El capote ucraniano de Gógol

La literatura rusa sería distinta sin los autores ucranianos que la han enriquecido desde sus orígenes: forman parte de una misma historia. Este repaso de Marta Rebón —la crítica literaria y traductora barcelonesa, a quien damos la bienvenida en El Cultural— sugiere, en consecuencia, la imposibilidad de excluir una de otra. La decisión de Vladimir Putin, que inició una guerra literalmente fratricida, no podrá disolver los lazos históricos y culturales que alimentaron el retrato satírico de Gógol, a la vez que distinguen la singularidad de ambas naciones. Es una herencia difícil, que se diversifica hasta nuestros días y aquí se hace visible.

Retrato de Nikolái Gógol (1809-1852), detalle. Foto: Victoria Borodinova / pixabay.com

Hace tres décadas una narrativa hegemónica se disgregó en quince relatos independientes, uno por cada república que conformaba la Unión Soviética. Ucrania, una de ellas, emergió entonces como un país de nuevo cuño después de varios siglos bajo la influencia de la fuerza centrífuga de Moscú, que lo absorbía todo, desde la receta del borsch hasta el talento literario, pasando por el protagonismo excluyente en el martirologio de la Gran Guerra Patriótica. Por la teoría interesada de las zonas de influencia o de patrimonio compartido, la inercia perdura: Rusia, aun después de separarse del jardín de los cerezos que creía suyo (la obra de Chéjov homónima se desarrolla en los alrededores de Járkiv, bombardeada esta semana por tropas rusas), insiste en reclamar sus frutos. Al mirarse en Ucrania, se ve reflejada a sí misma, o lo que considera una prolongación suya.

Los largos años de imperios —en todas sus variantes— han propiciado, a partir de la mezcla y la circulación interior, la confusión de identidades. Alguien políglota de familia judía polaca, nacido en la actual Bielorrusia, podía luego licenciarse en Derecho en la Universidad de Lwów, como en el caso de quien acuñó el término “genocidio”, Raphael Lemkin. A este solapamiento cultural y lingüístico se refirió Svetlana Alexiévich al final de su discurso de aceptación del Nobel de Literatura. Nacida en Ivano-Frankivsk (Ucrania occidental), la autora de Voces de Chernóbil explicó en Oslo que tenía tres hogares: “mi tierra bielorrusa, el lugar de nacimiento de mi padre, donde he vivido toda mi vida; Ucrania, el lugar de nacimiento de mi madre, donde nací, y la gran cultura rusa, sin la cual no puedo imaginarme”. Antes recordó la ocasión que se perdió en los noventa, cuando surgió la disyuntiva de si ser un país fuerte o un país digno, y se eligió lo primero. “Ahora es de nuevo el momento de la fuerza. Los rusos están en guerra contra los ucranianos. Contra sus hermanos”, añadió hace siete años. Hijo de ucraniano, Maksim Ósipov, de quien se ha traducido recientemente al español una colección de relatos (Piedra, papel, tijera, Libros del Asteroide), escribió el pasado 28 de febrero sobre el carácter fratricida de la ofensiva rusa. Junto al texto, publicó una fotografía donde se le ve manifestándose en Tarusa con una pancarta: “Caín, ¿dónde está tu hermano Abel?”.

Nikolái Gógol no dejó títere con cabeza.
Su crítica es implacable, tanto en sus
cuentos como en El inspector o Las almas muertas. Eso sí, con un derroche
de humor, inteligencia y fantasía que
obnubiló al personal, incluido el propio zar .

En el polémico articulo sobre la unidad histórica de rusos y ucranianos que Putin escribió y publicó antes de la invasión, puso como ejemplo a Gógol, “un patriota ruso” —el mismo calificativo que empleó el editorial del Pravda en el centenario de su muerte (1952)— quien coloreó sus obras “escritas en ruso” con “refranes y motivos populares de la Rusia Menor”. En la misma frase, el inquilino del Kremlin recalcó tres veces la nacionalidad del escritor. El ejemplo de Nikolái Gógol (o Mykola Hohol, en ucraniano) es paradigmático. Del capote de un emigrante de la margen izquierda del Dniéper llegado a San Petersburgo en busca de trabajo surgió toda la narrativa rusa, poco después de que el poeta de ascendencia africana Pushkin hiciera lo propio con la lírica. En cualquier caso, si Gógol quería labrarse una carrera literaria debía hacerlo en ruso y ser legitimado en la capital del imperio.

Y he aquí otra vuelta de tuerca: después de irrumpir con relatos inspirados en el folclor ucraniano o los cosacos zaporogos, cuando volvió la mirada a San Petersburgo o las provincias rusas Gógol no dejó títere con cabeza. Su crítica es implacable, tanto en sus cuentos como en El inspector o Las almas muertas. Eso sí, con un derroche de humor, inteligencia y fantasía que obnubiló al personal, incluido el propio zar. Sólo un genio podía mostrar a cara descubierta el despotismo fractal que aquejaba a los rusos: de arriba abajo se reproducía el mismo patrón de corruptelas, desidia, servilismo. Se le afeó que no perfilara un solo personaje ruso positivo, mientras que los ucranianos desprendían candor y autenticidad. No ajeno a esas suspicacias, cuando una amiga le preguntó si su alma era rusa o ucraniana, vino a contestar que no lo sabía, que un ucraniano no era menos que un ruso y viceversa, y, si bien no eran lo mismo, en cualquier caso se complementaban. Aun así, cuando Gógol emprendió la segunda parte de su gran novela, que en teoría debía ser más optimista con respecto al porvenir del carácter nacional ruso, murió (literalmente) en el intento.

La historia de literatura ucraniana es la de un doloroso “a pesar de”. Al margen del idioma en el que se haya expresado, ha sido rehén de sus fronteras físicas imprecisas y de las políticas cambiantes, del menosprecio o prohibición del ucraniano como lengua literaria, de los imperios y mancomunidades, de la asimilación cultural ruso-soviética, de la represión, del asesinato por hambruna, las purgas y los desplazamientos forzados. El nazismo dio la puntilla al metatexto políglota y multicultural ucraniano —tan fértil como su históricamente codiciada tierra negra, el chernozem—, inherente a ciudades de alma cosmopolita como Odesa o Lviv.

Y así, porque optaron por una lengua distinta al ucraniano, porque sus vidas los llevaron a cambiar de nacionalidad por algún motivo, no muchos imaginan que un pedazo de Ucrania se lee en el polaco de Zbigniew Herbert, Adam Zagajewski, Bruno Schulz, Stanislaw Lem o Zanna Sloniowska (cuya novela sobre una saga de Lviv pronto verá la luz en Alianza), el hebreo del Nobel Shmuel Yosef Agnón, el francés de Irène Némirovsky, el inglés de Joseph Conrad, el alemán de Joseph Roth o el portugués brasileño de Clarice Lispector. La obra de esta última se ha traducido hace poco al ucraniano y su figura es ahora reconocida también allí. Y además de que apenas disponemos de traducciones de quienes sí escribieron en ucraniano —Tarás Shevchenko, Iván Frankó, Lesya Ukrainka o Pavlo Tychyna—, tenemos por eminentemente rusos a ucranianos de origen que dignificaron el páramo literario soviético a cambio de un elevado coste personal: de Anna Ajmátova y Yuri Olesha a Mijaíl Bulgákov, pasando por los odesitas Ilf y Petrov e Isaak Bábel. Este último se sentía el elegido de las “soleadas estepas perfiladas por el mar” para despejar “la misteriosa y densa niebla de Petersburgo”.

Y en el centro, el profundo humanismo de Vasili Grossman, que habló por los que yacían masacrados bajo la tierra rusa, ucraniana o polaca, ya fuera por el Holodomor, la guerra, el Holocausto o el gulag. Grossman era de Berdýchiv, “la capital de los judíos” de Ucrania, sobre la que escribió su primer relato. La buena acogida que tuvo en las redacciones de las revistas literarias marcó su futuro como escritor y lo apartó de la carrera de ingeniero, que lo había llevado al Donbás, al este de Ucrania: “En fin, parece que me he encontrado con eso que llaman reconocimiento”. Siete años después, su madre reposaba en una de las fosas comunes de su ciudad natal. “Cuando muera, tú seguirás viviendo en el libro que te he dedicado, cuyo destino está unido al tuyo”. Se refería a Vida y destino. En ella, la madre del protagonista —trasunto de la suya— se lleva al gueto de Berdýchiv, además de cartas y fotografías, libros de Chéjov y Pushkin.

Un último dato: al igual que Las almas muertas de Gógol para la literatura rusa, una de las obras fundacionales de la ucraniana fue otra parodia: la Eneida, de Iván Kotliarevski (1769-1838), que cambió los troyanos de Virgilio por cosacos. Para definirse, para construir su propio relato, Ucrania no sólo ha mirado hacia el Este.

Nota Bene. En español la presencia de la literatura ucraniana contemporánea es escasa. Pocos autores tienen más de un título traducido como Andréi Kurkov (rusófono) o Yuri Andrujóvich (ucraniófono). Este último califica la situación de triángulo amoroso tóxico: “Los ucranianos estamos enamora-dos de Europa, Europa está enamo-rada de Rusia, mientras que Rusia nos odia tanto a nosotros como a Europa, pero con nosotros y con Europa se comporta de manera diferente”.

Si bien la guerra ha impactado en el contenido de las obras, en la vida de los autores de zonas en conflicto y en el mercado editorial —se ha complicado mucho la importación de títulos de editoriales rusas y hay mayor demanda de libros en ucraniano—, uno de los fenómenos de mayor trascendencia desde la independencia es la proliferación de autoras en prosa, pues hasta entonces habían estado casi circunscritas a la poesía.

Procedentes sobre todo del periodismo, mujeres de distintas generacio-nes han explorado temáticas inéditas

o se han apropiado de otras ya existentes abordadas por hombres —violencia de género, nuevas sexualidades o crítica social—, desde la literatura confesional, la prosa filosófica o la novela histórica. Destacan los nombres de Sofia Andrujóvych, Irena Karpa, Natalka Sniadanko, Maria Matios, Oksana Zabuzhko, Lyuko Dashvar, Lina Kostenko, Tania Maliarchuk o Larysa Denysenko.