Cumpleaños capicúa

El corrido del eterno retorno

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pinches 44, me hackiaron. Hace diez años dejé en prenda mi credencial de elector en una cantina. La deuda, como un globo en una novela de Julio Verne, se elevó tanto que me fue imposible pagarla. Perdí demasiado: la confianza de mis fiadores, un espacio social invaluable, las amistades que ahí afiancé y también mi entonces IFE. Nunca regresé, como no se vuelve con una ex a la que amaste un chingo pero sabes que aunque te aceptaría de regreso eres tú quien no se encuentra en condiciones de reintentarlo.

Dicen que las personas nos acostumbramos a todo. Yo me adiestré para afrontar el cochino mundo sin identificación. Las únicas ocasiones que sacaba mi pasaporte de la caja fuerte era cuando debía tomar un avión. Pero el resto del tiempo era un ilota, un linyera, un clochard. Hace unas semanas leí un tuit, no recuerdo su autor(a), que afirmaba que la excesiva burocracia es una especie de violencia. En el país de la tramitología infinitesimal que es México, no tener la ahora INE es una invitación a ser doblemente violentado.

Cinco años después, agobiado por las dificultades presentadas a la hora de acudir al banco a hacer una reposición de la tarjeta de débito, decidí que era momento de volver a solicitar la identificación oficial que simplificaría mi vida. ¿Cómo es posible que el pasaporte sea aceptado para salir del país pero no para cobrar un cheque? Volví entonces a ser un ciudadano. Alguien con la facultad de ejercer su derecho al voto. Un gusto que me duró muy poco. A las tres semanas el reboot de la historia dispuso que volviera a dejar en prenda mi recién estrenada identificación en un bar.

Esta ocasión no me dolió. No estaba compenetrado con el lugar. No lo extrañaría. Tampoco a la credencial. Como no se extraña una casa que un cuate te ha pedido que le cuides mientras sale de la ciudad un fin de semana. No has contado con el tiempo suficiente para encariñarte. Así que retorné a mi antigua condición. La inexistencia burocrática. Es un pedacito de libertad. Es parecida a aquella que experimentas cuando tu celular presenta alguna falla y lo mandas a reparación. Nadie te llama, no whatsappeas, te olvidas de las redes sociales y navegar significa entonces un descanso del maldito cacharro, una soltura recobrada.

En los libros de Castaneda leí un concepto que me deslumbró: “parar el mundo”. Es una lástima que ya no le podamos preguntar a don Juan cómo parar a los burócratas. Ante otra encrucijada administrativa, diez años después de aquella credencial empeñada en una cantina, cinco después de la segunda y en víspera de mi cumpleaños número cuarenta y cuatro, me vi en la imperiosa necesidad de solicitar otra reposición. El sistema quiere a güevo que uno tenga INE. No existe escapatoria. Me rendí. Si es lo que esperan, lo obtendrán. Saqué la cita y fui a que tomaran la foto de mi cara de pendejo. Programaron la entrega de la credencial unos días después de mi cumple. Un regalo envenenado del gobierno.

Para aquellos que padecemos miedo a envejecer, cumplir años no es nada gratificante

Para aquellos que padecemos miedo a envejecer, cumplir años no es nada gratificante. Sin embargo, es el pretexto para que la gente te recuerde cuánto cariño siente por ti. Y eso sí está chido. Me llovieron invitaciones a comer, me regalaron libros y tres pasteles (dos gluten free). Caté whiskeys y whiskys y me fui a la lucha libre. Pero acabados los festejos los 44 se dejaron sentir sabroso. Primero me pegó un pinche ataque de ansiedeath horrible, como si me hubiera tomado diez tazas de café de putazo, patrocinado por el Covid-19 que padecí la primera semana de enero. Después me comenzaron a chillar los oídos, sobre todo el izquierdo. Un recuerdito del refuerzo. Sí, por culpa de la vacuna de hace diez días, he experimentado episodios de tinitus. Gracias ciencia, gracias laboratorios.

Y por último, la cereza del pastel: la mañana que salí para recoger la INE, el termómetro marcaba los tres grados. Tuve que regresarme a casa porque me comenzó a doler la espalda culerísimo. Fui víctima de un choque térmico. Me contracturé. Y mi motricidad se vio afectada por el dolor. Parecía yo el pinchi Alex J. Murphy. Así me recibieron los 44. Y aunque ya he recuperado poco a poco mi movilidad gracias a la técnica de la punción seca, ya puedo levantar la cuchara y comerme solito el caldo de pollo, todavía no voy por mi credencial. Ojalá pasen cinco años antes de animarme a recogerla.