A la memoria de mi padre, Jaime Mesa Mújica
Pues, querido Dave, no tenías razón cuando afirmaste que las videollamadas no cuajarían en sociedades como las nuestras. Cuando el encierro que trajo la pandemia nos orilló a hacer uso indiscriminado de este medio de comunicación pensé que algún nerd traería a cuenta los tres puntos que, según tú, sustentaban la imposibilidad de usarlo de manera cotidiana. Tu novela, La broma infinita, que apareció en 1996, se ubicaba en un “futuro cercano”, es decir, casi casi entre 2019 y 2022.
EN LA NOVELA ALEGABAS tres razones para explicar las dieciséis semanas de auge y su posterior caída: estrés emocional, vanidad física y cierto tipo extraño de lógica autodestructiva en la microeconomía de la alta tecnología de consumo.
Para empezar, “la videotelefonía hacía insoportable la fantasía”, escribiste. Es decir, hasta ese momento la humanidad estaba segura de que la persona que estaba del otro lado de la comunicación, el vil teléfono que ahora nadie usa, te estaba prestando atención, estaba vestida y te tenía a ti como el centro del universo. Lo intuiste. Y esa intuición era sagrada porque si ante alguna duda preguntabas: “¿Estás ahí? ¿Me estás poniendo atención?” la otra persona con el más endeble “sí” te devolvía la seguridad. Pero, en realidad, el Otro, el escucha, como dices, encabalgaba “ajás” y “órales” mientras dormitaba y un sinfín de actividades que la zona ciega autorizaba. Escribiste:
... al usuario le permite entrar en una especie de fuga semiatenta hipnótica de la carretera: mientras conversa, puede mirar alrededor de la habitación, garabatear, arreglarse bien, quitarse pequeños trozos de piel muerta de las cutículas, componer haikú de teclado telefónico, remover cosas en la estufa; incluso podrías llevar a cabo un tipo de conversación adicional de lenguaje de señas y expresión facial exagerada completamente separada con las personas que están allí en la habitación contigo, todo mientras pareces estar allí prestando atención a la voz en el teléfono.
Lo que expones, luego, es que con la llegada de las videollamadas la gente estaba OBLIGADA a poner atención. Podías mirarla, revisarla, espiarla (de la misma forma que te miraban, te revisaban o te espiaban). Ver si, para hablar contigo, se arreglaban, y, por fortuna, estabas en condiciones de sancionar si acaso perdían el contacto visual para revisar, digamos, su teléfono. “Escanear las imperfecciones”, referiste. En tu planteamiento le dabas mucha importancia al terrible estrés que provocaba ese vistazo a la realidad, a nuestra intimidad, tan, en otros tiempos, protegida por una simple voz. El refugio de lo auditivo. Habíamos “estado sujetos a un engaño insidioso pero totalmente maravilloso acerca de la telefonía convencional de sólo voz”. Nunca lo habíamos notado antes, la ilusión de nuestro tiempo inocente.
Pues bien, nadie trató de explicar la nueva época con tu ensayo ni con tus ejemplos. Es más, a nadie, lo creo ahora, le habría importado. Estábamos demasiado preocupados por sobrevivir, no te burles, es cierto, y en comunicarnos. Debo advertirte que desde el 2008, año en que nos dejaste, la gente de mi edad (nací en los setenta) y hacia abajo comenzamos a temerle a las llamadas telefónicas. Tal cual. Preferíamos los mensajes, escribir. Pero pasó algo, la lentitud de la escritura que, en consecuencia, trae más sosiego en la exposición de las ideas se quedó en la lentitud sin el sosiego: todos, mientras manejamos o caminamos, escribimos como podemos y el meme pasó a ser la voz del espíritu del siglo XXI. Ahora todos escriben, llenan páginas invisibles y nadie se explica bien. Surgió el emoticon, la síntesis oblicua, y murió la dignidad del pensamiento.
El cómo nos vemos, la cara, pues, sería fuente de estrés.
Ni hablar, varios adoptamos, al no salir a la calle durante el encierro, un tono ocre amarillento que uniformó la estética
PERO ME ESTOY YENDO por otro lado. Todos, o al menos la parte de la población que pudimos encerrarnos, comenzamos a usar las videollamadas para: a) Ganarnos la vida, b) No enloquecer, c) Hacer de cuenta que podríamos volcar el hecho social a esa gelatina virtual de las pantallas.
Se nos hizo fácil.
Nos arrinconó la realidad. Así que no hubo tiempo de sentar, por ejemplo, las reglas de urbanidad. Más que preocuparnos por lo que tú pensabas que supuestamente nos preocuparía, nuestras alertas se dirigieron, por ejemplo, a: la incapacidad de saber si debemos o no disculparnos por los ruidos domésticos (una licuadora, los niños corriendo), los ruidos de la calle (el ropavejero, el del gas); el vacío de etiqueta cuando se le exige a los niños usar uniforme en clases virtuales, o a los que defienden su tesis, cuándo consideran adecuado usar saco, camisa y corbata y, como no los ven, completar el atuendo con sus calzones del diario. ¿Bañarnos o no para una junta virtual? De alguna forma tuviste razón al intuir un cierto estrés social ante la apariencia, pero como aunado a eso le metimos a la ecuación el encierro, en poco tiempo nos dejó de importar. Daba igual cómo nos viéramos, lo importante es que nos viéramos.
Algo más: el ingenio humano devoró los que, supusiste, serían nuestros miedos y apreciaciones. Es posible, en videollamada, simular que prestamos atención exclusiva porque exhibimos una cantidad descomunal de trucos: “¿me ven?”, cuando apagamos la cámara para rascarnos y contestar un mensaje; “se fue la imagen pero aquí estoy”, cuando intencionalmente apagamos para darle una mordida a la quesadilla del desayuno o darnos un cucharazo imposible de pozole. El ingenio te venció con los “se me cayó la conexión”, “se congeló la imagen” que, como son tan comunes, podemos ejecutar cada cierto tiempo para conseguir esas pausas existenciales y dejar de prestarle atención al otro. Como era antes, como siempre ha sido.
En alguna parte acusas que el cómo nos vemos, la cara, pues, sería fuente de estrés. Ni hablar, varios adoptamos, al no salir a la calle durante el encierro, un tono ocre amarillento que uniformó la estética y, además, los especialistas en iluminación nos dieron decenas de consejos para vernos reconocibles y producirnos de una forma que, aunque artificial, nunca habíamos hecho. Si tú imaginaste que usaríamos carísimas “máscaras de polibutileno ajustadas a la forma”, el tan de moda “aro de luz” (129 pesos en Amazon) solucionó el problema.
DICES, EN TU FANTASÍA, es decir, en tu ficción: “Todo lo cual resultó en estrés videofónico”. La verdad es que ya estábamos bastante quemados cuando llegó el Tiempo de las Videoconferencias, o el Tiempo del Zoom, o el del software que usamos. Si en tu época trataste de alejarte de las pantallas, primero por tu adicción a la caja idiota y, después, por tus epifanías respecto a internet, desde 2008 empezamos a darle rienda a suelta a todo.
Me preguntarás cómo “se siente” la realidad hoy en día, ya que ésa era una de tus intenciones al escribir: decirnos “cómo se siente la realidad” en la cabeza de David Foster Wallace. Se siente, te lo puedo decir ahora, como vivir sumergidos en puré de papa. Pero ya no sé si la realidad real contribuye a esa sensación o es asunto de la realidad virtual. Si uno logra conectar una clase virtual de 10 am a 1 pm, luego otra de 3 pm a 6 pm; si tienes suerte, dos asesorías virtuales de dos horas seguidas y, al final, una hora de WhatsApp, en videollamada claro está, y luego alguna serie o videojuego, en donde, te adelanto, uno puede hablar en tiempo real con otros seres humanos (estos desconocidos, por fortuna) para comentar lo visto, cuando por fin te vas a cenar o a dormir, la realidad real se siente pastosa. ¿Qué provocó qué?
Pero, disculpa, tampoco es esta carta un reproche a tu clarividencia. Y, si lo fuera, tienes algo a tu favor. En tu libro imaginaste, como arma de destrucción masiva, una película llamada precisamente La broma infinita. Era, de tan larga y aburrida, la sentencia de muerte para quien la viera. Y eso, tristemente, sí ocurrió. Omitiré decirte por escrito el nombre de la cinta o del director para evitar acciones legales pero, si me visitas alguno de estos días, te podré contar la historia completa.