En espera de las condiciones objetivas para encender la llama de la revolución, uno bien puede sentarse en el sofá a leer sobre ella, acompañado de un té de manzanilla o de un tequila, dependiendo del ardor insurreccional de cada quien. Los días que corren son especialmente propicios para ello, y no porque el proletariado esté a punto de rebelarse, sino porque acaban de aparecer tres obras fundamentales: la reedición de Hacia la estación de Finlandia, el clásico de Edmund Wilson sobre la historia de la idea de revolución (Debate, Barcelona, 2021); la primera versión al español de los Diarios de un revolucionario (1936-1947), del legendario Victor Serge (UACM-BUAP, México, 2021), y El árbol de las revoluciones, ideas y poder en América Latina, en el que Rafael Rojas recorre y analiza la historia intelectual de la revolución en el siglo XX latinoamericano (Turner, México, 2021).
Después de todo, y a riesgo de que nos acusen de revisionistas, quizás algo de razón tenía Lenin cuando, al verse obligado a interrumpir la escritura de El Estado y Revolución por el estallido de la rebelión de Petrogrado, 1917, afirmó que “es más agradable y provechoso vivir la experiencia de la revolución que escribir acerca de ella”, pero por algo no se atrevió a decir nada sobre su lectura. De hecho, leer sobre la revolución es también una forma de vivir su experiencia, con la ventaja de que uno no se mancha las manos de pólvora ni de sangre.
EN ALGÚN PUNTO de su ensayo, Wilson insinúa que, en su actitud frente a la historia, no hay dos seres más distintos que el historiador y el revolucionario. El primero intenta ordenar, interpretar y dotar de coherencia a los hechos pasados para construir un relato lógico y, al mismo tiempo, un texto literario, pues “el material histórico siempre hace estallar la forma artística”. El segundo, por su parte, trata de “hacer encajar los acontecimientos presentes en un patrón de dirección práctica que determinará la historia del futuro”. El historiador, de esta manera, opera sobre el pasado, mientras que el terreno de acción del revolucionario radica en el futuro. Podría reprochársele a Wilson su optimismo, al concebir toda obra histórica como creación artística y toda revolución como un programa con fines concretos diseñados con un riguroso estudio de la realidad. No obstante, hay que tomar en cuenta que, cuando habla de historiadores, Wilson se refiere a Michelet o a Renan, y cuando habla de revolucionarios, está pensando en un Lenin o un Trotsky, y no en los nombres que al lector en este momento se le vienen a la mente por oleadas. Sin embargo, hay un lugar inesperado y evidente en que el historiador y el revolucionario se encuentran y en el que uno tiene la misma influencia sobre el otro: el terreno de las ideas.
Los tres libros de los que aquí nos ocupamos se dedican precisamente a las ideas, en el entendido, claro, de que van de la mano con los acontecimientos: son su impulso, pero también su consecuencia. Wilson y Rojas no narran grandes batallas ni se ocupan de la historia militar, sino de la ideológica, mientras que Serge, a través de los hechos y las vivencias que consigna en su diario, va reescribiendo íntima pero también objetivamente la historia de la revolución rusa, o más bien la de su abandono, y crea así, junto con varios nombres más, el relato que acabaría por primar. Historia y revolución, por más que se proyecten hacia direcciones opuestas —pasado y futuro—, confluyen imposiblemente en un punto, como lo sabía mejor que nadie Trotsky, quien hizo la Revolución Rusa para escribir su historia y escribió su historia para rehacer la revolución.
Involuntaria pero felizmente, con sus abisales diferencias de estilo, género, enfoque y alcance, la lectura de los tres libros forma una historia abreviada de la revolución mundial. Así, Wilson arranca su recorrido en el momento en que Giambattista Vico intuye que las instituciones sociales son obra del ser humano, por lo que son susceptibles de transformarse, y concluye con la llegada de Lenin a la Estación de Finlandia en Petrogrado, con la revolución triunfante. Después entra en escena Victor Serge, quien en sus diarios constata la deriva totalitaria del movimiento que alguna vez se soñó libertario (en el sentido original del término, no en su degeneración actual), y repasa, desde su exilio mexicano, como quien rememora sus viejos amores, las revoluciones europeas del periodo de entreguerras. Por último, Rafael Rojas analiza las principales revoluciones latinoamericanas a través de su ideario y de sus protagonistas intelectuales, de José Martí a Daniel Ortega. Queda claro que una historia que empieza con Vico y Robespierre y culmina con Chávez y Ortega explicita el agotamiento de todo relato. Y aquí no queda más remedio que volver, una vez más, a la gastada cita de Marx, según la cual la historia se repite dos veces, la primera como tragedia y la segunda como farsa, con la salvedad de que incluso un Daniel Ortega puede refutar en los hechos a Marx, pues, en el caso nicaragüense, la historia se repitió como una tragicomedia a la que le falta gracia y le sobra patetismo y crueldad.
Edmund Wilson confirma que la literatura es una fuente de conocimiento cuyo alcance depende de la perspicacia
y ambición del lector... Al decretar la literariedad del texto histórico se permite interpretarlo como literatura
HISTORIAR LA REVOLUCIÓN
Ante todo, Edmund Wilson es un crítico literario, lo que lejos de limitar su estudio confirma que la literatura es también una fuente de conocimiento cuyo alcance depende de la perspicacia y la ambición del lector. Al decretar, décadas antes que Gérard Genette, la literariedad del texto factual, en concreto el histórico, Wilson se permite interpretarlo como literatura, al tiempo que, con mayor conciencia de lo que le hubiera gustado admitir, él también la escribe. Es muy significativo que Hacia la estación de Finlandia empiece con Michelet leyendo a Vico y concluya con un análisis del primer discurso que Lenin pronunció a su llegada triunfal a Rusia; es decir, su estudio abre y cierra con un típico ejercicio de crítica literaria. Esta aclaración es más importante de lo que parece, pues explica que Wilson pase rápidamente por los acontecimientos o los obvie sin mayores remordimientos, de la misma forma que al buen crítico le interesa más el estilo y el espíritu de una novela que su trama, sin olvidar que la obra se estructura a través de ella. Wilson lee la realidad como un texto literario cuya autora, a la vez que narradora y protagonista, es la humanidad con conciencia histórica.
Mucho se ha insistido, incluso por parte de narradores como Vargas Llosa, en que Hacia la estación de Finlandia se lee como una novela trepidante, lo que es verdad; podría agregarse que se lee no como cualquier novela, sino como una fantástica. El libro, en el fondo, narra el proceso mediante el cual una idea, es más, una iluminación —la del rol protagónico del ser humano en la historia—, acaba por convertirse en realidad, primero de manera involuntaria y espontánea, como fue hasta cierto punto la Revolución Francesa, y después de manera absolutamente programática, como fue el caso de la rusa. Nunca antes como en esta última un ideario político y filosófico, abstracto y exclusivamente intelectual, se concretó en un nuevo sistema social, real, con mecanismos y reglas por completo distintos, o mejor, en palabras del propio Wilson, “por vez primera en la epopeya humana la llave de una filosofía de la historia iba a encajar en una cerradura histórica”.
EL HECHO de que la obra de Wilson sea sobre todo una historia intelectual de ninguna forma significa que permanece en el plano de las ideas, asustada ante la posibilidad de ensuciarse con la mugre de los días.
Otro aspecto maravilloso del Wilson narrador, de nueva cuenta relacionado con la novela, son los retratos que elabora de los grandes intelectuales y revolucionarios. Al margen de sus simpatías —que no esconde, consciente de que siempre ganará la partida sin importar que muestre sus cartas—, Wilson encuentra épica no en la toma de la Bastilla, la Comuna de París o el asalto al Palacio de Invierno, sino en la producción de un proyecto intelectual descomunal y capaz de alterar la historia, tanto la pasada como la futura. De esta forma se conmueve con un Michelet que aprende italiano con tal de leer a Vico, que se levanta a las cuatro de la mañana para escribir su obra en el invierno parisino, que estudia en medio de los gritos de los locos en el manicomio que dirige su padre, y que muestra “cómo una limitada experiencia individual puede llegar a producir una gran obra de imaginación”. Que la idea de revolución empiece con Michelet no deja de resultar curioso, pero la fe de Wilson en la historia es inquebrantable y ve en ella el verdadero motor de cambio: el futuro sólo se conquista desde el pasado. Si Michelet aparece en esta ruta revolucionaria, a pesar de su discutible conservadurismo, es porque “fue el hombre que, más que ningún otro, dio a los franceses de su tiempo un pasado histórico”.
La misma fascinación de Wilson, que transmite generosamente a sus lectores, aparece al hablar del estilo de Renan, del inesperado éxito de Anatole France, de las comunas socialistas de Owen y Fourier, de la arrolladora personalidad de Bakunin, de la estoica familia de Lenin, de la perspicacia de Trotsky, y encuentra su punto culminante en las inolvidables páginas dedicadas a la creación del marxismo, ese fruto de la amistad entre Marx y Engels, una de las más hermosas de la historia en cualquiera de sus fases. El estudioso estadunidense averigua hasta el más mínimo detalle de la trágica vida de Marx, lo que le sirve, además de para trazar su detallado retrato físico y moral, para interpretar su obra, pues faltaban décadas para que la biografía quedara descartada como fuente de análisis textual. Gracias a ello, por poner un ejemplo, el lector se entera de que Eleanor Marx, la menor de las hijas del filósofo, fue autora de la primera traducción al inglés de Madame Bovary, a la par que lee una interpretación de cada tomo de El Capital según sus condiciones materiales de producción, o sea, del grado de miseria de Marx en ese momento y de la presencia amistosa de Engels, quien incluso fungió como negro literario de su barbado amigo con tal de que ganara algunas libras que le permitieran teorizar la lucha de clases.
Prudentemente, Wilson concluye su obra en el triunfo de la Revolución Rusa, pues lo que vino después es otra historia, que a él no le interesa contar o que considera demasiado terrible para hacerlo. Prefiere quedarse con los auténticos revolucionarios rusos, esos que Stalin se encargó minuciosamente de exterminar, y que describe de manera conmovedora. La cita es extensa, pero permite de una vez describir con fidelidad a Victor Serge, además de mostrar el estilo noble, novelesco e irónico de Wilson:
... Todos los que conocieron en sus mejores momentos a los revolucionarios rusos de estas generaciones de la preguerra quedaron impresionados por la eficacia del régimen zarista como escuela de la formación de la inteligencia y de la personalidad de sus adversarios. Obligados a sacrificar en aras de sus convicciones sus carreras y sus vidas, forzados por el movimiento a ponerse en contacto con toda clase de gentes y a vivir en países extranjeros cuyas lenguas dominaban rápidamente y cuyas costumbres analizaban con curiosidad y con mirada pronta y realista, obligados por sus largas permanencias en prisión a convivir con los delincuentes comunes y, por tanto, a comprenderles, forzados por los meses o años de presidio y soledad en la fortaleza de Pedro y Pablo o en la oscuridad del Círculo Ártico a emplear el ocio en leer y escribir, aquellos hombres y mujeres unían un extraordinario acervo cultural con un extraordinario acervo de experiencia social; y, liberados de las muchas cosas superfluas de que suelen rodearse los hombres, supieron conservar, al sobrevivir, el sentido de las que son vitales para el honor de la vida humana (p. 479).
En un diario impregnado de muerte brillan entradas llenas de vida, como las que Serge dirige a su compañera —este diario también es una carta de amor—, o las muchas en que cuenta andanzas por México
LAS PALABRAS DE LA DERROTA
Allí donde termina la historia de Wilson comienza la trayectoria de Victor Serge. Nacido en Bélgica, hijo de exiliados rusos, apátrida y por tanto internacionalista, el joven Serge mostró talento precoz para luchar por la revolución desde la fábrica, la trinchera, la celda y el periódico, espacios que conoció como pocos por media Europa. Su autobiografía, Memorias de un revolucionario, es una de las obras clave para entender el siglo XX, el de la esperanza y el terror. Serge trabajó con el mismo Gorki en los años dorados de la Revolución Rusa, etapa en la que conoció de cerca a sus principales protagonistas. Su temperamento crítico lo fue distanciando de ellos, hasta que predeciblemente fue encarcelado y desterrado por Stalin, a cuyo régimen, según se afirma, él fue el primero en calificar de “totalitario”.
Refugiado en Francia, ya acumulaba varias derrotas cuando, ante el avance de los nazis, se ve obligado de nueva cuenta a exiliarse, momento en que empieza a consignar los Diarios de un revolucionario, que aquí nos ocupan y que son un valiosísimo agregado a su autobiografía.
Se trata más bien del diario de un exiliado, o incluso —tal como se publicó algún fragmento hace tiempo— de un derrotado. Tras algunas entradas sobre sus últimos días europeos, Serge narra la travesía marítima hacia la Martinica y, de allí, con escalas en Santo Domingo y Cuba, la llegada a México, su último destino. Fue aquí donde seguramente vivió la etapa más triste de su vida, pero también la más fecunda: además de terminar su autobiografía —su obra cumbre—, escribe novelas, artículos y cartas, y rememora, con la angustiosa tranquilidad de los vencidos, los mundos que creyó ver nacer cuando en realidad presenciaba su lenta muerte.
El diario, contra lo que pueda pensarse, es variado tanto en los temas que aborda como en el tono de la escritura. Son muchas las entradas que dedica a la reflexión y la actualidad política —después de todo se estaba librando la Segunda Guerra Mundial—, lo que permite a Serge esbozar parte de su visión histórica, pues, como él mismo afirma, “los hombres necesitan un sentido de la historia comparable al sentido de orientación de las aves migratorias”. Estas páginas analíticas contrastan con los pasajes de abatimiento, cuando Serge narra la última suerte de los pocos compañeros que le quedan, que son asesinados por los agentes de Stalin, se suicidan o mueren solos, pobres y olvidados, tras haber consagrado su vida a cambiar el mundo. En algún momento, parecería que el nómada europeo no podrá sobreponerse al “sufrimiento de no alcanzar siquiera alguna forma de victoria en el combate sostenido”. Pero su voluntad, necia, lo anima a seguir viviendo, en una última venganza contra ese “mundo sin evasión posible donde el único remedio era luchar por una evasión imposible”, frase con la que abre su autobiografía, terminada en México, y que uno imagina corrigiendo con más dudas que nunca.
En un diario impregnado de muerte y de derrota también brillan algunas entradas llenas de vida, como las que Serge dirige en segunda persona a su compañera, la arqueóloga Laurette Séjourné —porque este diario también es una carta de amor—, o las muchas en que cuenta sus andanzas por México —porque este diario también es una crónica de viaje. El experimentado revolucionario se muestra fascinado ante el descubrimiento de un mundo tan distinto a los suyos: va a las luchas y a los toros, no se cansa de recorrer ruinas y pueblos, visita museos y galerías, mientras intenta interpretar una cultura que lo intriga. Es en uno de estos viajes, en Pátzcuaro, cuando su compañera encuentra una inesperada y exacta forma de describir al aislado Victor Serge:
El Hotel Principal tiene tres cantinas al lado, una tras otra: El Sol de Oro, El Edén, Ternura. Un autobús de color morado desteñido, arruinado por los golpes, con la carrocería hundida o hecha pedazos, se llama El Bolchevique. “Un viejo bolchevique —dice Laurette—, el último, no da más, está todo cubierto de cicatrices y, sin embargo, todavía recorre resoplando los caminos de México” (p. 389).
Los cruces entre revolución soviética y mexicanidad producen efectos inesperados, como cuando un grupo de obreros, según cuenta Serge, le regaló a Trotsky en un Día de Muertos una calaverita de azúcar con el rostro y el nombre de Stalin, lo que irritó al viejo revolucionario. Pocos años después, tras ser asesinado, otra vez en Día de Muertos, por toda la ciudad se vendieron calaveritas, pero esta vez con la cara y el nombre de Trotsky, así como pequeños ataúdes de cartón con su diminuto cadáver azucarado dentro. Pero más allá de estos hallazgos folclóricos, Serge se muestra fascinado por las similitudes y por la unidad del mundo, y en el sitio menos pensado reconoce un paisaje del Cáucaso o de la Provenza, al tiempo que constata que en todas partes, y a pesar de sus diferencias superficiales, los seres humanos son los mismos.
ADEMÁS DE MOSTRAR la vida magnífica de Victor Serge, el diario es desde ya un documento esencial para estudiar la década mexicana del cuarenta y por él desfila buena parte de las personalidades de la época. El exiliado visita al Dr. Atl mientras pinta el Paricutín en erupción, se cruza con Diego Rivera y Remedios Varo, charla con desterrados españoles y soviéticos, polemiza con Breton, recuerda a Gide y a Saint-Exupéry, conoce al rey Carol de Rumanía, también expulsado en México, y a Ramón Mercader, preso en Lecumberri por haber asesinado a Trotsky. Las notas al pie, el índice onomástico, el diccionario de personajes y el apéndice iconográfico, así como la excelente edición realizada por Claudio Albertani, ayudan a transitar por esta obra que contiene en sus páginas la primera mitad del siglo pasado vista por el último de los revolucionarios rusos desde suelo mexicano.
Entre toda esta galería de personajes resalta Natalia Sedova, la viuda de Trotsky, a quien Serge visita religiosamente en su casa, tumba y fortaleza de Coyoacán. Ambos se reconocen como los dos últimos sobrevivientes de la Revolución de 1917 y saben que pueden tener los días contados —Serge moriría en circunstancias extrañas en 1947. Sus encuentros son los de dos fantasmas que ven el uno en el otro el último vestigio de un mundo desaparecido. Las palabras que Serge escribió sobre Natalia en su último encuentro también las pudo escribir ella sobre él: “Lo que la devora en realidad es un duelo inmenso, infinitamente más grande que el que tiene por León Davídovich [Trotsky], que no termina de acabar con ella: el duelo por una época y una multitud incontable” (p. 539).
NUESTRAS MUCHAS REVOLUCIONES
Para completar este trayecto revolucionario conformado a partir de la actualidad editorial, El árbol de las revoluciones, de Rafael Rojas resulta imprescindible. En él, el historiador cubano radicado en México analiza con rigor el siglo XX en América Latina, tierra donde la chispa de la revolución incendió una y otra vez todo lo que encontró a su paso. En un tema sobre el que se ha escrito tanto, sorprende la originalidad del estudio de Rojas, quien no se deja deslumbrar por el fuego de las batallas, sino que prefiere indagar en las ideas que las produjeron y en el programa político que lograron impulsar.
Pragmático y objetivo, Rojas no se detiene en la Sierra Maestra, sino que examina la forma en que se fue implantando el socialismo en Cuba; tampoco describe la toma de Zacatecas, sino que mejor detalla el impulso con que la Revolución Mexicana dotó a distintos movimientos sociales de todo el continente durante la primera mitad del siglo. Siempre teniendo en mente lo que le interesa, Rojas deja el carisma de los caudillos para las novelas del Boom y se concentra en las reformas constitucionales que hicieron realidad el ánimo transformador; elude la épica guerrillera para mejor concentrarse en las revistas que extendieron la idea de revolución por todo el continente, y prefiere releer el socialismo de Mariátegui y el APRA de Haya de la Torre antes que pormenorizar las atrocidades de Sendero Luminoso.
Para Rojas, el concepto de revolución es amplio y lo mismo da cabida a los populismos democráticos a regañadientes del argentino Perón y del brasileño Vargas que a los golpes de Estado con discurso progresista del peruano Velasco o el panameño Torrijos, o a las revoluciones cívicas del chileno Allende, el guatemalteco Árbenz e incluso del colombiano Gaytán que, por supuesto, a las revoluciones paradigmáticas de México, Bolivia o Cuba. Al extender el concepto tradicional de revolución, Rojas en realidad la concibe como la posibilidad de un cambio social vertiginoso, impulsado, en mayor o menor medida, por las mayorías de cada país y realizado por distintos medios. De esta forma, el historiador rompe con el monopolio de la noción revolucionaria a la cubana para ampliarla incluso a la vía democrática, en lo que conforma una de las paradojas más productivas del libro.
Con perspicacia, Rojas anota que, tras el golpe de Estado de Pinochet, las izquierdas del continente se lanzaron de lleno a la lucha armada, tras considerar cancelada la vía chilena al socialismo, la democrática. Décadas después, esta última vía oficialmente abandonada es la única que perdura y que, de hecho, ha llevado al poder a las izquierdas en prácticamente todos los países latinoamericanos. Sin embargo, Rojas anuncia el fin de la era de las revoluciones, a pesar de que él mismo identifica en los movimientos contemporáneos de izquierda el viejo ideario revolucionario y reconoce que la democracia es la forma más eficiente quizás no de tomar el cielo por asalto, pero sí de conquistar el poder. Entonces, ¿por qué terminó la revolución si ésta puede triunfar cada cuatro o seis años en un colegio electoral en cualquier país del continente? Quizás porque a la voluntad transformadora no le queda más remedio que ser más moderada de lo que soñó en sus peores pesadillas, a riesgo de convertirse en una Venezuela o una Nicaragua, donde se abolió la democracia partidista para restaurar las viejas dictaduras de generalotes, tan latinoamericanas, dejando en el olvido a la utopía igualitaria. El gran reto de la izquierda radical latinoamericana, si todavía existe, es demostrar que la alternativa entre moderación reformista o catástrofe militarista es una falsa dicotomía. La solución del dilema seguramente se encuentra en elementos dispersos que habitan el libro del Rojas, quien, coleccionista de revoluciones, aporta los ingredientes para quien quiera volver a intentarlo a su manera.
En la idea de revolución se encuentran contenidos el Gulag soviético y el Estado de bienestar europeo, y obviar las mejoras sociales que se han conquistado gracias a ella es tan absurdo como ignorar las pesadillas que ha desencadenado. Al margen de la traducción política de este espíritu, la noción de que el ser humano es artífice de su propio destino se encuentra más vigente que nunca, lo que significa que seguimos inmersos en el tiempo de las revoluciones, si bien ignoramos las rutas que éstas vayan a tomar. Pero lo que sí podemos hacer es leer sobre la historia de esta idea en el hermoso estudio de Wilson, sorprendernos con la dignidad inquebrantable de Victor Serge y saltar, con Rafael Rojas, de un intento a otro por crear una sociedad más justa. Quién sabe si algún día la revolución nos hará justicia, pero estos tres libros le hacen justicia a la revolución; si bien no refuerzan especialmente la fe en el porvenir, convierten las luchas del pasado en una batalla que seguimos peleando individual y colectivamente: la batalla del ser humano contra su destino, es decir, contra nosotros mismos.
En El árbol de las revoluciones, Rafael Rojas, historiador cubano radicado en México, analiza con rigor el siglo XX en América Latina, tierra donde la chispa de la revolución incendió una y otra vez todo lo que encontró a su paso