La poesía está asociada, tradicionalmente, a la belleza y al sentimiento, y por ello suele bordear el abismo de la cursilería. Esto es a tal grado un lugar común que, en su Diccionario de tópicos (o Diccionario de prejuicios), Gustave Flaubert incluye las necias imágenes que tiene la sociedad sobre la poesía y el poeta: la “poesía” es considerada del siguiente modo: “completamente inútil: pasada de moda”, y, en cuanto al “poeta”, éste resulta “sinónimo noble de lelo; está en las nubes”.1
Estos prejuicios son propios no únicamente de los analfabetos poéticos cuyas creencias se expresan, como afirma Consuelo Berges, “sin pasar por la censura de la inteligencia”, sino también de cierto tipo de poetas que han moldeado horrorosos estereotipos de amaneramiento y afectación.
Es políticamente incorrecto admitirlo, pero todo estereotipo tiene su origen en la realidad más que en la imaginación. Hay poetas geniales y deslumbrantes, pero también los hay, y en mayor medida, insoportables, cargosos, ridículos. Muchos seres antipoéticos que, sin embargo, se consideran poetas, jamás han llegado a sospechar lo que Jacques Maritain explicó a mediados del siglo XX:
Lo que ha acontecido a la poesía, desde Baudelaire, tiene una importancia histórica en el dominio del arte, igual a la de las grandes épocas de revolución y de renovación de la física y de la astronomía en el dominio de la ciencia.2
Los estereotipos del poeta lelo y de la poesía como inutilidad han sido reforzados además por recitadores y recitadoras: esos gesticuladores engolados, ojos en blanco y muecas que, cuando entran en trance, se tiran al piso para revolcarse, retorcerse y alcanzar el desenlace histriónico con un poco de espuma en la boca. Luego se levantan, se componen el pelo, la corbata o el vestido y, acto seguido, se inclinan ceremoniosamente ante el emocionado auditorio para recibir el aguacero de aplausos que causa, a veces, que a tales prodigios de ridiculez se les empañen los ojos o que de plano moqueen.
HAY QUE SER PRECISOS: la gran poesía nunca es cursi. El genio poético se prohíbe tamaña bajeza, incluso en Bécquer. Lo cursi no es otra cosa que el fracaso estrepitoso de lo sublime, y Dios sabe que se ha llorado más y se han alterado más intensamente los nervios con la cursilería (en cualquier expresión artística) que con el arte más elevado y complejo.
En el retrato implacable que Ricardo Garibay hace de Agustín Lara refiere:
Su pecado era —fue macizamente durante setenta años— la cursilería. No he conocido a nadie que asumiera con tanto orgullo y robustez la baratura de la vida como excelencia. Se embriagaba recitando las letras de sus canciones, y golpeaba de pronto el teclado: “¡Esto es poesía, chingao, y que no me vengan a mamar!”.3
El sobrenombre de Lara lo decía todo: El Músico Poeta. ¡Y hay que ver cuánta gente cree que esos desahogos chabacanos son poesía! —aunque también hay que admitir que Lara es, por momentos, menos cursi que Amado Nervo.
Por ser la poesía una liberación de lo íntimo, resulta, entre todos, el género que más se cultiva. Adjetivados, o apodados, en todas partes, hay más poetas que policías. Cualquiera escribe renglones truncos que llama versos, y también brevedades que denomina prosa poética. Pero, contra lo que pudiera pensarse, y pese a la abundancia de poetas, la mayoría del público lector dice con entera sinceridad, sin avergonzarse, que no lee poesía porque “no la entiende”, como sí entiende en cambio especialmente las novelas, incluidas aquellas que están escritas en esa lengua franca llamada galimatías y pertenecientes al género aburrido. Para el caso, Eduardo Lizalde tiene un epigrama devastador (“Prosa y poesía”):
La prosa es bella
—dicen los lectores—.
La poesía es tediosa:
no hay en ella argumento,
ni sexo, ni aventura,
ni paisajes,
ni drama, ni humorismo,
ni cuadros de la época.
Eso quiere decir que los lectores
tampoco entienden la prosa.4
Dicho y comprendido lo anterior, no asombra en absoluto que el denominado Día Mundial de la Poesía, proclamado por la Unesco en su trigésima reunión en París, 1999, para celebrarse anualmente el 21 de marzo, pase con más pena que gloria y con más discursos políticos que poesía. Ni siquiera los poetas, en sus países, se acuerdan de que, en el equinoccio primaveral (otro lugar común para la poesía) se celebra el día mundial de su oficio que, por lo demás, se proclamó luego de una gestión bastante graciosa.
Hay autores con libros inaugurales estupendos, que ponen la primera piedra de una obra poética que trascenderá... en general, estos autores no tuvieron que pagar por publicar
ÉSTE ES EL CUENTO resumido: En el último año en que fue director general de la Unesco el español Federico Mayor Zaragoza (lo fue de 1987 a 1999) que, por coincidencia, ¡era poeta!, lanzó la proclama del Día Mundial de la Poesía, luego de que, durante un par de años, el editor Antonio Pastor Bustamante le insistiera en ello: una efeméride, informa el diario español El Independiente, “en la que tuvo mucho que ver la iniciativa Aldea Poética, promovida por la poetisa española Gloria Fuertes y el editor Pastor Bustamante”.5
El Día Mundial de la Poesía se celebró por vez primera el 21 de marzo de 2000 y, como hemos dicho, tres personas fueron sus artífices: la poeta y activista popular Gloria Fuertes (1917-1998), el funcionario, político y poeta español Federico Mayor Zaragoza (1934) y el editor Antonio Pastor Bustamante (1963), fundador y propietario, desde 1995, de la Editorial Opera Prima, animador (unos dicen que bogotano, y otros, que madrileño nacido en el barrio de Carabanchel) de la empresa que, en Instagram, se anuncia de la siguiente manera: “Somos la editorial de las operas primas. Publicamos libros de autores independientes para lectores inquietos, refrescando el panorama editorial”.
El documento oficial de la Proclamación del 21 de marzo como Día Mundial de la Poesía, en las consideraciones introductorias, afirma:
Existe desde hace veinte años un verdadero movimiento en pro de la poesía, habiéndose multiplicado las actividades poéticas en los distintos Estados Miembros, aumentando con ello el número de poetas; además, el poeta, en su condición de persona asume nuevas funciones, ya que, los recitales poéticos, con la lectura de poemas por los propios poetas son cada vez más apreciados por público [sic]; existe todavía una tendencia en los medios de comunicación social y el público en general a negarse a no valorar [sic] el papel del poeta. Sería útil actuar para librarse de esta imagen trasnochada y conseguir que a la poesía se le reconozca el “derecho de ciudadanía” en la sociedad.
La mala redacción y las contradicciones son evidentes. Pero hay todavía algo más. Leemos:
En estos momentos en que la poesía se halla en plena expansión, este Día podría servir de marco a las acciones y los esfuerzos que se efectúan en distintos planos para sostener la poesía, y más concretamente al fomento de los esfuerzos de los pequeños editores que tratan de entrar en el mercado del libro publicando cada vez más obras de poetas jóvenes.
¡Cuánta nobleza!, tendríamos que exclamar. Pero resultó que el noble mensaje traía giba y jiribilla. La Editorial Opera Prima, fundada en 1995, en Madrid, “fue pionera —dice la Wikipedia— en la edición de autor en España”. En otras palabras, fue pionera en cobrarle a los autores por la publicación de sus libros. En la nómina de la editorial no vemos siquiera una pléyade de poetas medianos que se hayan iniciado en esa empresa, aunque en el sitio web de Opera Prima leamos: “Nos avalan más de dos mil autores satisfechos y felices”. (La vanidad suele dar sin duda satisfacción y felicidad).
BAJO LA CONSIGNA de que “todos somos autores”, Opera Prima lleva a cabo la “edición personal”, de cuyos procedimientos nos ilustra un foro virtual. Encuentro que en 2008 “Jupklass” pregunta a la comunidad del foro su opinión sobre dicha empresa. Refiere que envió un manuscrito y le respondieron que les había gustado y que podrían publicarlo, pero en un “esquema de copublicación”. Hace catorce años eso le costaría al autor 1,900 euros por 150 ejemplares, por lo que, sincerándose, el aspirante a poeta admite que eso le huele muy raro y más aún porque sólo han tardado una semana en contestarle “y como que enseguida hablan de dinero... de ahí mi duda”.
“Tiarus” le responde:
Te has pasado un tiempo incalculable escribiendo, y eso no se paga. Me explico: ¿Te has (o no) peleado con la parienta, hijos o amigos, por escribir cuando ellos querían salir o cualquier otra cosa, y tú has tenido o querido seguir escribiendo [sic]. ¿Ahora, encima, te piden, 1,900 euros? ¿Para qué? El escritor sólo tiene que dedicarse a escribir, el editor a editar y el librero a vender.
“Carlosmaza” es más cáustico:
¿1,900 euros por 150 ejemplares? Vamos, es una broma que te ha gastado un amigo haciéndose pasar por editorial. ¿Y tardan una semana en hacerte la propuesta? Ni se lo han leído. Desde luego, cómo juegan con las ilusiones de la gente.
“Jupklass” agradece los consejos y reconoce que todos en el foro advierten el exclusivo objetivo venal de Opera Prima. “Pero como sabéis uno tiene sus ilusiones”, admite derrotado; ante lo cual “Carlosaribau” cierra el intercambio del foro y lo consuela del mejor modo: “Ánimo ‘Jupklass’. No dejes que te roben tus ilusiones. A por otra cosa. La coedición no está hecha para los escritores ni por los escritores”.
AL AMPARO DE LA NOBLEZA de las letras (y, especialmente, de la poesía), puede parecer muy democrático eso de que “todos somos autores” (aunque no todos seamos William Blake), pero lo cierto es que esta generalización tiene tan sólo el propósito de cumplir la vanidad de que la gente no muera inédita (aunque lo que se publique sea impublicable), en tanto pueda pagar el costo de la edición de unas pocas decenas de su primer y quizá único libro, que pasará con más pena que gloria y que no deja de ser una tomadura de pelo no sólo para el autor, sino también, y sobre todo, para la poesía.
A la divisa de Opera Prima le falta un pequeño añadido para dejar de ser un lema publicitario y convertirse en un certero aforismo: “Con dinero, todos somos autores”. Hasta publicar libros de mediana calidad conlleva un trabajo de lectura y de criterio: un juicio, así sea no muy exigente, que encuentre alguna mínima virtud poética en el manuscrito o mecanuscrito que se lee y valora. De otro modo, en efecto, “con dinero, todos somos autores”: algo así como jugar sí o sí en el equipo porque el balón es tuyo.
Hay autores con libros inaugurales estupendos, con los que ponen la primera piedra de una obra poética que trascenderá, tal vez, su país y su idioma. Pero, en general, estos autores no tuvieron que pagar por publicar. El sistema fue inverso: se les aceptó su libro, después de un dictamen favorable, en una casa editorial que, si al menos no les paga, tampoco les cobra. La Editorial Opera Prima reacciona contra lo que llama “un mercado cristalizado, rígido y monopolizado” y asegura que la “edición personal”, conocida también como “copublicación”, es una forma de ¡“oxigenar el acto de edición”!
Sería intolerante negar el derecho de las personas a publicar lo que les venga en gana, y más si pagan por ello. Pero ¿cuántas veces el amor no es correspondido? Gabriel Zaid escribió, a propósito de Jesús Arellano, que su poemario Palabra de hombre es un libro cruel, pues “no es bonito ver tanto amor a la poesía tan mal correspondido”.6 Que el Día Mundial de la Poesía se haya proclamado con argumentos y por motivos tan pedestres explica bien por qué les importa a tan pocas personas... y a tan escasos poetas.
Notas
1 Gustave Flaubert, Tres cuentos / Diccionario de tópicos, prólogo y traducción de Consuelo Berges, Seix Barral, Barcelona, 1973, p. 176.
2 Jacques y Raïssa Maritain, Situación de la poesía, traducción de Octavio N. Derisi y Guillermo P. Blanco, Ediciones Desclée, Buenos Aires, 1946, p. 109.
3 Ricardo Garibay, De vida en vida, Océano, México, 1999, pp. 13-14.
4 Eduardo Lizalde, Nueva memoria del tigre
(Poesía 1949-1991), Fondo de Cultura Económica, México, 1993, pp. 207-208.
5 “Los 20 años del Día Mundial de la Poesía”, El Independiente, Madrid, 20 de marzo, 2019.
6 Gabriel Zaid, Leer poesía, Océano, México, 1999, p. 146.