En el teatro de la ciudad de México no parece que haya pasado un solo día desde mi infancia, en los tiempos anteriores a la guerra. Los mismos edificios, las mismas butacas tiesas, los mismos acomodadores que rentan los mismos gemelos para las mismas piezas en los mismos jueves y domingos tradicionales. Podría llegar a creerse que en esos teatros le dotan a uno, sin cargo extra, de un par de manos aplaudidoras y de unos ojos llorosos con un aparato hilarante adentro, una vez concluida la temporada, con la parafernalia requerida de la corrección teatral.
El Teatro Hidalgo, por dar un ejemplo, fue gloria de la ciudad al principio de los años ochenta, al ser el primero en usar gas para efectos lumínicos. Lo seguiría usando de no haberse incorporado la electricidad a nuestra joven civilización, y salvo por este cambio permanece como una reliquia histórica, cayéndose a pedazos ante la mirada respetuosa del gobierno, que es su propietario desde hace varios años. En este antiguo lugar vi a las florecientes celebridades de la opereta y el drama al comienzo de la segunda década de este siglo. Obras maestras como Los sobrinos del capitán Grant, La pata de cabra y Margarita de Borgoña o La Torre de Nesle, Amor y orgullo, El modisto parisién y otros especímenes líricos y melodramáticos alternaban con Los tres mosqueteros, Otelo, Flor de un día y Espinas de una flor, y con la historia de San Felipe de Jesús, protomártir mexicano.
En este venerable escenario, al actor que representaba el papel de Brabancio se le cayeron los pantalones durante la representación de Otelo, y todo el teatro, como es natural, se sonrojó. La inocente heroína del melodrama la representaba tradicionalmente una actriz cuya amplia familia se incrementaba cada año, lo que hizo que sus personajes parecieran dudosos no obstante su inherente sentimentalismo. Las ligeras sopranos de la opereta estaban destinadas siempre al estrellato y la estrella de esta compañía lírica se pudo haber mostrado gananciosamente en cualquier feria como la mujer más gorda del mundo.
Hoy en día cualquier turista puede ir el domingo que sea
por la tarde al Teatro Hidalgo, en donde aún siguen los mismos actores de hace veinticinco años, como sus propias lápidas
PERO ÉSTE NO ES un recuento proustiano del tiempo ido. Hoy en día cualquier turista estadunidense puede ir el domingo que sea por la tarde al Teatro Hidalgo, en donde aún siguen los mismos actores de hace veinticinco años, como sus propias lápidas. Esto es lo que los actores llaman bolos: actuar los domingos únicamente. No se verán los viejos melodramas, pues la decadencia del teatro parece haber prodigado sus cenizas hasta en este majestuoso teatro. Pero las grandes operetas del pasado, el género grande español, piezas tan venerables como El rey que rabió, La viejecita, hasta La verbena de la Paloma, siguen dando la batalla. El fenómeno de estas representaciones resulta particularmente interesante desde el punto de vista del espectador. Éste no sólo vuelve a escuchar la música que gustaba en su adolescencia, sino que la oye salir de boca de los mismos actores. Así que la ilusión del Tiempo desaparece para las dolientes mujeres de cierta edad o para los caballeros de aspecto militar de blancos bigotes a la Porfirio Díaz. Por otra parte, los actores en esas tardes de domingo deben vivir bajo la misma ilusión de remontarse a Matusalén. Yo soy el único que se siente viejo y fuera de lugar cuando me permito estos Sabbaths rejuvenecedores.
El señor Usigli, quien escribió una historia del teatro mexicano —para venir a descubrir que en México el teatro no tiene historia— menciona el Teatro Ideal, por primera vez, al abordar el año de 1914. Debe ser uno o dos años más viejo. Aparte del interesante hecho de haber producido Casa de muñecas al precio de ocho centavos, oro, en los raudos y pontificadores días de la Revolución, el Teatro Ideal es buen espécimen del escenario impasible. Es un local pequeño, para setecientos espectadores en las más horrendas y lúgubres butacas. Sin embargo ha alcanzado una gran reputación, y muy gruesas facturas, como la Casa de la Risa. Originalmente presumía de ser una bonbonnière y el rendezvous de la élite en sus llamadas representaciones vermuth a las seis en punto de la tarde. Pero en realidad adquirió sus florecientes características como productor del astracán español y como la sede artística oficial de nuestra colonia española. Sus carteles solían anunciar las obras en un marco de risa: una boca gigante que emitía carcajadas, las cuales suenan más fuerte en español, debido a la letra j que llevan. Los reyes de la farsa de España han producido aquí sus obras desde hace mucho tiempo. La pieza de astracán es una especie de broma bufonesca en la que mucho destacó Pedro Muñoz Seca, asesinado el año pasado en España al parecer por los de izquierdas (aunque no, como se esperaría, por sus obras dramáticas). En las piezas de astracán toda la acción desemboca en un chiste, y su técnica es similar a la de las creaciones de los hermanos Marx —sin los marxistas. El verdugo de Sevilla, La frescura de Lafuente y La venganza de Don Mendo destacan entre las piezas clásicas de Muñoz Seca.
EL FENÓMENO del Teatro Ideal es en cierta manera diferente a la eternidad en el Hidalgo, aunque lo sigue muy de cerca. Como el astracán es un fraude industrializado, las mismas situaciones, tipos, chistes se veían sujetos a una renovación permanente. Como los actores ya no lo eran, sino tipos petrificados, siempre se veían igual, aun cuando en la vida diaria fueran diferentes personas. Las habitaciones de papel, decoradas por lo general con libros falsos, sillas y otros accesorios, se sumaban a esta ilusión y el público era por lo general el mismo. De suerte que aquí había otro mundo, invariable y perpetuo. Los rozagantes españoles del ramo de los abarrotes, tras cerrar bien tarde la noche anterior, se dan un buen descanso, un baño dominical y una afeitada dominical, comen fuerte, van a los toros y regresan a tiempo para la función intermedia de la Casa de la Risa: la función de moda de las seis y media o siete, y se mueren de risa en su elogio hebdomadario al arte dramático de los suyos. Son orgullosos favorecedores de la que consideran una tradición castellana. Aquí, también, se encuentran con sus amistades comerciales, y les ofrecen a sus esposas la oportunidad semanal de lucir un sombrero nuevo, un vestido o un anillo nuevos con un diamante del tamaño de una nuez. El rito se altera únicamente cuando en lugar de carcajearse, este descendiente del Cid se echa a llorar en una obra sentimental sobre niños, casas de pueblo o conventos abandonados; o cuando bebe el habla de su pueblo de boca de un actor sobreactuado que, desde luego, no es español. Hay otra excepción a este sistema y se da cuando se monta una pieza mexicana. Ayuda a apreciar que estos actores tan especializados son absolutamente incapaces de imitar a los mexicanos, aun cuando la mayoría naciera en las calles aledañas al teatro. Por fortuna, las obras mexicanas duran muy poco en cartelera, y un nuevo o viejo astracán español o una comedia sentimental la reemplaza para extraer las reservas de lágrimas y risas acumuladas en el público.
La guerra en España y la muerte de Muñoz Seca provocaron una escasez importante en este mercado. Han regresado al escenario obras dramáticas que se rechazaron en tiempos más prósperos; las reposiciones, publicitadas a petición de un público amplio, aparecen por algunos días, y desaparecen. Luego las malhadadas compañías, literal y físicamente, recurren a las producciones dramáticas de Argentina, las cuales sólo difieren de las españolas en aspectos regionales que se pueden imaginar con facilidad. Esta crisis le da a nuestros actores la oportunidad de emplear fluidamente el cantado acento argentino y el teatro pasa de la jota al tango. Pero hay un hecho relevante sobre el teatro. Sin importar la compañía que llegue a actuar en él, es seguro que caiga en el mismo sueño, o pesadilla, del astracán. El astracán está en el aire, la risa está debajo de las butacas. Y por otra parte, las estrellas del astracán que dejan el Ideal por otro escenario se llevan consigo el embrujo del lugar, de modo que el Teatro Ideal se ha vuelto universal y ubicuo en esta vieja ciudad. Además, todas las compañías realistas del Ideal están bien familiarizadas con el olor y el color del dinero en grandes cantidades y bendicen a sus respectivas estrellas de la suerte. Aquí, como en todas partes, durante los intermedios de media hora, una pequeña orquesta de tres elementos —piano, violín y contrabajo— interpreta piezas memorables como La danza de las horas, los valses de Waldteufel o, con más frecuencia, la Danza macabra. Pertenecen al Sindicato de Músicos. No hay productor que se salve de ellos.
Ayuda a apreciar que estos actores tan especializados son absolutamente incapaces de imitar a los mexicanos,
aun cuando la mayoría naciera en las calles aledañas al teatro
EL TEATRO RENACIMIENTO, abierto en 1900, luego cambió su nombre por el de Teatro Mexicano y por último al de Teatro Virginia Fábregas. Es propiedad de esta actriz, quien es al mismo tiempo nuestra Cornell1 de los noventa y nuestra Marie Dressler2 de la era moderna. Con todos los estigmas del estilo fin de siècle encima (me refiero al teatro), sujeto tan sólo a espasmódicas manos de pintura, este coliseo, como gustan de llamarlo los cronistas, tuvo sus días de gloria junto al teatro de los virreyes, conocido como Principal. La misma señora Fábregas, apenas hace unos meses, ahí produjo La hora de los niños en traducción del francés. Con la artificial dicción española, y eliminados los misterios de su contenido (pues todo se explicaba de manera deplorable) la pieza no sonaba bien. En este escenario encantado las cosas son lo que eran en 1900, hablando técnica y artísticamente. Pero a fin de cuentas, “Time present and time past / Are both perhaps present in time future”.3 Filosóficamente, igual estuvo bien que el Principal se incendiara en 1931. De otra manera habría permanecido como en 1753. Por más de treinta años estuvo dedicado a las piezas líricas españolas llamadas zarzuelas.
La obra dramática mexicana más tradicional y venerada es española: Don Juan Tenorio, la versión romántica de Don Juan, por José Zorrilla. El uno y dos de noviembre la ciudad bulle de calaveras de azúcar, juguetes funerarios de todos los tipos, pan de muerto, poemas funerarios dedicados a personas vivas bien conocidas —acaso bajo el reprimido deseo de verlas muertas— y Don Juan Tenorio haciendo su apuesta, en duelo con todos sus rivales, conquistando a todas las mujeres, fugándose con cuanta monja, y en todos los teatros: dramáticos, cómicos, líricos y de burlesque. Tenemos incluso un actor que no representa a nadie más que al Tenorio año tras año y que en su propia casa y en su habitación atesora las escenografías, el vestuario y las estatuas funerarias de la obra. La competencia es ardua. Los productores lucen su ingenio; consiguen esqueletos bailarines, música, ballet al estilo francés, lápidas que se mueven, pajes y dueñas simpáticos, muros, estatuas que se mueven y hablan, y todos exclaman ante la apoteosis del Cielo. La publicidad que despliegan los Tenorios es en realidad lo normal en la gran publicidad del negocio del teatro. Adjetivos: gran, colosal, estupenda, despampanante, magnífica, genial y divina.
NO DEJARÉ de analizar la calidad surrealista de esta preservación en nuestros escenarios. Nuestros actores parecen eternos bajo este incomprensible encantamiento. Sus rostros aparecen por todas partes, múltiples e idénticos como pinos en un pinar. Son los maridos o los amantes de sus hijas, los hermanos de sus hijos, los maridos de sus madres, hablando figuradamente, claro está, y Edipo nada tiene que ver con esto. Pero también son capaces de continuar con sus propias vidas sin cambio alguno.
Un hecho importante en sus vidas personales es su hábito de publicitar, a cada tanto, su retiro de los escenarios. Se organiza una presentación monstruo de despedida. Parte del espectáculo son los ramos de flores, corbeilles, confetti de colores, vuelo de palomas y a veces el Himno Nacional. A las cuentas, que son en verdad extraordinarias en tales ocasiones, es necesario añadir los innumerables regalos de los admiradores: se acepta todo, desde una gallina hasta un brazalete, si hubiera un galán de otra época capaz de darlo. Los mismos rasgos caracterizan a los beneficios o espectáculos especiales cuyo producto va completo al actor principal cuando su temporada en un teatro está por terminar.
De lo anterior es fácil inferir que el verdadero teatro en México ocurre fuera del teatro. Esto comporta controversias dramáticas entre literatos, amargas charlas de café —tristes como una obra de Lenormand—, tumultos por la promoción de una obra local, cartas a los diarios, cenas y almuerzos para los críticos de la prensa y demás. Pero la mejor actuación se da en las salas de espera de los políticos y de los funcionarios de gobierno influyentes. Los actores usan su talento y su verba para obtener subsidios o para conseguir para una temporada en el Palacio de Bellas Artes, para producir piezas de astracán provenientes de Madrid o de Buenos Aires. Y son lo suficientemente dramáticos para lograrlo.
Al respecto, con frecuencia he pensado en esos bosques petrificados en los que los sonidos también están petrificados y se pueden volver a escuchar. El turista estadunidense puede tomar este milagro como parte de su vacación mexicana. Me libera de to-da nostalgia o lamento por mi infan-cia. Puedo volver a ser un niño tan sólo con sentarme en el Hidalgo una tarde de domingo, ser un poeta jovencísimo viendo a las hermanas Blanch, las más grandes estrellas del astracán, o hasta convertirme en un recién nacido en algunas otras ocasiones. Es algo tan bueno como buscar la Fuente de la Juventud, y mucho más seguro, toda vez que se tiene la seguridad de encontrarla. De hecho, uno se siente muy viejo en los teatros experimentales de las generaciones más jóvenes.