En contraste con la regularidad de los astros, nos divierte el bote desorbitado de una pelota. Admiramos la geometría imposible de una carambola o la comba inalcanzable de un balón, pero es su comportamiento saltarín lo que nos hace creer que la pelota está viva y nos invita a jugar.
Basta un rebote impredecible para ingresar al reino de la jiribilla. Ya sea de playa, inabarcable y aérea, ya una inquieta de ping-pong, en que la idea de huevo parece fundirse con la de vuelo, jugamos con una pelota porque también ella juega con nosotros: salta y se escabulle, repiquetea y cambia de dirección, vuelve con efecto endemoniado y nos elude. Cuando al fin logramos sujetarla, se diría que algo palpita en su interior —algo rebelde y risueño— que hace que ni siquiera el mejor deportista logre un dominio completo de ella.
DE ALBERT CAMUS, el filósofo-guardameta que vio truncada su carrera deportiva a consecuencia de la tuberculosis, se suele citar una frase sobre la importancia del futbol para la vida y el compromiso social: “Lo que más sé, a la larga, acerca de moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al futbol”. En lo personal, me cautiva más esta otra, que tiene un aire oblicuo y sibilino, como de fragmento presocrático, y proviene de las tardes de sol o lodo en que Camus se daba tiempo de reflexionar bajo los tres postes: “Aprendí que la pelota nunca viene por donde uno la espera”.
A propósito de los presocráticos, pese a la preponderancia que tenían entonces los juegos y las competencias, no abundan las apariciones helénicas de la pelota. Parménides concibe el Ser como una esfera perfecta, “semejante a la masa de una bola bien redonda”. Mientras Heráclito compara el tiempo con “un niño que juega a los dados” (frag. 52), no parece haber cabida para una asociación lúdica en el Ser inmóvil e inmutable. Ahora bien, si nos desenvolvemos en él como al interior de una pelota, algún espacio habrá para los rebotes y la maravilla.
Una de las irrupciones clásicas de la pelota se encuentra en el canto VI de la Odisea, cuando la encantadora Nausícaa juega con sus esclavas tras bañarse en el río. Según una hipótesis de Samuel Butler continuada por Robert Graves, la Odisea bien pudo haber sido escrita por la princesa siciliana Nausícaa a partir de los poemas homéricos que circulaban dos siglos atrás. Destinada a salvar al viajero, la joven Nausícaa falla un lance, la pelota termina en un remolino y es el griterío lo que despierta a Ulises y determina su encuentro. Pese a la diferencia de edades, la escena es de atracción mutua. Al igual que la pelota, la flecha de Eros no viene por donde uno la espera.
En Mesoamérica era una suerte de deidad, compacta y flexible; se elaboraba con la savia lechosa del árbol del hule (ulli)
EN MESOAMÉRICA era una suerte de deidad, compacta y flexible, que se elaboraba con la savia lechosa del árbol del hule (ulli). En los códices y relatos de los cronistas abundan las referencias al juego de pelota, que además de su función deportiva involucraba una cosmogonía. En los partidos luchaban las fuerzas diurnas contra las nocturnas, la fertilidad contra la sequía y, no tan simbólicamente, la vida contra la muerte. También los dioses se enfrentaban para dirimir su supremacía —así fuera sólo durante esa jornada; entre Quetzalcóatl y Tezcatlipoca prevalecía una rivalidad añeja que hoy llamaríamos derby o clásico. En torno al juego ceremonial solían cruzarse apuestas de bienes o cacao, a veces exorbitantes, que podían arrojar al perdedor a la esclavitud. Eduardo Matos Moctezuma consigna que se han descubierto más de 1,500 canchas de distintos tamaños, con y sin anillos, en un periodo que va de los olmecas a la Conquista.
Más de 3,500 años antes de Goodyear, en los bosques tropicales del sureste de México se descubrió una vía natural para vulcanizar el látex y moldearlo en forma de pelota. El proceso requería meses y daba como resultado un bola compacta y elástica, negra por la oxidación. Se incorporaban nuevas capas hasta alcanzar el tamaño ideal y se exprimía y drenaba una y otra vez, lo que explica que el glifo maya para pelota sea un círculo con una espiral. A diferencia de los cuerpos celestes que, por gravedad, aglutinan su masa en una esfera —“la forma perfecta”, según Pitágoras—, el hule tiende a deformarse, de allí que hubiera que cambiarla de posición continuamente en un cuenco de piedra.
Llegó a ser tan apreciada que se usaba como moneda, y el tributo que el imperio mexica exigía a los pueblos sometidos rondaba las 16 mil piezas. En nuestros tiempos, la fabricación de balones es un negocio redondo en parte gracias a la explotación infantil: los mejores se cosen a mano, a costa de violar derechos laborales. Cambian los imperios pero no las desigualdades, aunque, como declaró famosamente Maradona, “la pelota no se mancha”.
En la antigua China se inventó una pelota de cuero rellena de borra o de pelo que casi no rebotaba, que en el Japón se perfeccionó con piel de ciervo y aserrín. Las de estofa ganaron gran popularidad y aún sobrevive la tradición de hacer pelotas que caben en la palma de la mano a partir de retazos de seda (temami, en japonés). La pelota inflada ya volaba en el Mediterráneo en el siglo VII a. C.; era más ligera y grande y daba pie a deportes que nos resultan familiares; un relieve griego con la figura de un hombre que domina el balón (follis) constituye una de las pocas evidencias del episkyros, juego de equipo que en Roma derivó en el harpastum, antecedente del rugby más que del balompié, a pesar de que quedó grabado en el trofeo de la Eurocopa de futbol. Muy jugado en Macedonia, Plutarco da a entender que Alejandro Magno era individualista y nunca pasaba el balón.
LOS CONQUISTADORES ESPAÑOLES se sorprendieron por la vivacidad de la pelota de hule que, sin importar su peso (las había de quince kilos), desafiaba la gravedad y brincaba como un animal negro. Fray Diego Durán dejó escrito que la pelota “tiene una propiedad que salta y repercute hacia arriba y anda saltando de aquí para allí”; Gonzalo Fernández de Oviedo observa que “estas pelotas saltan mucho más que las de viento, sin comparación, porque de solo soltalla de la mano en tierra, suben mucho más para arriba, e dan un salto, e otro e otro, y muchos”. Y Pedro Mártir de Anglería, que las conoció de manos de Colón y Cortés, anota que “saltan hasta las estrellas, dando un bote increíble”.
En mi niñez hacíamos pelotas de cualquier material: de calcetines, de papel envuelto en medias, de ovillos de mecate; en homenaje a la pelota purépecha tradicional, cierta vez le prendimos fuego a una de madera, que rodaba como un cometa terrestre. Muy lejos de la condición esférica, lo decisivo era que se pudiera patear y que nos contagiara su espíritu juguetón y encendido.