Un lugar común se extendió como plaga cuando supimos que estábamos varados en una pandemia: éste es un escenario de la ciencia ficción. ¿Qué significaba? Que no pertenecía al mundo oficial, sino al de las historias que suceden lejos, en el futuro, en otros mundos; no a nosotros, cómo iba a ser. El pensamiento realista alberga sus maneras de desprestigio, y una de ellas es creer que todo lo que ocurre fuera de sus convenciones no afecta la realidad. Las pandemias, el encierro, la ausencia de contacto, el tiempo aletargado, desde este ángulo, parecen terreno de otra geografía. No importa que hayamos tenido registros históricos de hechos similares e incluso peores. Adoptar esta negación del presente ha generado la creencia de que es muy aventurado verlo en universos literarios en tan poco tiempo.
Por eso celebro que Mugre rosa (Literatura Random House, 2020), de Fernanda Trías, contradiga este supuesto y lo haga con plena conciencia de lo que implica contar una distopía en tiempos atípicos —no hablo sólo de ahora, claramente—; es decir, no pretender ser referencial en exceso, utilizando elementos que podrían ser complacientes para el lector, sino reinventar los hechos, hacerlos propios, generar reglas nuevas y fracturarlas.
LA HISTORIA ES NARRADA por una mujer que se aísla en su departamento a causa de una extraña epidemia que vino desde el mar y confinó a una ciudad portuaria, con claros guiños a Montevideo. La peste se manifiesta con la llegada de algas invasivas y letales, que pintan las olas de una coloración magenta; luego, cada tanto, generan una exhalación rosa que es portadora de un virus y se levanta por las calles envolviéndolas en una niebla que causa estragos en la gente:
Antes, los síntomas se parecían a los de una gripe: tos, debilidad, malestar general. Eso era todo lo que sabíamos, más allá de los rumores. La televisión no hablaba de gente en carne viva, de niños o ancianos perdiendo el pellejo al menor roce de una tela de camisa (p. 81).
La prosa de Fernanda Trías (Montevideo, 1976) despliega una admirable fuerza poética: Amanece, quiere amanecer, la claridad se aprieta contra la persiana, penetra las líneas, oscurece las franjas .
Aunque se trata de una novela escrita antes del Covid-19, la trama se enriquece de las experiencias que nos habían alertado, acaso a modo de simulacro, de lo que nos esperaba en 2020. En ese sentido, su carácter predictivo no recae en el hecho de contar la llegada de una epidemia mortífera —algo que ya estaba en la discusión científica desde hace varios años—, sino en las circunstancias humanas que desata la incertidumbre de una enfermedad desconocida. En medio de la alerta social y del colapso hospitalario, la protagonista, además de estar al pendiente de su madre que yace al otro lado de la ciudad, se hace cargo de Mauro, un niño que vive con un trastorno que le provoca la necesidad de comer lo que tenga al alcance, sin importar que lo ponga en peligro; además, ella procura estar al tanto de la salud de Max, amigo de la infancia y exmarido, que fue infectado por el virus y está internado en el hospital.
Con maestría, la escritora uruguaya logra que estos tres lazos se desarrollen como puntos de tensión y, conforme transcurren los días de encierro, su rol de proveedora va adquiriendo nuevos matices. Por ejemplo, tanto Max como la madre se oponen a la mínima esperanza que la protagonista resguarda entre las alternativas para sortear la enfermedad; eso hace que, aunque siga ante ellos, renuncie a la discusión sobre si vale la pena sobrevivir o no.
Hay un cuarto personaje que, por su ausencia, resulta fundamental: Delfa, quien cuidó a la protagonista de niña. Ha muerto y ahora únicamente se aparece en sueños. No sólo la llamaba mamá, sino también representaba una figura sabia que la cuestionaba al mismo tiempo que la hacía descubrir su identidad. Entre un capítulo y otro, se muestra un diálogo tentativo de ambas, sin tiempo ni lugar y con instantes filosóficos: “¿Qué es el silencio? / La pausa entre un pensamiento y el siguiente” (p. 237). Estos cruces de preguntas y respuestas dan cuenta de cierta nostalgia que arrastra la protagonista. Más allá de ser una suerte de remplazo materno, Delfa es lo único intacto en su mente y no convive con el caos de la epidemia. La protagonista acude a ella, a su recuerdo, a sus conceptos, como quien decide protegerse en un sitio seguro y personal.
LA PROSA DE TRÍAS (Montevideo, 1976) despliega una admirable fuerza poética: “Amanece, quiere amanecer, la claridad se aprieta contra la persiana, penetra las líneas, oscurece las franjas” (p. 79). La belleza del lenguaje de cara a la catástrofe: los peces aparecen muertos, los pájaros deciden irse, las calles están vacías, los días transcurren entre apagones. La protagonista y Mauro sobreviven casi por inercia; hay momentos en que sus pasos y su hambre recuerdan a los del hombre y el niño de La carretera, de Cormac McCarthy, quien se ha vuelto una influencia latente en libros recientes de géneros especulativos.
Un recurso que hace más notable esta novela, ganadora del Premio Sor Juana Inés de la Cruz 2021, es la focalización de las voces. Los taxistas, que no tienen la oportunidad de resguardarse ante la amenaza de la niebla, encuentran varios momentos para espejear la realidad propia con la de la protagonista, y aunque pareciera que su función en la trama es periférica, aviva la discusión sobre los privilegios. Mugre rosa nos muestra un borde de la existencia humana en un futuro que se parece mucho al presente. Acaso la visión que encierra y más me inquieta es que, queramos o no, siempre podemos estar más vulnerables de lo que creemos. Ése es el presente que nos toca.