El antídoto de la mentira totalitaria sólo puede venir en un lenguaje que no se sitúe en el mismo plano, que ayude a pensar y sentir desde otro ángulo, como lo hace la poesía, por ejemplo.
Hannah Arendt
Cuando Putin llama "nazi" al gobierno de Ucrania democrática, se mete en los zapatos y en la boca grande de su símbolo mayor, Stalin. En su historia oficial, el único y personalísimo vencedor histórico del régimen nazi. Putin no sólo intenta justificar su agresión a un país independiente que ha ido escapando de su dominio sino que busca situarse en una ficción histórica que va de Iván el Terrible a Pedro el Grande, pasa por Stalin y tiene su cuarta reencarnación en el Gran Abusador moderno, Putin. Todos venciendo cruelmente y reunificando al Gran Imperio. Acto heroico de esa otra realidad que en la patología del abusador tiene tal densidad histórica que justifica, sin chistar, matar inocentes, saquear los recursos del vecino, extorsionar, aniquilar niños, destrozar ciudades, aplastar toda autonomía.
No es tan sólo una mentira difamatoria para golpear al enemigo llamándolo "nazi". Es parte de la enorme mentira totalitaria que Hannah Arendt describe como una bruma en la que, de tanto mentir cotidianamente y en abundancia, más que creer la mentira, la gente deja de saber qué es verdad y qué es falso. Y ya no importa porque la única verdad indudable es el poder carismático y prepotente de quien enuncia sin cesar las mentiras. Que se vuel-ven la gran verdad de que el poder es certero.
La cantata de Anna Ajmátova quiso ser un sudario puesto sobre el rostro del sufrimiento de las víctimas de Stalin
La única palabra que rompe la densidad de esa neblina no es una contraverdad, que cae lógicamente en la red nebulosa del poder. Es, al contrario, una palabra que señala la incertidumbre esencial del ser humano, una palabra frágil pero que cala más hondo. Una que no dialoga con la mentira sino que ilumina su abuso de la fuerza, su ridículo, su irónica debilidad profunda. Es la palabra poética que diciendo otra cosa dice lo esencial. En la densa noche que instaura por la fuerza el guerrero abusador, la poesía es apenas una luz tan tenue como la de una luciérnaga, insoportable porque de pronto escapa, por un segundo, al dominio del tirano. Él sólo llama poesía a lo que cante su gloria y la de su causa, el resto es traición, decadencia, arma del enemigo. Y lanza a sus ejércitos siempre a anularla, desprestigiarla, callarla o conformarla.
Hace casi un siglo, cuando los ejércitos de mentes cautivas del Gran Abusador Stalin, con un arma también abusiva que llamaron realismo socialista, trataron de invadir y controlar las regiones diversas y sin fronteras de la poesía, la poeta ucraniana de expresión y alma rusa, Anna Ajmátova, respondió muy sutilmente apropiándose del río que el tirano había decretado que era dominio exclusivo de su mundo paralelo, el mundo de su historia oficial: “el Don apacible”, y lo hizo correr en su poema “Réquiem”, convirtiéndolo en emblema del sufrimiento de las víctimas del tirano. El río apacible, obscuro, donde “se refleja la luna que se mete a su casa y la encuentra, como una sombra adolorida, enferma y sola. Su marido está en una tumba y su hijo en la cárcel”. Es como cientos de miles de madres y esposas de su tiempo. “No soy yo sino otra la que sufre. Yo no podría soportarlo. Que un velo negro cubra lo sucedido y que apaguen las velas. Es de noche”.
La cantata de Anna quiso ser un sudario obscuro puesto sobre el rostro del sufrimiento de las víctimas de Stalin. Afirma que está escrito de cualquier modo en los rostros trágicos de las sufrientes. “Ahora sé cómo se apagan los rostros, cómo anida el terror bajo los párpados, cómo el dolor escarba en las mejillas líneas cuneiformes burdas, cómo los bucles negros y cenizos se vuelven plateados, la sonrisa se marchita en labios que son como pétalos blandos, y el terror palpita detrás escondido en una carcajada seca”.
La crueldad es carismática y contagiosa. Su sinrazón engendra ejércitos que alimentan la otra guerra de los tiranos, la que polariza al que abra los ojos
Durante muchos años, ese poema extenso, fraguado al pie de la prisión donde estaba su hijo, sería conservado en la memoria de sus amorosos cómplices, que lo sacaron verso a verso de su casa sitiada y vigilada. Y sólo se publicaría por primera vez en Alemania en los años sesenta. Lo conocí en Francia en los setenta, donde un activo círculo de disidentes soviéticos lo había hecho circular en ruso y en francés. En Rusia circuló por primera vez a fines de los ochenta, casi veinte años después de la muerte de la autora y más de treinta de la muerte de Stalin. Porque si bien Stalin la persiguió especialmente, lo que ella escribió desquiciaba la versión guerrera, épica y conformista que la Unión Soviética siguió deseando y estableciendo como realidad alterna mientras existió. Los otros datos del politburó siguen siendo intocables como una másca-ra artificialmente iluminada que ni el viento ligero de la poesía debería siquiera tocar.
Los vaivenes de la persecución que sufrió Ajmátova toda su vida tuvieron un protagonista caprichoso, arrabiado como son esencialmente los abusadores totalitarios. En una de tantas escenas de crueldad, después de casi dos décadas de haberle prohibido publicar su poesía, Stalin pidió que la editorial estatal publicara un libro de ella. La señal de que ha-bía sido perdonada (disculpada de haber sido siempre ella misma) cundió veloz y se imprimió una antología llamada De seis libros. La gente lo apodó “El regalo para Svetlana”, suponiendo que Stalin lo había aprobado para complacer a su hija, entusiasta de Ajmátova, cuyos libros encontró en la biblioteca del padre. En las librerías había colas esperándolo. Y, para complacer a su jefe, muchos de los intelectuales que la habían perseguido y calumniado sugirieron entusiastas que fuera reconocida con el Premio Stalin de ese año. Entre ellos el escritor más oficialista de aquellos años cuarenta, Mijail Sholojov, autor del tríptico épico, El Don apacible, sobre los cosacos antibolcheviques y su derrota.
Unas semanas después, Stalin se arrepin-tió, decidió retirarlo de las librerías y prohibió de nuevo que Ajmátova fuera publicada. Le había estado molestando en especial un poema sobre la persecución, el linchamiento y la calumnia del poder llamado “La difamación”, que le pareció profundamente antiestalinista. Lo tomó de nuevo como una afrenta personal a su guerra nebulosa:
Y la difamación me acompañaba a
[todas partes,
en mi sueño escuchaba sus pasos
[acercándose
y en la ciudad asesinada bajo cielos
[inclementes
vagué sin rumbo buscando pan y
[refugio.
Y su reflejo ardía en todos los ojos,
aquí como traición, allá como temor
[inocente.
No le tengo miedo. Para cada nueva
[acusación
tengo una respuesta digna y severa.
Pero ya vislumbro el día inevitable:
en la luz del amanecer vendrán mis
[amigos,
perturbarán con sollozos mi sueño
[más dulce
y pondrán un icono en mi pecho frío.
Entonces, sin que se den cuenta,
la difamación entrará,
con su sangrienta boca insaciable llena
[de mi sangre,
enlistando mis ofensas imaginarias,
y mezclando su voz con las plegarias
[por los muertos.
Con todos se meterá su delirio
[vergonzoso,
tanto que los vecinos evitarán verse a
[los ojos.
Y mi cuerpo yacente será abandonado
[en un vacío terrible,
donde mi alma arderá por última vez...
Sin duda Stalin queda desconcertado por esa voz que él conoce tan bien y que desafía sus linchamientos. Teme que contamine y resquebraje su noche narcisista.
Tal vez nada alegraría tanto a Stalin como verse renacido ahora en un severo agente de la antigua KGB, desafiando abiertamente a las otras potencias del mundo y extendiendo paralelamente sobre nosotros una nebulosa de mentiras. En las redes y en la prensa incauta o cínica, Putin lleva a cabo otra guerra donde se trata de establecer una versión del mundo y de la historia en la que el Gran Abusador que él es se convierte en Gran Salvador y aquellos a los que abusa, en villanos de la historia oficial. Como en los viejos tiempos del Realismo Socialista de los años treinta y sus congresos de intelectuales en todo el mundo donde quien no fuera proestalinista abierto y declarado era considerado un nazi. Y la guerra no es provocada por el abusador sino por quienes, con su presencia, lo retan. Los otros son los culpables. La OTAN, los imperios del dinero, los occidentales liberales que quieren que todos los países sean democráticos. Ellos son los culpables de que mueran cientos de miles de ucranianos y millones sean cruelmente exiliados.
Y claro que hay quienes lo creen y lo repiten. ¿Por qué? Algunos, porque están seguros de que se justifica mentir y abusar a otros en nombre de lo que representa en su imaginación la utopía de ese gran Imperio Ruso, supuestamente asediado por “la maldad liberal internacional”. Y han si-do convencidos de ver a Putin como el nuevo Stalin que añoran. El prototipo del Gran Abusador, lo hemos visto, es rigurosamente admirado por abusadores menores, en una escala que hoy tiene su siguiente paso en Trump, y desciende hasta pasar por los políticos abusadores en Hungría y en Bielorrusia, y más abajo en Brasil, en Nicaragua y un conocido etcétera que tropezando toca a varias de nuestras puertas latinoamericanas. Todo autoritario aspira ahora a estar dentro de esa serie concéntrica de muñecas rusas que hace que los abusadores más pequeños se sientan grandes.
¿Por qué tal fidelidad a la mentira oficial en su momento de mayor crueldad? En la prensa, en el parlamento, en las cortes, en los periódicos. La res-puesta muy antigua, de la época de Montaigne, formulada por Étienne de La Boétie, es que los humanos libres que deciden volverse eco sumiso de los abusadores se identifican con su crueldad esencial. Son víctimas al ver subordinada su dignidad, pero un impulso los hace volverse a la vez crueles victimarios de quienes no sienten como ellos, es decir, como el líder. La crueldad es carismática y contagiosa. Y su sinrazón engendra ejércitos que alimentan la nebulosa de la otra guerra de los tiranos, la que polariza al que abra los ojos.
Y, sin embargo, al estallar una guerra, la memoria se vuelve un haz de fragmentos incontrolables que brillan peligrosamente en el aire.
Vienen de nuevo, como imantadas, todas las guerras anteriores, todos los sufrimientos, las banderas enarboladas, las lanzas rotas y las palabras para apuntalarlas o volverlas añicos. La muerte, la crueldad, la sangre. Y el gran imán que las concentra es, algunas veces, el de la poesía, en todas sus formas, incluyendo las narrativas. Con mucha frecuencia, imágenes poéticas profundas, desgarradas y desgarradoras, dicen lo que otros discursos, incluyendo el llanamente periodístico, difícilmente llegan apenas a esbozar.
Detonadora de imágenes literarias en todas direcciones, la guerra deses-pera con frecuencia al abusador y a sus ejércitos de ecos, por su radiación imprevista. Lo que no admite sumisión total lo exaspera. Y por eso lo vemos redoblando su esfuerzo por controlar lo incontrolable: se impone la imagen de un tirano, militarizado en la cabeza pero desnudo, tratando de atrapar con una red de mariposas en una mano y una pistola en la otra, enjambres de luciérnagas que sabe bien que son explosivas en su cerebro.
Por eso el gran totalitario inventa y luego reinventa ese mundo paralelo en el que se justifica toda atrocidad cometida en su nombre por una causa superior que él dice encarnar. Pa-tria, nación, salvación de los inocentes maltratados que no entienden que él es sobrehumano. Protagonista de una sobrenaturaleza donde es constructor cuando destruye, pacificador cuando ordena disparar. Todo abuso mayúsculo, toda guerra se vuelve si-multáneamente para el tirano una guerra de palabras. Su otra guerra totalmente invasiva.
Por eso, en Kiev, hace poco, agitando la memoria de otras guerras, la poderosa poeta ucraniana Kateryna Kalitko (nacida en 1982) afirma que:
Todavía es posible un hogar allá, donde ponemos a secar la ropa y las sábanas huelen a viento y cerezos
[en flor.
Es la temporada de la primera
[intimidad,
tiempo de culminarla y nunca
[repetirla.
Cada hoja brota como una navaja
[verde
y los gritos de la vida se apoderan
[de la noche
encontrándole un ritmo.
Frágil como papel de estaño,
es la estación donde se forman los
[duraznos,
junto a las guerras y los niños,
en la misma cucharada de aire [...]
Es como un juego olvidado en el patio
[trasero de la casa familiar
escondiéndonos entre la ropa colgada,
el mundo volviéndose más frágil a
[cada instante.
Cuando besábamos a alguien a través
[de las sábanas
ya no sabíamos quién era, ni a quién
[habíamos perdido o encontrado.
El cuerpo inflamado de la guerra se
[metía en los corazones florecientes
porque no la habíamos dejado entrar
[en nuestro hogar
para calentarse, una noche fría.
A diferencia del Don apacible y adolorido que entraba con la luna en casa de Anna Ajmátova encontrándola ya destrozada, en la casa de la infancia de la joven Kateryna Kalitko, a la guerra, a la polarización abusiva se le prohibió el paso y por eso todavía es posible ahí tener un hogar. Algo insoportable para el ánimo totalitario.