Este texto tiene spoilers, pero ésta es una película imposible de spoilear.
La breve historia. A los siete años, Alexia (Adèle Guigue) provoca un accidente de automóvil al distraer a su padre (Bertrand Bonello) mientras maneja. Ella sufre una fractura en el cráneo, por la que tienen que implantarle una placa de titanio. Al salir del hospital la niña acaricia y besa al auto con cariño.
Una veintena de años más tarde, Alexia (Agathe Rousselle) trabaja como bailarina exótica en shows de autos clásicos modificados. Al salir de un evento un fanático la sigue y la besa por la fuerza. Ella responde apasionadamente, tan sólo para aprovechar la cercanía y asesinarlo insertándole en el oído una aguja metálica con la que se sujeta el cabello. Al morir el tipo vomita sobre ella, por lo que tiene que regresar a la sede del show a darse otro regaderazo, que es interrumpido por el poderoso Cadillac decorado con vistosas flamas sobre el que bailó antes. Alexia tiene relaciones sexuales intensas, apasionadas y sin protección con el auto, por lo que queda embarazada. A la mañana siguiente despierta adolorida, cubierta de moretones, y nos enteramos de que por lo menos otras tres personas han muerto en condiciones semejantes a las de su acosador.
Tras un intento torpe y frustrado de tener relaciones con Justine (Garance Marillier), otra bailarina, Alexia termina matando a tres personas en una carnicería frenética, gratuita y tragicómica. Incendia la casa familiar con sus padres encerrados en su habitación y huye de la policía, que ya tiene su descripción. Se hace pasar por Adrien Legran, un chico que desapareció diez años antes. El padre del muchacho es el jefe de bomberos, Vincent (Vincent Lindon), quien la acepta sin condiciones ni pruebas de ADN, entusiasta y amoroso, convencido que su hijo ha regresado. La lleva a casa mientras el extraño embarazo biomecánico avanza vertiginosamente y le provoca cada vez más dolores, secreciones de aceite y grasa de motor por diferentes orificios, así como brutales irritaciones cutáneas.
El SEGUNDO LARGOMETRAJE escrito y dirigido por Julia Ducournau, Titane (2021), es una historia delirante de transformaciones que a su vez va cambiando al pasar del horror corporal a lo fantástico, de la ciencia ficción al surrealismo, del thriller al humor macabro y finalmente se instala en el melodrama familiar. La cinta es sin duda una de las obras más extrañas y provocadoras que han ganado la Palma de Oro de Cannes, haciendo a su directora apenas la segunda mujer (junto con Jane Campion) en recibir ese premio. No es sólo una película brillante y atrevida sino que también es una oportuna revisión de estereotipos fílmicos y prejuicios corporales para volver a preguntarnos en qué consiste ser humanos y cuál es el límite de la empatía y la solidaridad cuando se violan los tabús más escandalosos.
La trama nos hace pensar de inmediato en la prodigiosa y controvertida novela Crash (1973), de James Graham Ballard, el cine de David Lynch y la obra de David Cronenberg, el autor más importante del cine de horror corporal o biológico, quien además adaptó de manera inmejorable la novela de Ballard en 2004, en la que plantea relaciones eróticas entre el humano y el auto, llevando la seducción del metal, el plástico y la gasolina a sus últimas consecuencias, en choques que rasgan y mutilan la carne, al tiempo en que engendran híbridos de piel, vísceras y metal.
Pero vayamos en orden.
En los relatos que nos asustan algo inexplicable trata de hacernos daño. Una entidad externa amenaza la integridad del cuerpo y la mente... El horror es uno de los géneros corporales que además de provocar emociones también pueden causar secreciones
CUENTOS DE TERROR
En los relatos que nos asustan hay algo inexplicable que trata de hacernos daño. Una entidad externa, real, imaginaria o sobrenatural amenaza la integridad del cuerpo y la mente. El horror es uno de los géneros corporales definidos por Linda Williams como aquellos que además de provocar emociones pueden también causar secreciones: la adrenalina, las lágrimas del melodrama y los orgasmos de la pornografía.
Este género desciende de la literatura gótica que aparece con la novela El castillo de Otranto (1764), de Horace Walpole, y destaca por describir atrocidades corporales, torturas, mutilaciones y muertes espantosas. Las historias de miedo han poblado el cine desde sus orígenes aprovechando los efectos especiales, los trucos de la cámara y la suspensión de la incredulidad que impone ese medio. Durante más de un siglo las representaciones de lo horrible en la pantalla han cambiado al volverse más realistas y mostrar con mayor o menor destreza o estilización el daño corporal que inicialmente sólo se insinuaba. Xavier Aldana Reyes, autor del libro Body Gothic (2014), escribe: “El cine de horror puede ser visto como una forma de ficción corporal que filtra el modo gótico a través de un registro visceral o que pone en primer plano la visceralidad que le es intrínseca”.
En su ensayo titulado Danza macabra (1981), Stephen King plantea que el terror es el elemento más fino en la jerarquía del miedo, que consiste en el suspenso y la anticipación; a éste le sigue el horror, que está presente en el impacto de lo espantoso; finalmente está la repulsión, que provoca asco. Para King, el horror es lo que se emplea cuando no se tienen mejores maneras de asustar y el último nivel, explotar lo repugnante, es un intento desesperado y barato para estremecer con lo grotesco. Hoy esta visión resulta muy limitada al confrontarla con la inmensa cantidad de obras de horror corporal de gran calidad que se han vuelto icónicas y han marcado la cultura de las últimas décadas.
DESDE LOS AÑOS SESENTA aparecen cineastas que explotan la morbosidad del público al empujar sus imágenes hasta los límites de lo tolerable. No todos sus títulos se distribuyeron con traducción al español, pero entre ellos destacan Herschell Gordon Lewis (Blood Feast, 1963; El mago del gore, 1970; The Gore Gore Girls, 1972) y Ted V. Mikels (The Astro Zombies, 1969; The Corpse Grinders, 1970), que lanzaron el subgénero del cine gore, donde los excesos de sangre y las tramas minimalistas emulaban al porno en estructura y sustituían el money shot (la toma de la eyaculación) por el bloodbath, el baño de sangre.
Este cine subterráneo, marginal y fetichista estaba dirigido a un segmento muy específico del público y de hecho surge en buena medida como una alternativa sensacionalista: al no poder mostrar más sexo, debido a la censura, decidieron enseñar más cuerpos mutilados y entrañas desgarradas. No fue sino hasta los estrenos de filmes de prestigio y económicamente rentables como Naranja mecánica (Stanley Kubrick, 1971), El Exorcista (William Friedkin, 1973) y Tiburón (Steven Spielberg, 1975), que se atrevían a mostrar violencia y horrores gráficos en exceso, que la atrocidad explícita llegó a la cultura dominante. Finalmente el gore se volvió un objeto de culto para su público, sus maquiladores y algunos autores de cine de arte.
El crítico australiano Philip Brophy creó el término horror corporal en su texto Horrality: The Textuality of the Contemporary Horror Film (1983) para referirse específicamente al enfoque de este tipo de películas en las mutaciones, deformaciones, destrucción y modificación del cuerpo que ocupan un lugar privilegiado en las historias, a veces rodeadas de un perverso sentido del humor. Ésta se volvería una de las vetas fundamentales en el cine de terror moderno. Brophy se refería entonces a imágenes como el engendro explotando en el pecho de Kane (John Hurt) en Alien (Ridley Scott, 1979) y la cabeza mutilada de Norris (Charles Hallahan), que escapa cuando le crecen patas de araña en La cosa del otro mundo (John Carpenter, 1982).
Este cine y sus metáforas visuales fueron creciendo en complejidad y volviéndose un formidable registro fílmico del malestar finisecular. Después aparecieron visiones todavía más intensas y perturbadoras, como la del cuerpo convertido gradual y dolorosamente en máquina en Tetsuo, el hombre de hierro (Shinya Tsukamoto, 1989), la devastadora transformación de un científico en insecto en La mosca (Cronenberg, 1986), la fusión de cuerpos en El ciempiés humano (Tom Six, 2009 y 2011), la mutilación sexual de Él y la autoablación del clítoris de Ella en Anticristo (Lars von Trier, 2009), e incluso la asesina que habita los cuerpos de sus víctimas mediante un implante cerebral y los hace suicidarse en Possessor (Brandon Cronenberg, 2020).
LOS ENGENDROS DE CRONENBERG
El horror corporal evolucionó en gran medida por el trabajo de Cronenberg, en particular por cintas como Parásitos asesinos (1975), donde una epidemia de parásitos causa que los infectados den rienda suelta a sus deseos más perversos. En El engendro del diablo (1979), Nola Carveth (Samantha Eggar) es una mujer que desarrolla un sistema partenogénico (capaz de reproducirse sin fecundación) externo y da a luz de manera espontánea a niños monstruosos —sin ombligo— que son una expresión psicosomática de su rabia. Asimismo, Cronenberg explora las fronteras entre lo humano y lo animal, como el científico convertido en La mosca, o bien entre lo biológico y lo tecnológico en Videodrome (1983) y eXistenZ (1999).
Aldana Reyes señala con tino que si bien el cine de Cronenberg “no moldeó por completo el aspecto del horror corporal —es la culminación y continuación de otras formas de horror violento y sangriento que se han desarrollado durante las dos décadas anteriores”. Aunque no es meramente gótico, ya que no recurre al pasado para justificar las amenazas sobrenaturales, sí representa —de acuerdo con Aldana Reyes— una “rearticulación de la corporeidad, al llevar los horrores de la encarnación y la visceralidad al mismo tiempo a un nivel superficial y estructural”. En una entrevista de 2014 para el sitio flavorwire.com, Cronenberg declaró que no estaba de acuerdo con que catalogaran a su cine como horror corporal ni sabía el significado del término. Precisó:
El cuerpo no es el origen del horror sino que es lo que somos. Mi enfoque es en el cuerpo, y no creo estar obsesionado con él para nada. Es el primer acto de la existencia humana, no creo en la vida después de la muerte ni en la existencia de un espíritu fuera del cuerpo, lo que trato son las cosas que le pasan al cuerpo.
Si bien el horror usualmente deriva del encuentro con lo otro, con lo insólito, lo aberrante y extraño, el horror corporal impacta por el reconocimiento de que ese otro está en uno mismo. De tal manera que a menudo son historias contadas desde el punto de vista del monstruo. Estas narrativas pueden emplear convenciones de otras variantes o géneros como la ciencia ficción, la comedia o el thriller.
El horror corporal comienza sin duda en esa obra portentosa y seminal de la literatura gótica, fantástica y de ciencia ficción que es Frankenstein, de Mary Shelley (1818). En ella, el ser creado a partir de pedazos de cadáveres adquiere conciencia para descubrir que es un monstruo, rechazado por su creador y por la humanidad, sin esperanza de redención alguna. La vulnerabilidad de la carne es fundamental en el gótico, que a sus elementos espectrales y psicológicos añade el aspecto somático.
Lo que diferencia este subgénero es una ansiedad relacionada con la mutación corporal, la inestabilidad orgánica y el conflicto entre mente y cuerpo. No sólo se trata de la amenaza de ser descuartizado, mutilado o devorado, sino de ser invadido por una fuerza incontenible que viene desde adentro y que despoja al individuo del control sobre su persona, enajenándolo de sus reacciones físicas. Por lo tanto, hay mucho de horror corporal en las historias de vampiros, de posesiones demoniacas y de zombis, pero lo que caracteriza este subgénero es la presentación sin censura del cuerpo que se convierte en un monstruo. Es como si se tratara de narrar un viaje intercorporal, de un estado a otro, un rito de paso, celular u orgánico que desarticula lo familiar para alcanzar un nuevo orden. El cuerpo siempre está condicionado por discursos sociales y tabús, en consecuencia las amenazas genéticas, virales, bestiales, extraterrestres, ambientales o de cualquier tipo pueden ser interpretadas como reacciones a nuestros miedos, vulnerabilidades y prejuicios. Un pavor muy oportuno para el tiempo de Covid-19 que vivimos: el de la plaga, la epidemia que transforma no sólo a los individuos, sino a grupos humanos y sociedades enteras, dejando muerte, desolación y divisiones ideológicas y morales entre los sobrevivientes.
El cuerpo está condicionado por discursos sociales,
en consecuencia las amenazas genéticas, virales, ambientales pueden ser interpretadas como reacciones a nuestros miedos
EL MILAGRO Y LA NUEVA CARNE
Al salir del hospital los doctores les advierten a los padres de Alexia que estén pendientes de cualquier irregularidad neurológica en la niña. Si bien no se establece si la personalidad de Alexia cambió a raíz del accidente, en la secuencia inicial se insinúa que no fue así. No obstante, el metal en su cabeza, que da título al filme, parece sintonizarla con la máquina y transformarla en un ser sin emociones ni vergüenza ni moral. Durante su convalecencia debe usar una complicada estructura metálica para sujetarle la cabeza, un andamiaje que la convierte en un inquietante ciborg y le da una apariencia de estampa religiosa, como si llevara una aureola y una corona de espinas al mismo tiempo. Pero esta especie de halo, lejos de identificar su santidad, la señala como un ser diferente, un ángel caído, la protagonista de una historia casi mística, como las santas dolorosamente torturadas que han inspirado la pornografía sadomasoquista desde hace un milenio. Alexia pasará de ser una figura amenazante y perturbadora a volverse una ruina piadosa y lastimera, una víctima de su deseo y rabia, que será madre de un ser híbrido sin precedente, un milagro tecnológico que recuerda a la hija de Rachel y Deckard en Blade Runner 2049 (Denis Villeneuve, 2017), así como a la nueva carne a la que se refería Cronenberg en Videodrome.
Cuando reencontramos a Alexia a los treinta y pocos años bailando, contoneándose y deslizándose sobre carrocerías para entretener y excitar al público, su espectáculo es un acto erótico sui generis, menos convencional que sus compañeras ya que aparte de rasurarse la mitad de la cabeza para exhibir la cicatriz de su placa de titanio sobre la oreja derecha, parece bailar para el auto y no los espectadores. Sin embargo, sus fans la acosan pidiéndole autógrafos, fotos y atención. La estridente y supersaturada cinematografía de Ruben Impens muestra a Alexia mirando a la cámara, invirtiendo la perspectiva y “reclamando la narrativa al mirarnos en vez de que nosotros la miremos”, como explica Ducournau. Alexia exhibe su cuerpo y se expone al acoso de sus fans, pero es ahí donde lleva a cabo y justifica su cacería. Esas imágenes del glamur sexualizado son un simple preámbulo a la normalidad y la vulnerabilidad de los cuerpos en el resto de la película.
La cineasta usa este contraste para acentuar la banalidad, el dolor y las imperfecciones de sus personajes. De esa forma crea un vínculo con el espectador y sus propias angustias e inseguridades corporales. Alexia, quien lleva un tatuaje bukowskiano en el centro del pecho (“El amor es un perro del infierno”), es una asesina serial, maquinal e impenetrable en su comportamiento, así que la directora nos obliga a compartir no sus afectos o vida interior, que es inexpugnable, sino sus transformaciones corporales. Alexia evoca a la María-robot de Metrópolis (Fritz Lang, 1927), que seduce a la burguesía con su danza erótica. El baile juega un papel importante en su imaginario ya que también es bailando como Vincent logra que Alexia baje la guardia y gana su confianza.
Al huir de la policía, Alexia se deshace de su cuerpo supersexualizado como si fuera un vestido viejo, pero le es imposible esconderse de lo que crece en su interior. Su transformación en el joven Adrien consiste en romperse la nariz en un baño público, rasurarse las cejas y la cabeza, ocultar sus senos y vientre embarazado comprimiéndolos. El disfraz funciona porque Vincent está tan desesperado por recuperar a su hijo que ignora deliberadamente las obvias señales y las incongruencias de la usurpadora de identidad.
AL TRANSFORMARSE en Adrien su personalidad comienza a cambiar, deja de ser una depredadora y trata de aprender el oficio de rescatista y bombero. Así como ella ponía en escena su sexualidad al bailar, los bomberos no cesan de proyectar su masculinidad.
En ambos casos la interpretación está cargada de ambigüedades. Alexia se integra y pasa del mundo misógino de los shows de autos a la intensidad hormonal, homofóbica y homoerótica de la estación de bomberos. Como si se sintiera a gusto en entornos de alta testosterona. Los esfuerzos cada vez más intensos e inútiles por ocultar su embarazo se vuelven tortuosos, especialmente cuando comienza a lactar aceite.
Alexia no era especialmente comunicativa, pero en su papel de Adrien se niega a hablar, en parte para ocultar su voz femenina pero también como penitencia, con lo que su refugio parece una reclusión monacal. La carne mortificada, la “agonía anatómica”, como escribió Richard Brody, encuentra un alivio en el silencio. Sin embargo, el cuerpo no está dispuesto a ser acallado y se rebela entre salpullidos, supuraciones, secreciones de una grasa negra, moretones y rasgaduras que dejan ver el metal cromado que crece en su interior, amenazando con despedazarla, como si fuera un simple cascarón de carne. Sus intentos de huir de la casa de Vincent fracasan, así como sus deseos de asesinarlo o de aprovecharse de su debilidad. La hostilidad que tenía contra su padre adoptivo se vuelve una aceptación de la complejidad emocional de la nueva figura paterna que, a su vez, también lucha contra su cuerpo, ejercitándose con fervor e inyectándose esteroides para fortalecerse y detener el proceso de envejecimiento.
Ducournau ha explicado que la cicatriz en forma de espiral en la cabeza es una referencia al célebre peinado de moño de Madeleine en Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958). Alexis lleva, además de ese moño-cicatriz, otro moño que se hace en el pelo donde oculta su arma mortal, la aguja metálica para el cabello, que después de usar para penetrar a sus víctimas limpia como si fuera el medidor de aceite de un auto. Titane, como Vértigo, cuenta la transformación de una mujer en otra persona. En la cinta de Hitchcock, Scottie (James Stewart) trata de convertir a Judy en Madeleine (ambas interpretadas por Kim Novak); en la de Ducournau estamos frente a una fábula transexual y transhumana en la que Vincent trata de cambiar a Alexia para volverla Adrien.
La película cuenta la transformación de una mujer en otra persona... estamos frente a una fábula transhumana en
la que Vincent trata de cambiar a Alexia para volverla Adrien
EL MONSTRUO FEMENINO
Al desarrollarse, el cuerpo infantil se convierte súbitamente en un extraño: aparecen las características sexuales secundarias, las chicas desarrollan senos, el cuerpo emite olores insospechados, surgen erupciones epidérmicas de acné, vello púbico, nuevos dolores y secreciones. La adolescencia es el tiempo de la monstruosidad, de los cambios vertiginosos, los deseos incontrolables, a veces vergonzosos, y de la necesidad de someterse a los estándares de belleza y apariencia. Por tanto, los jóvenes y especialmente las mujeres cis y trans deben pelear una batalla sin fin contra el propio cuerpo, modificándolo, conteniéndolo de numerosas formas: depilación, dietas, ejercicio, cosméticos y el sometimiento a regímenes de estética física.
Una generación de directoras, incluyendo a Ducournau, emplea la incomodidad y angustia que produce el horror corporal para hablar de la condición femenina y de la familia. En sus películas muestran lo inexplicable, la violencia y lo sobrenatural para referirse a las funciones corporales, desde la menstruación hasta el orgasmo, la transición a la pubertad, el embarazo (deseado y no), la lactancia y el parto, así como la diversidad del deseo sexual, el amor, el placer, el fetichismo, el acoso, la violación y la cosificación.
Exploran también la experiencia de los cuerpos femeninos presionados por exigencias imposibles de peso, forma, curvas y rituales de belleza que deben cumplir y que a la vez son motivo de ridiculización social. Estas y otras obsesiones y transiciones se reflejan en el cine de las herederas de Mary Shelley, directoras como Mary Haron (Psicópata americano, 2000), Ana Lily Amirpour (Una chica vuelve a casa sola de noche, 2014), Karyn Kusama (El cuerpo de Jennifer, 2009 y La invitación, 2015), Agnieszka Smoczynska, The Lure, 2015) y Coralie Fargeat (Venganza, 2017).
De acuerdo con la escritora trans Nadine Smith, el horror corporal es un reflejo de la disforia de género, una metáfora para confrontar el fenómeno de un cuerpo que en el torbellino de la adolescencia se vuelve ajeno. La experiencia sensorial y la apariencia se van distanciando de las ideas que uno tiene de su identidad. Smith compara este subgénero fílmico con la aparición incontrolable de los cambios fisiológicos de su propio género biológico, que contradecían las certezas de su sexualidad. Los rasgos masculinos maduraban desmoronando su identidad femenina y con ello se hundía en la confusión y depresión.
EN LAS PELÌCULAS de Julia Ducournau, la monstruosidad femenina refleja el tradicional prejuicio y rechazo a la corporalidad de la mujer que siempre va entrelazado con el deseo y la fascinación, pero que también es fuente de poder, de dominio sobre su propia vida y desafío al orden establecido. Así da la vuelta a la estigmatización y la degradación para construir personajes que “amplifican y no disminuyen o suavizan esa idea para reclamar su poder y narrativa”, según escribe Melanie Rapoport.
En su debut en largometraje, Voraz (2016), Ducournau cuenta la historia de Justine (Garance Marillier), quien es vegetariana de toda la vida y cuando entra a la universidad a estudiar veterinaria como sus padres y su hermana Alexia (Ella Rumpf), le aplican una novatada que consiste en obligar a los estudiantes de nuevo ingreso a comer riñones de conejo crudos. Eso despierta en Alexia un apetito primigenio que tan sólo puede satisfacer comiendo carne y un día descubre su pasión por la carne humana. Hay una continuidad estilística y temática entre ambos filmes que se percibe en la mezcla de perspectivas y en la tensión entre tabús y despertares sexuales.
No sólo los personajes principales se llaman igual en las dos cintas, sino que también ambas inician con un accidente automovilístico provocado por una persona.
Ducournau humaniza al monstruo enfatizando su dolor, su condición transgresora, su desconcierto y su fragilidad ante las instituciones, pero —muy significativamente— también el amor de que es objeto. Sólo así puede convertir a Alexia en un ser por el que podemos sentir algo e identificarnos con ella. Al verla desnuda, embarazada y cubierta de heridas, Vincent le dice: “No me importa lo que seas. Siempre serás mi hijo”. Le da lo mismo que no sea hombre, que no tenga sus genes y que esté a punto de parir a un híbrido biometálico. Ése es el amor sin condiciones.
La cineasta construye su filme con una honestidad brutal, sin filtros ni pudor a partir de un inicio caótico, incandescente, cruel y sórdido, para luego avanzar hacia un final humano y sensible, de completa aceptación de lo incomprensible. De manera paradójica, lo último que le interesa es escandalizar o volverse sinónimo de cine extremo: lo suyo es explorar en los tabús más extremos nuestra posibilidad de descubrirnos del lado de lo monstruoso.