Instantáneas recobradas

El indeclinable sentido del humor, la devoción por las letras y una bonhomía a prueba de todo fueron sello del escritor, crítico, periodista y guionista Gerardo de la Torre, fallecido el 8 de enero pasado. Tres años antes, Taller Editorial Cáspita publicó su libro Instantáneas. 18 viñetas sobre la vida y sus esquinas, en edición de cien ejemplares hechos a mano, numerados y firmados por el autor; en ellos ofrece chispazos sobre y con personajes de la cultura mexicana. Recuperamos aquí tres episodios, con un comentario de Javier Elizondo.

Gerardo de la Torre (1938-2022). Foto: Fuente: es.wikipedia.org

PRESENTACIÓN

JAVIER ELIZONDO GRANILLO

Gerardo fue. Murió, ni modo. Pero es; siempre va a ser. Arpón y ballena. Océano (furioso y noble) y el cielo que lo abarca. La noche en que murió, en casa sonamos “La Internacional” y lloramos. Apagamos la luz, encendimos una vela y nos embriagamos. Al ir a acostamos, yo no paraba de repetir “¡Diga!”, como contestaba Gerardo el teléfono, con la voz segura, ronca, de pecho, firme hasta la hora de sus últimos alientos. Terminar una llamada con él era una ceremonia: por cada despedida se lanzaba a tres nuevas ideas o anécdotas o preguntas. Preguntaba muchas cosas; hablaba muchas palabras. Parecía que no podía parar pero, más bien, no quería. Todas las borracheras que encontramos juntos comenzaron con su trágico “Yo ya casi no tomo”. No quería parar la vida de buque que llevó durante 83 años. ¿Para qué? La primera vez que hablé con él por teléfono —quedé completamente deslumbrado por su Ensayo general (1970) y quería conocerlo— me dijo: “Llámame cuando termine la Serie Mundial y nos echamos unos tragos”. Ganaron los Astros. Yo tomé tequila; mi esposa, Jenny, tomó vodka y él, whisky. Así nos hicimos amigos. Nos quedan sus muchos libros. Su voz y el inconfundible “¡Chau!” con el que, al fin, terminaba la llamada.

A continuación, tres estampas de Gerardo escritas por él mismo. Estampas decididamente gerardas. Forman parte de un conjunto de dieciocho “viñetas sobre la vida y sus esquinas” que publicamos en el Taller Editorial Cáspita, en un libro titulado Instantáneas, sobre algunos de sus encuentros con quienes él entendía que eran sus maestros y colegas; también sus amigos, con el tiempo. Y de su largo, hondo viaje por lo que amó más que cualquier otra cosa: el oficio de escribir.

Hasta uno de estos días, Gerardo. ¡Chau!

¿POR QUÉ SALAMBÓ, JOSÉ EMILIO?

Una vez me gasté la quincena entera en una orquídea —dijo José Emilio Pacheco treinta años después. Habían ocurrido ya Morirás lejos y Las batallas en el desierto, y estaba por conferírsele el Premio Nacional de Letras, aún muy lejos del Reina Sofía que se le otorgó en 2009.

Aquel magnífico ejemplar de orquidácea se hallaba destinado a adornar la gracia de una por entonces muy joven actriz que se iniciaba en las lides teatrales y al cabo de unos años, guapa y embarnecida, saltaría al cine y luego a la televisión, donde en las telenovelas haría de dama joven y perduraría hasta nuestro tiempo como esposa, madre, abuela, bisabuela, ¡ay!

A finales del año 1957 (José Emilio tenía dieciocho años; yo, diecinueve) formaba yo parte de un grupo teatral del Seguro Social que se reunía en la Casa de la Asegurada de Obrero Mundial y Vértiz (donde hay ahora una tienda del ISSSTE). El maestro de actuación era Carlos Ancira, casado con Thelma Berny, prima de José Emilio. En la Casa de la Asegurada ensayaba por esos días, bajo la dirección de Ancira, un grupo de alumnos de la escuela de la ANDA al que pertenecía la joven actriz. Una vez a la semana, o cosa así, José Emilio acudía a visitarla y le llevaba flores. En una de ésas me puse a conversar con él.

A sus dieciocho años Pacheco destacaba ya en el ámbito de las letras y preparaba la publicación de La sangre de Medusa, su primer libro de cuentos. Le dije que me gustaba leer y en ocasiones me atrevía a escribir. Quería escribir poesía y novelas de intención social, dije, y a la vez confesé que era yo un absoluto ignorante. Leía sin darme cuenta si probaba literatura buena, mala o pésima, aunque sin duda se trataba de literatura entretenida.

José Emilio me miraba como a bicho raro, quizá porque al principio revelé que jugaba futbol americano en un equipo Politécnico. “¿Cómo puede ser que te guste el futbol americano y la literatura?”. No supe qué decir.

Una de aquellas tardes, eso sí, le llevé un soneto que había estado puliendo (según yo) durante varios días. José Emilio lo leyó con gran concentración, luego se tomó unos minutos para cavilar antes de revelarme la amarga verdad.

—Mira —me dijo—, la métrica y las rimas están muy bien. Pero tu poema no tiene nada de poesía.

Dios no me había puesto en ese camino, entendí, y el comentario me retiró para siempre de la escritura de poemas.

Ya no me atreví a presentarle otro texto para que lo juzgara. En cambio, le pedí que me recomendara buenas lecturas. Sin mucho reflexionar sugirió que me consiguiera una antología de poesía española que recogía textos de Ángela Figuera Aymerich, Gabriel Celaya Cincuenta, Blas de Otero y otros poetas de compromiso social; además, unos cuentos de Albert Camus reunidos en El exilio y el reino, y Salambó, de Flaubert.

Al día siguiente me fui a la librería Zaplana de avenida Juárez casi con Bucareli y adquirí esos títulos y me puse a leer con desenfreno. Poco después volví a ver a José Emilio en la Casa de la Asegurada y esta vez le pedí nombres de buenos autores policiacos. Por entonces leía yo con denuedo ciertas noveluchas de crimen que publicaba Editorial Novaro, firmadas por autores como Bart Carson, Edgar Wallace y Arthur Upfield, o bien me limitaba a esa literatura del asesinato en el jarrón veneciano producida por Dorothy Sayers, Agatha Christie, S. S. Van Dine.

—De policiacos no sé nada —dijo José Emilio—, pero la próxima vez voy a traer a Monsiváis, que es experto.

En efecto, una o dos semanas más tarde compareció con Carlos Monsiváis. Y aunque no recuerdo con exactitud qué títulos o autores sugirió Carlos, sí estoy seguro de que me señaló una línea de avanzada.

Así, a Monsiváis le debo en buena medida las satisfacciones que he hallado en la novela negra. Hammett y Chandler y también Patricia High-smith, Jim Thompson, James M. Cain, Ross McDonald y en años recientes Dennis Lehane, Andrea Camilleri, Petros Márkaris, Henning Mankell, y Brian Freeman, para mencionar unos cuantos.

José Emilio Pacheco fue el primer escritor que traté y en primer término le debo mi aproximación a Camus. A partir de El exilio y el reino leí y veneré la obra entera del autor francés: novelas, obras de teatro, ensayos. Todavía no hace mucho retomé El extranjero y El hombre rebelde. Y lo más curioso es que al comenzar 2015 encontré una nueva edición de El exilio y el reino, libro que había perdido de vista durante décadas.

De aquellos años a esta parte me he seguido preguntando por qué el autor de Las batallas en el desierto me recomendó Salambó. Y me digo que quizá porque esta novela cartaginesa contiene elementos históricos y movimiento de masas.

En Oaxaca, en 2009, cuando homenajeamos a José Emilio en el teatro Macedonio Alcalá, se lo pregunté.

Dijo José Emilio que no recordaba haberme recomendado Salambó.

Ya ante García Márquez dijo La China: —Mira, Gabo, te presento a nuestro Obrerito Mundial. García Márquez abrió los brazos y adoptó una actitud de inocencia. —Pues yo soy el Niño Perdido —dijo

CON FUENTES Y EL GABO

Juan Manuel Torres obtuvo en 1975 el Ariel de Oro (compartido con El Indio Fernández) por su película La otra virginidad. Al año siguiente recibió la misma presea el filme Actas de Marusia, del director chileno Miguel Littín, asilado en México tras el golpe militar pinochetista de 1973. Entre esas dos entregas Juan Manuel me invitó a recibir el año 1976 en la casa de Littín, en la colonia Country Club, en Churubusco. Una reunión que congregó sobre todo a gente de cine y algunos escritores. Hubo buenos tragos, buena cena, y después de los brindis y los abrazos de medianoche Torres, Littín y casi todos los allí reunidos cantamos “La Internacional”. Eran tiempos de fe, de convicciones, de optimismo.

En esa jornada entrañable, al filo de las dos de la mañana aparecieron Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez. Ante la presencia de esas dos figuras de las letras —por entonces había publicado yo un par de libros de cuentos y dos novelas que no acababan de convencerme— me sentí vibrante y emocionado. Me uní al grupo que departía con Fuentes, y cuando el autor de Aura y Terra Nostra habló del padecimiento conocido como gota y de escritores gotosos, en voz alta me anoté en la lista que incluía a Octavio Paz y al propio Fuentes.

—Pues toma Zyloprim —aconsejó Fuentes— y puedes comer y beber lo que quieras. La gota —agregó— no es enfermedad de ricos ni de aristócratas, sino de escritores.

Y mencionó a Joseph Conrad y a otros que yo no conocía ni por las tapas de un libro.

A partir de entonces, aparte de afiliarme al Zyloprim (denominación comercial del alopurinol que hasta la fecha tomo), asumí como una bendición el padecimiento heredado de un abuelo.

Poco después fui arrancado del coloquio con Fuentes por La China Mendoza.

—Ven —me dijo La China—, voy a presentarte con el Gabo.

Y, en efecto, me condujo apresurada a otro punto del recinto donde se hallaba el autor colombiano.

(Hay una historia previa. Un par de años antes, Elena Poniatowska me había citado, para entrevistarme, en una casa de la esquina de Morena y Gabriel Mancera que había sido de ella y en esa época alojaba a la editorial Siglo XXI. Allí nos encontramos y luego, en el auto de Elena, fuimos en busca de un café. Tomó la escritora la avenida del Obrero Mundial y posteriormente, en el texto que publicó en el diario Novedades, mencionó que de manera inconsciente había tomado esa calle quizá porque yo había trabajado en la refinería de Azcapotzalco y escribía de temas obreros. La entrevista bastó para que desde entonces María Luisa Mendoza y otros me endilgaran el apodo de Obrerito Mundial).

Y ya ante García Márquez, en aquella reunión de año nuevo, dijo La China:

—Mira, Gabo, te presento a nuestro Obrerito Mundial.

García Márquez abrió los brazos y adoptó una actitud de inocencia.

—Pues yo soy el Niño Perdido —dijo.

Y no faltó quien notificara que en la unión de las colonias Álamos y Narvarte las avenidas Obrero Mundial y Niño Perdido (hoy Eje Central) hacen esquina.

EL GRAN PETRÓVICH

... Empecé a tratar a Armendáriz júnior hacia 1980. Eran tiempos difíciles para el cine mexicano. Gobernaba el país José López Portillo, quien colocó a su hermana Margarita al frente de la cinematografía. Pronto, el cine nacional se hundió en el marasmo y mucha gente de la industria (directores, fotógrafos, editores, escritores, técnicos e incluso choferes, utileros y demás) emigró a la televisión.

Por esos años comencé a trabajar en la casa productora Arte/Difusión. Hacíamos para la tele programas culturales y educativos en los que participaban directores como Felipe Cazals, Gonzalo Martínez, Sergio Olhovich, Alberto Bojórquez, Jorge Fons, Arturo Ripstein, Julián Pastor, Alberto Mariscal... Yo era guionista y coordinador de guionistas. Pedro Armendáriz llegó como jefe de producción. Nos hicimos buenos amigos y días más días menos, aparte de la discusión de ideas, proyectos y enmiendas, nos sentábamos a comer en el restaurante de los Estudios Churubusco y no desdeñábamos güisquis y tequilas. Uno que otro viernes, en etapas de soledad o saciedad conyugal, nos refugiábamos en el Antillanos de la colonia San Rafael y bailábamos salsa con irreprochables desconocidas.

Pedro era un hombre afable y de gran sencillez. En los foros cinematográficos (que frecuentó desde niño, acompañando a su padre) se llevaba bien con el mundo entero, del director al más humilde ayudante. Aún hoy, con frecuencia me parece oírlo dirigiéndose a un compañero actor, al fotógrafo, al utilero: “¿Qué hubo tú, cara de sopa?”. Todos éramos cara de sopa. [...]

En 1977 Antxón Eceiza y Armendá-riz se hallaban en Moscú, invitados al festival de cine para presentar el filme Mina, viento de libertad, dirigido por el vasco Eceiza, quien era simpatizante declarado de la ETA (Euskadi Ta Askatasuna, País Vasco y Libertad) y no se sentía nada cómodo en la Unión Soviética.

Una mañana —refirió Antxón— estando en el baño escuchó golpes muy fuertes en la puerta de la habitación y una voz profunda, muy rusa, que decía algo como: “Vrinska vresivaias skaravinskaia bialuski, ¡pasport!”. Y de nuevo los golpes y la voz rotunda: “Sviodinesk soravkaskjo marganaia traskeren, ¡pasport!”. Deprisa, nervioso, abandonó Eceiza el baño y se puso a buscar en la maleta el documento que entendía le solicitaban. Mientras, el vozarrón y los golpes, cada [vez] más sonoros, resonaban en el cuarto, y una y otra vez destacaba la palabra “pasport”. Al fin, con el pasaporte en la mano y el cinturón aún sin abrochar, Antxón abrió la puerta y se encontró con el sonriente rostro de Petróvich Armendáriz. ¡Pinche Pedro!