El lunes 7 de febrero de 2022, casi de madrugada, recibí un mensaje telefónico que me dejó tendido en cama como si trajera una cruda de años. Más de treinta para ser precisos. Emiliano Escoto me informaba que su padre, Carlos Martínez Rentería, “ya está descansando”. El dolor de lo inevitable nos obliga a encontrar eufemismos ante la desagradable presencia de la muerte. Apenas me di cuenta de que echado boca arriba, lloraba.
Quise tomar las palabras de Emiliano como un escape y mentirme a mí mismo con la idea de que mi gran amigo efectivamente descansaba, vivo, para recuperarse del extenuante tratamiento médico que incluyó aislarlo de su familia y amigos cercanos. Desde que el Covid-19 llegó, en los hospitales públicos se endureció una tiranía sanitaria que, mediante la indiferencia ante el dolor y la zozobra, cubre sus graves deficiencias en la atención a los pacientes. Lo sé bien porque Carlos es uno más de mis seres queridos que no logró salir con vida de esos deprimentes pabellones donde la muerte ronda las camas con más eficacia que enfermeras y doctores.
La ultima vez que nos vimos fue el viernes 10 de diciembre de 2021 en La Juanita, un coffeeshop en la colonia Roma. Carlos, Emiliano, Leopoldo Rivera y dos locos más, activistas en favor de despenalizar las sustancias prohibidas, formaron una sociedad para abrir un centro de reunión libre de prejuicios, pero que como todo lo que emprenden los románticos con Carlos al frente, está destinado al fracaso heroico, según corresponde a los guerreros que se obstinan en pelear con lucidez y desparpajo una batalla a muerte contra un poderoso ejército de prohibiciones, autoritarismo y corrupción.
Esa noche se despidió muy temprano y me dejó solo pese a estar bien pertrechados con lo necesario para otro de nuestros encuentros intensos y prolongados más allá de la hora donde los perros ladran su soledad en las calles. En nuestra amistad de más de treinta años nunca me había pasado algo así. Tuve que aceptar que se sentía muy mal de salud. Ni nos abrazamos al momento de su partida. Prácticamente huyó en un taxi, de mal humor por tanto achaque que le impedía gozar de la vida noctámbula a todo tren. Carlos era, como dos o tres amigos más, del selecto clan de Los Inmortales. Incombustible y con una vitalidad que contradecía su frágil figura de caudillo cultural.
LO INTERNARON al día siguiente de nuestra última reunión, luego de sufrir una fuerte caída. Comencé a despedirme de él a la distancia, con mensajes telefónicos y un par de llamadas. Periodista. Treinta y tres años al frente de una revista legendaria, única en su tipo. Poeta contestatario, editor de numerosos libros sobre temas afines a lo que él entendía como contracultura. Poseía un anecdotario desternillante sobre todo tipo de temas y personajes de la cultura mexicana. Miles de fotos que él tomaba con una camarita Kodak son testimonio de toda una época de la capital del país a partir de 1988, año en que apareció el primer número de la revista Generación.
Pese a mi insistencia, se negó a escribir sus memorias, pues eso sería como traicionar un acuerdo de confidencialidad con tanta gente que lo quería. Sus debilidades lo hicieron más fuerte con el paso del tiempo, más sabio y más divertido. Sus debilidades —mujeres y francachelas— más bien lo fortalecían como una ósmosis necesaria para darle combusti-ble a toda clase de proyectos descabellados que, a mi manera de ver, fueron muy exitosos, únicos e irrepetibles, aunque a él le gustaba llamarles “equivocaciones”.
Pese a mi insistencia, se negó a escribir sus memorias, pues eso sería traicionar un acuerdo de confidencialidad con tanta gente que lo quería
Carlos es el ejemplo de que los excesos, cuando son manejados con sabiduría, pueden reconstruir a una persona. Me enseñó a ser más tolerante y sociable pues para mí era insoportable la idea de encontrarlo siempre rodeado de una legión de amigos, admiradores y colaboradores, entre éstos algunos artistas y escritores destacados. No faltó quien, desde su arrogancia, lo menospreció, y recuerdo a un escritor del norte del país, poeta también, pero de los que escriben con un ojo puesto en complacer a la corrección literaria, preguntándome en tono de burla si iba a hablar bien del poemario Barbarie, que presentábamos Carlos y yo en una feria del libro en Oaxaca, allá por 2012.
La vida social y cultural de esta ciudad se ha quedado sin el más obstinado defensor de las libertades civiles. La noche lúdica se ha quedado acéfala. Carlos fue un puente de unión entre la heterodoxia artística, literaria, periodística, y el acartonado ambiente de la cultura oficial. Sus publicaciones permitieron la expresión coral de muchas voces nuevas. Gracias él existe el premio nacional de periodismo cultural Fernando Benítez, que yo mismo gané en 2004 y que a Carlos le gustaba decirme en broma, pero fingiendo una seriedad que ni él se creía, que había usado sus influencias y por lo tanto le debía disparar muchas rondas de tragos y kilos de sustancias. De todas maneras, lo hice siempre que pude. Ojalá le dieran ese premio, póstumo. Lo merece. Fui su último editor: Producciones El Salario del Miedo publicó en 2021 La bruja blanca y dejamos pendientes al menos dos libros más.
Quiero despedir al rey de Los Desgraciados (así nos llamaba a sus amigos más queridos), reproduciendo unos fragmentos del poemario ya mencionado: “Descubrirás verdades luminosas / sólo en la destrucción de tu vida // Ningún disfrute mundano / será digno de un verdadero bárbaro / si no es compartido / con otro bárbaro // Los verdaderos bárbaros / dilapidaron lo mejor que les dio la vida // Ellos, los verdaderos / bárbaros / no fueron a las guerras, / no salvaron a nadie / tampoco desafiaron / a los dioses”.
Ya no habrá más “martes de Servín”, nuestras reuniones nocturnas en su domicilio de Zacatecas 21 y luego en el de Uxmal. Retomando las palabras de su hijo Emiliano, Carlos tenía como bandera de lucha el ingenio, la necedad y la gentileza.
Nos vemos pronto, querido Carlos.