevas elecciones, la inexistencia de mayorías legislativas...), aunque no sucedió con la misma profundidad en todos los estados de la República. También acierta al evaluar la estela que dejó el 2006. “El mito del fraude... rompió el acuerdo sobre la naturaleza del régimen”. Sí, la desconfianza creció, pero ojo, ninguna fuerza política relevante renunció a las elecciones. Ese proceso de la transición no ha sido suficientemente valorado: el consenso inamovible de que los comicios son la única fórmula legítima para arribar a los cargos de gobierno y legislativos. Eso no sucedía, por ejemplo, en los años setenta, cuando la presunta legitimidad heredada de la Revolución por el lado oficialista y el ensueño de una nueva revolución para franjas importantes de la izquierda impedían el compromiso con la fórmula electoral.
A Felipe Calderón no le va mejor. En efecto, la espiral de violencia que se desató sigue trastocando nuestra convivencia. Su crítica se extiende al PAN y a los compromisos corporativos que mantuvo. Hay también una reconstrucción del clima político-intelectual de los gobiernos posteriores a la transición, plagada de metáforas que oscurecen el asunto. Al contrario, los pasajes sobre la violencia y la barbarie “que se convirtió en rutina”, apoyados en textos literarios, resultan expresivos del desastre e incluso conmovedores. Tengo, sin embargo, dudas sobre la relación que plantean entre pluralismo y barbarie. Siguiendo un texto de Guillermo Trejo y Sandra Ley se afirma que “el elemento que alteró el equilibrio (entre los anteriores gobiernos y el crimen organizado) fue la competencia electoral”. Cabría preguntarse, ¿por qué, si la competencia electoral y el pluralismo estallaron con fuerza desde la década de los noventa, la violencia criminal creció y creció a partir del 2008? En esa lógica, Silva-Herzog concluye: “nuestro camino a la democracia nos condujo a la barbarie. El otro fruto de la transición fue la violencia”. Creo que debería hilar más fino. Que una cosa suceda después de otra no quiere decir mecánicamente que la segunda sea producto de la primera. Salvo prueba en contrario.
Sigue una merecida tunda a Enrique Peña Nieto (en la que no me detengo). Pero al analizar el Pacto por México creo que toma la ruta corta de la crítica sin mayor análisis. Lo llama un “consenso envenenado” y dice que los firmantes fueron víctimas de ese acuerdo. Creo que en su momento el Pacto estuvo marcado por la necesidad. Ninguna de las tres fuerzas políticas tenía mayoría en el Congreso y acordaron negociar un relevante paquete de reformas, entre otras cosas, para desmontar la idea de que pluralismo es sinónimo de parálisis. Creo que Silva-Herzog estaba obligado a analizar su contenido, sus resultados, los impactos que en diferentes áreas produjo. Fue un programa con luces y sombras, auténticos avances y espacios controvertibles. Pero daba cuenta de una nueva realidad política: que ningún partido en singular podía hacer —en el espacio legislativo— lo que le diera la gana. Una auténtica novedad democrática. Da la impresión de que a Silva-Herzog no le gustó el acuerdo precisamente por ser acuerdo, no tanto por sus contenidos. Algo incomprensible (para mí) dada la mecánica democrática.
Subrayo las que me parecen tres deficiencias importantes del capítulo:
1. Está centrado en las figuras presidenciales (igual que el anterior). Es una disección de las filias y fobias de los titulares del poder ejecutivo, de sus carencias y obsesiones, sus certezas y rasgos de carácter, sus omisiones y proyectos, que sin duda arroja una luz importante para entender ese periodo. Pero no estuvieron solos en el escenario. No hay alusión alguna a las restricciones presupuestales, normativas, políticas, institucionales, que abren o cierran posibilidades.
Es una lectura hiperpresidencialista de la vida pública mexicana, una reedición de esa fórmula que (creo) no nos ha permitido comprender a cabalidad la dinámica de las cosas, porque parece que todo depende de la voluntad o pasividad presidencial.
2. Es muy convincente el argumento de cómo los fenómenos de corrupción por un lado, y de expansión de la violencia y la inseguridad por el otro, mermaron la confianza y adhesión a las instituciones republicanas (incluidos por supuesto los partidos y los políticos). Fueron no sólo fuente de desencanto sino de hartazgo. Y Silva-Herzog tiene razón. Nada inyecta más desafecto con la vida política que constatar de modo cotidiano la corrupción impune. Además, la violencia que devastó familias y regiones enteras del país no podía sino generar profunda frustración, tristeza, miedo. Fueron disolventes eficaces del desapego y la crítica a los partidos que impulsaron la transición y causaron el repudio de franjas muy amplias de votantes.
Pero me llama poderosamente la atención una ausencia que me parece decisiva: la dimensión social del asunto, de la que sólo aparecen anotaciones circunstanciales. Ningún régimen político se reproduce en el vacío.
El contexto gravita con fuerza. En este caso, el desencanto con nuestra germinal democracia tuvo un nutriente poderoso: un crecimiento económico famélico junto con una pobreza y desigualdad social que parecieron imbatibles. La economía formal no creció con suficiencia, mientras la informal se expandía; la pobreza se mantuvo estable en términos relativos, pero creció en números absolutos; millones de jóvenes no encontraron un futuro promisorio en el mercado laboral, y no sigo. Eso fue una fuente muy importante del fastidio.
Las fuerzas políticas fueron capaces de construir un espacio para la diversidad, pero los gobiernos que emergieron
del nuevo arreglo fueron incapaces de hacerse cargo de la mayor fractura estructural del país: su oceánica desigualdad
Entre 1932 y 1982 el crecimiento de la economía mexicana fue sistemático. Sus frutos nunca fueron “repartidos” de manera equitativa, pero ese crecimiento logró que durante décadas los hijos vivieran mejor que los padres, y eso puede explicar (en parte) el consenso pasivo que existió con los llamados gobiernos de la revolución.
Por desgracia, durante nuestra transición y los primeros gobiernos democráticos sucedió lo contrario: una economía incapaz de atender las necesidades de los más y un horizonte de desesperación al constatar que en infinidad de familias los hijos vivirían peor que los padres.
3. En el balance, además, no se valora lo que se creó, fortaleció y recreó en términos democráticos (sobre lo que no me extiendo). Pero lo fundamental, creo, es que el proceso de transformación democrática no se distingue de los gobiernos. Lo diría de la siguiente manera: el país y sus fuerzas políticas fueron capaces de construir un espacio para la coexistencia y competencia de su diversidad política (experiencia venturosa), pero los gobiernos que emergieron del nuevo arreglo institucional fueron incapaces de hacerse cargo de la mayor fractura estructural del país: su oceánica desigualdad.
Para Silva-Herzog, “la democracia nos encontró sin esqueleto. Llegamos a ella sin los liderazgos necesarios y sin el armazón indispensable, el largo autoritarismo fue... estabilidad fundada en obsequios... sin ley...”, etcétera. En efecto, nuestra incipiente democracia se construyó cargada de debilidades. Hubiese sido mejor contar con un Estado de derecho firme, menos desigualdades sociales, mejor educación y síganle ustedes, pero la historia abre oportunidades y eso fue lo que sucedió. Como decía Hirschman: si uno espera a que todas las precondiciones estén dadas, nada se mueve. Creo que no se comprende que la transición democrática fue una apuesta política, un proceso social y mucha literatura sobre la misma. Tres asuntos conectados pero diferentes (por lo menos analíticamente). No fue un “cuento”, no sé si alguien equiparó “al Dios Progreso con la Democracia” y dudo que haya sido “expresión académica de cierta arrogancia liberal”, como afirma Silva-Herzog. Veamos lo que (creo) sí fue.
La apuesta política. Luego de las críticas elecciones de 1988 fue claro que el país ya no cabía bajo el manto de un solo partido político. La crisis postelectoral puso sobre el tapete de la discusión ¿qué hacer? Algunos —no pocos— concluimos que la mejor ruta para el país era la de un cambio pactado, que requería reformas normativas e institucionales para abrir paso a una competencia electoral justa y equilibrada. Era necesario sustituir el viejo autoritarismo por un régimen democrático que diera cabida a la pluralidad política existente. Nada garantizaba que ese ruta se tenía que cumplir. Pero nos parecía superior que la de quienes apostaban por el endurecimiento del régimen o creían que el gobierno del presidente Salinas se iba a desplomar. Era necesaria, pues, una transición democrática.
El proceso de transformación, por su parte, inició (según algunos entre los que me incluyo) con la reforma de 1977, que hizo de la necesidad, virtud. Dada la conflictividad que se vivía en el país, desde el propio gobierno se pensó en abrir un cauce de acción a aquellas fuerzas marginadas del mundo institucional y se inyectó un cierto pluralismo a la Cámara de Diputados. Entonces empezó una gradual, zigzagueante transformación que fue impulsada y en ocasiones pactada por las principales organizaciones políticas, con el apoyo de asociaciones civiles, académicos, periodistas, organizaciones empresariales, etcétera. Ese proceso, que de manera simplificada coaguló en seis reformas político-electorales entre 1977 y 1996, no fue una ruta delineada por algún político o académico, sino un auténtico proceso político-social que, por la vía del ensayo y el error, de avances y retrocesos, resistencias e impulsos, logró transformar la vida política del país. Sus novedades están a la vista: pluripartidismo, división de poderes, elecciones legítimas y competidas, coexistencia de la diversidad política, ampliación de las libertades. Eso es lo que dio la transición democrática.
Un tercer aspecto es la lectura de ese proceso, que por supuesto es múltiple y encontrada. Hay quien dice que todo fue gatopardismo, que hubo democracia y se dio una vuelta en U, que empezó en 1968, que sólo fue un pacto oligárquico y demás. Pero nadie puede negar (aunque le parezca poco) que México transitó de un sistema monopartidista a uno pluripartidista, de elecciones sin competencia a comicios altamente competidos; de un mundo de la representación monocolor a otro diverso y cargado de contrapesos; de una presidencia omnipotente a una acotada por los otros poderes constitucionales y fácticos; de un Congreso sumiso a la voluntad presidencial a otro cuya actuación sólo se explicaba por su correlación de fuerzas; y de una Suprema Corte que durante décadas fue un cero a la izquierda a un verdadero tribunal constitucional.
Fue un proceso modelado por diferentes impulsos, intereses, lógicas, formaciones políticas, que poco a poco parecía acercarnos al ideal plasmado en la Constitución: una república democrática, federal, representativa y laica. Por ello, ante los resortes en sentido contrario de la presente administración es imprescindible valorar lo construido. Cierto: muchos actores nos defraudaron, no estuvieron a la altura de las expectativas, le dieron la espalda a los más pobres. Pero ante los embates autoritarios la defensa de lo construido es fundamental para preservarlo. Y eso sí se encuentra —con gran fuerza— en el texto de Silva-Herzog.
A)
El primer capítulo es una rica y diversa reflexión sobre los nutrientes intelectuales (conceptuales) del término democracia. Creo, sin embargo, que el inicio es inexacto y con una analogía demasiado simple. Según su diagnóstico, “entramos mal” a la democracia:
Sin entender las cargas que suponía el pluralismo, sin reconocer la complejidad de la competencia, sin prever el impacto de la dispersión... Hemos sido incapaces de sostener una conversación... al abrir la competencia, imaginábamos que se desplegaría mágicamente una nueva residencia... Era la fantasía de la elección como reinventora del mundo.
¿De verdad? ¿Quién o quiénes sostuvieron eso? No dudo que algunos en la plaza pública hubieran afirmado que la llave para combatir el autoritarismo era la democracia (lo cual es cierto), o que una vez conquistada todo sería mejor. Pero no hay que exagerar. Se luchó por la democracia como un régimen de gobierno alternativo, no como una varita mágica o un sombrero de mago. En todo caso, si algunos sobrecargaron las expectativas fueron eso, algunos.
A continuación, se hace una analogía entre los personajes de Esperando a Godot de Samuel Beckett y la sociedad mexicana a la espera de la democracia. Desafortunada equivalencia porque en efecto, en la obra de Beckett la espera nunca da frutos, Godot jamás aparece. Pero la democracia no es una aparición, no “llega”, no se le espera. Es una construcción humana, no “llegó” a México por sorpresa, ni “nos tomó desprevenidos”. Fue una lenta y compleja construcción que puede reformarse, fortalecerse, erosionarse o incluso desaparecer.
Resulta estimulante y provocadora la recreación de diferentes autores y corrientes de pensamiento en torno a la democracia, desde ángulos y acentos muy diversos. Rousseau, Tocqueville, los “utilitaristas”, Weber, Schumpeter, Popper y otros son anotados por Silva-Herzog. Una lectura informada que abre puertas y ventanas para asumir la complejidad del tema y su historia, aun si acude a algunas metáforas que no ayudan —creo— a descifrar el tema. “La democracia es el extravío del fundamento”, “la sociedad sin forma”, “una ceremonia de disolución comunitaria”, “un lugar vacío”. No quiero ser abusivo sacando de su contexto estas frases. En la redacción del texto adquieren sentido e iluminan las muchas caras del fenómeno democrático. Pero podríamos convenir que la democracia es un régimen de gobierno —quizá soy de los que vivimos en la “jaula del concepto”, como dice Silva-Herzog—, para contar con una base firme y más o menos consensada para poder iniciar el debate. Porque si la noción es inasible y sobrecargada de significados, será más difícil la conversación.
Silva-Herzog realiza una crítica a lo que llama las tres traiciones del liberalismo: el historicismo, la ceguera del victorioso y su encogimiento intelectual , con observaciones importantes
Ofrezco sólo un ejemplo. Ciertamente para Rousseau la democracia era directa o no era. Autores como Mosca y Michels, siguiéndolo, establecieron que toda delegación acaba por cancelar a la democracia, dado que el mundo de los representantes y los representados, en forma obligada y paulatina, se escinde. En efecto, algo así tiende a suceder. Pero hoy sabemos que la democracia es representativa o simplemente es imposible.
El régimen democrático se puede entender bien si lo contrastamos con los regímenes autoritarios, dictatoriales, totalitarios o teocráticos. El primero se distingue porque aprecia y ofrece un cauce de expresión, convivencia y competencia a la pluralidad política, mientras los otros cuatro combaten el pluralismo y parten de la noción de que sólo existe una ideología, un partido, una voz legítima.
Silva-Herzog realiza una crítica a lo que llama las tres traiciones del liberalismo: el historicismo, “la ceguera del victorioso” y su “encogimiento intelectual”, con observaciones importantes. Pero sigo pensando que la mayor deuda del liberalismo mexicano es su desentendimiento de la cuestión social, así como cierta izquierda ha negado los aportes del liberalismo en la construcción de un mundo medianamente vivible. Creo que, en la conjunción de ambas tradiciones, las que apelan a los dos grandes valores que puso en acto la modernidad (libertad e igualdad), estaría el basamento de una mejor política para hoy y mañana.
Jesús Silva-Herzog Márquez, La casa de la contradicción, Taurus, México, 2021.
Nota
1 Por cierto, un error: Se dice en la página 76 que en el año 2000, cuando Fox arriba a la presidencia, “29 de las 32 entidades eran gobernadas por el PRI”. Es inexacto y no ayuda a comprender el proceso transicional. Para ese año el PAN gobernaba Baja California, Guanajuato, Chihuahua, Querétaro, Nuevo León, Jalisco y Aguascalientes; y el PRD, el Distrito Federal, Zacatecas, Baja California Sur, Nayarit y Tlaxcala (en algunos estados, en coalición).