Un recuerdo sin dobleces

La improbable amistad de un aspirante a escritor —que tenía entonces 19 años— y uno ya formado, maduro —de 56— permitió que a lo largo de los años disfrutaran lecturas, algunas copas, mesas de dominó, música, impresiones sobre cine y varias madrugadas pero, sobre todo, fue la vía para que el maestro compartiera sin reservas su experiencia vital. Gerardo de la Cruz, quien además fue alumno de De la Torre en el taller de cuento que éste impartía, rememora esa relación desde su inicio, a bordo de un autobús, cerca de la Sogem.

José Agustín y De la Torre.
José Agustín y De la Torre. Fuente: pinterest.com.mx

Gerardo de la Torre veía la vida como una gran celebración, como Fellini al final de 8½, por eso le gustaban la fiesta y el relajo, aunque no se reflejaba del todo en su literatura, incluso cuando buscaba la risa; la vena trágica —dostoievskiana, diría él— terminaba ganándole, siempre con inteligencia y mucha tensión, a veces con etílica amargura. La risa se siente contenida en sus letras, pero fuera de páginas, qué manera de reír a pierna suelta, no perdía ocasión para arrojar un comentario chusco o encontrarles el doble sentido a las cosas.

Yo lo conocí en un pesero a las afueras de la Escuela de Escritores de la Sogem... Corrijo: yo lo conocía por sus escasos guiones de Fantomas, mi héroe de infancia, el que afirmaba que “no hay imposibles para la mente humana”, del cual me había hecho lector acérrimo desde los diez años; como buen fanático de la historieta, gastaba mis ahorros rastreando los viejos números y me imaginaba escribiendo las nuevas aventuras de La Amenaza Elegante. Luego la literatura de la Onda y su aliento de rebeldía se colaron en mi vida y el nombre de Gerardo de la Torre, gracias a José Agustín, se me quedó grabado sin haber leído casi nada de él.

Jugamos, bebimos, conversamos toda la noche, y hasta que alguien se animó a despedirse reparamos en la hora:
ya iban a dar las cinco

No deja de ser gratamente azaroso ese momento en que uno tropieza con el destino. Yo tenía 19 años y era uno de mis primeros lunes en el diplomado de la Sogem. Gerardo tenía 56 y se dirigía a su departamento de Vértiz y Xola, que entre becas y premios acababa de comprar; yo bajaba un poco antes, en San Borja, donde transcurría mi feliz vida de estudiante becado por mi tía. Recuerdo a Gerardo esa noche de 1994, muy serio a mi lado, bien erguido, aguardando el pesero en División del Norte y Héroes del 47. Cuando llegó el micro me cedió el paso. Abordé el vehículo y comencé a hurgar en mis bolsillos los pocos pesos que costaba el viaje; atrás de mí, impaciente, De la Torre me urgió para que avanzara, “pasa, ahora pago”... Y antes de que protestara, le dio cinco pesos al conductor y me obligó a moverme para alcanzar asiento, pues en cuestión de una parada solía llenarse. Cuando por fin pude acercarme para pagarle, le pregunté si en efecto era Gerardo de la Torre. “Eso dicen”, respondió seco. "Usted hacía Fantomas, ¿verdad?" Él frunció el entrecejo, se llevó el índice de la mano derecha a la punta de la nariz y, como quien mira dificultosamente un pasado sobre el que tiene mucho que decir —gesto muy suyo—, precisó: “Hice algunos números, muy al principio; pero no me hables de usted, van a pensar que soy decente”, y para no adjudicarse méritos ajenos, agregó: “Pero quien hizo realmente al personaje fueron Guillermo Mendizábal y Gonzalo Martré, mi aportación...”, se interrumpió, “San Borja, aquí te bajas”, y pidió parada por mí.

Le reiteré mi agradecimiento y me despedí. El camino a casa se hizo liviano, etéreo. No conocía la obra de Gerardo de la Torre, pero ese encuentro me dejó perplejo. ¿Así eran los escritores? ¿No todos eran orgiásticos como Arreola? ¿Inalcanzables como Paz? ¿Dañados como Parménides García Saldaña? No volvimos a viajar juntos en el lapso de un año, básicamente porque después del penoso encuentro, lo evitaba. Hasta que llegué a su taller de cuento, que impartía desde que inició el diplomado de la Escuela de Escritores.

Su tarea como maestro comenzaba pasando lista, porque aprenderse los nombres de quienes tenía enfrente era un gesto democrático, un mínimo reconocimiento de paridad: Avélica Leyva, Héctor; Burgos Becchio, Facundo Ezechiele, ¿lo pronuncié bien? Cabrera Fonte, Pilar... ¿eres algo de Luis Cabrera? González de la Mota, Gerardo de la Cruz —alcé la mano—, “según sus amigos en el segundo apellido lleva la fama”, y así se iba aprendiendo el nombre de todos los que pasaban por su aula. Enseguida daba principio a la clase de cuento. Para él no había secretos ni fórmulas mágicas, sólo recomendaciones puntuales, trabajo, rigor para construir un texto eficaz; leer mucho y de todo, corregir sin condescendencia: el genio del autor vendría por añadidura. De esas clases y sus muchas lecturas salió un Catecismo de la narrativa, disponible en Scribd.

Un día, en el primer mes de clases, lo alcancé en las escaleras y le dije que íbamos a estar en el bar de La Doña, un restaurante a unos metros de la escuela. “Tengo algo que hacer, pero les caigo un rato”, dijo, y media hora después se apersonó en el oscuro bar. Entre charlas de literatura, cine, asuntos vitales, mujeres, política, recuerdos, fallidas estrategias de dominó, el rato previsto se prolongó hasta que cerró el restaurante y propuso continuar la conversación en su casa. Fuimos los indispensables para sostener una partida de dominó. Jugamos, bebimos, conversamos toda la noche, y hasta que alguien, tambaleante, se animó a despedirse reparamos en la hora: en la madre, ya iban a dar las cinco. A partir de ese día la escena se reprodujo —dominó, cine y literatura de por medio— semana tras semana durante años, con los mismos y distintos personajes.

En La Doña coincidimos la mayoría de sus alumnos; en su casa conocimos a varios de sus amigos —vivos y muertos, como Juan Manuel Torres— y a sus hijos Yolanda y José Gerardo. ¡Cómo nos padecieron durante esa fiesta interminable que fue su amistad! Las botellas de vino y de güisqui se iban enfilando una a una en su apretada cocina, mientras yo escanciaba una jarra de café taza a taza.

El taller de Gerardo terminaba en la escuela, pero las clases de verdad las impartía lejos de nuestros borradores, al calor de su amistad. Obsequiaba libros, ropa, chamarras azules que teñía de rojo, corbatas, computadoras, Rolex que adquiría a cincuenta pesos en el tianguis, sus antologías musicales que eran una suerte de biografía sentimental, y lo más importante, brindaba sin regateos su experiencia vital. Nada se guardó y sólo pedía una cosa a cambio, que fuéramos fieles a nuestros principios, aunque nos equivocáramos garrafalmente. Sin dobleces, como él se propuso vivir.