El lenguaje de la memoria: Kristof y Davis

Cuando un autor se sienta a narrar una historia, ¿desde qué lugar emocional cuenta los hechos? ¿Qué peso tiene el lenguaje en la escritura: es un mero vehículo de historias y pensamientos o es la sustancia de lo que se dice? ¿Y cómo interpretar si ese autor elige un idioma adoptivo que lo obliga a esforzarse, como los niños que empiezan a balbucear? Al revisar la obra de la húngara Agota Kristof y la estadunidense Lydia Davis, la ensayista y poeta mexicana Brenda Ríos encuentra coincidencias iluminadoras.

Agota Kristof (1935-2011).
Agota Kristof (1935-2011). Fuente: lanueva.com

I

Leí a Agota Kristof y a Lydia Davis casi de manera simultánea. Saltaba de un libro al otro como si fueran climas específicos, habitaciones, humores. El ritmo de sus voces estuvo conmigo después de cerrarlas. Es esa sensación de que su escritura tenía sonido, volumen, cuerpo. Una era aguda; la otra, grave. Una era demasiado directa y la otra no se sabía si hablaba en serio, si estaba haciendo una broma o contando algo que sucedió en verdad. Tampoco es que importara tanto. Lo que había ahí era un modo y un método de escritura; podía pensar en los temas, pero era inevitable cuestionar los procesos. Sea como sea pensé en ellas mucho tiempo. Las enfrenté, hablé con ellas, coincidí. Leer es también no estar en nosotros. Es estar en el modo alguien más: alguien que no soy yo.

Buscando información llegué al blog de Magdalena Solari, quien ha estudiado a autores que crearon en una segunda lengua; le escribí. Me contestó que había leído a Kristof en francés, que su manejo de esa lengua no era amplio y aun así pudo leerla muy bien. Kristof era consciente, claro, de “esa facilidad”, de buscar “ser comprendida / entendida / leída”. Es un aparato transparente: escribir como si uno acabara de llegar a la lengua.

La narradora húngara Agota Kristof (1935-2011) llega a Suiza a los 21 años y comienza a estudiar francés, lengua en la que escribirá sus libros. Su hermosa trilogía Claus y Lucas (El gran cuaderno, La prueba y La tercera mentira) la hizo obtener diversos premios y ser traducida a más de treinta idiomas. Escribió pocos libros más. Luego lo dejó. Su vida transcurrió fuera del mundo literario y en una entrevista afirmó que la literatura no le interesaba. De los tres libros el más hermoso, el perfecto, es sin duda el primero. Separa el grano de la ortiga: oración simple, oración simple. Y en esa simplicidad halla la forma. Manuel Rodríguez Rivero en su prólogo a Cómo es, de Samuel Beckett, sintetiza mejor esta idea: “a mediados de los cuarenta, tras la muerte de Joyce y el final de la Segunda Guerra Mundial, Beckett comienza a escribir prosa casi exclusivamente en francés con el propósito, según declara en entrevista, de ‘empobrecerme todavía más’”.1 El inglés, su lengua materna, se le antojaba ya inadecuado para textos en los que la indeterminación era creciente y en los que se requería una desnudez del lenguaje que reflejara aquella cada vez más evidente desnudez de las situaciones narrativas. El francés, idioma adoptivo para él, le permitía profundizar en el intento de conseguir un instrumento desprovisto de implicaciones: quería reducir al máximo la función connotativa del lenguaje para que las palabras significaran solamente lo que decían.

Sin duda se trató de una decisión coherente con una concepción de la novela en la que lo importante, más que contar una historia cuyo significado que se pudiera inferir del conflicto de personajes ante situaciones concretas, era expresar la experiencia radical de la Nada como experiencia fundamental del hombre contemporáneo. Para ello, Beckett decide acabar con el fundamento mismo de toda narración: el desvelamiento progresivo de una historia.

En este ir más allá de Kristof encontramos un método directo y preciso, sin desvíos ni florituras que nos abrazan en la lengua propia, la de la infancia

KRISTOF BUSCÓ ACASO lo mismo: quedarse con lo necesario. Me detengo en lo de “querer empobrecerse”. ¿Acaso el escritor rechaza hacer dinero? Esto es otra cosa: bajar el lenguaje de un trono que no sirve. Volver a empezar. Sucede algo similar con Franz Kafka: elige el alemán para escribir, y no el checo, como una manera de alejarse del idioma íntimo, para centrarse en lo otro: decir, nombrar, el posicionamiento de las cosas. Escribir en una lengua que no es la materna permite también explorar modos de decir. Significa aprender a hablar una y otra vez. Se nombra de otro modo lo que siempre hemos sabido nombrar pero ya no es suficiente. En este ir más allá encontramos un método directo y preciso, sin desvíos ni florituras que nos abrazan en la lengua propia, la de la infancia.

Joseph Conrad, quien hablaba varios idiomas, se decidió por el inglés.

Decía que esa lengua era plástica, uno podía crear palabras en ella, no así en el francés. Emil Cioran mismo escribía en francés y no en checo, su lengua materna. Kristof, por su lado, posee una estructura a modo de escalera: va hilando las oraciones simples y las separa, de este modo:

La abuela es la madre de nuestra madre. Antes de venir a vivir a su casa no sabíamos que nuestra madre todavía tenía madre.

Nosotros la llamamos abuela.

La gente la llama la Bruja.

Ella nos llama “hijos de perra”.

La abuela es pequeña y delgada. Lleva una pañoleta negra en la cabeza. Su ropa es gris oscuro. Lleva unos zapatos militares viejos. Cuando hace buen tiempo va descalza. Su cara está llena de arrugas, de manchas oscuras y de verrugas de las que salen pelos. No tiene dientes, al menos que se vean.

La abuela no se lava jamás. Se seca la boca con la punta de su pañoleta cuando ha comido o ha bebido. No lleva bragas. [...]

La abuela habla poco. Salvo por la noche. Por la noche, coge una botella que tiene en un estante y bebe directamente a morro. Pronto se pone a hablar en una lengua que no conocemos. No es la lengua que hablan los militares extranjeros, es una lengua completamente distinta.

En esa lengua desconocida, la abuela se pregunta cosas y ella misma se responde.2

La necesidad de escribir de este modo tan acotado podría hallarse vinculada a algo más: la prioridad del lenguaje en circunstancias adversas, como la guerra. Se tiene poco tiempo, la premura obliga a no perderlo. De ahí que no haya mayor trabajo de metáforas, alegorías y demás figuras retóricas. El relato se centra en dos elementos: las acciones del personaje y la descripción somera de cosas, personas, situaciones específicas. Lo que se obtiene es un texto sin sentimentalismos pero emotivo de otra forma, como si no se buscara eso mismo. Incluso en el afecto, o en el enamoramiento, hay una desnudez sentimental que va a lo profundo, no a la explicación de sentimientos. Todo es pensamiento hecho palabra, incluido el sentimiento. No se puede sentir sin nombrar.

Una vez le preguntaron a Kristof si su estilo tan directo ya existía cuando escribía sus poemas en húngaro o sólo era algo que le pertenecía al francés:

En húngaro era muy poética.

Demasiado. Por eso no me gustan aquellos poemas. Creo que si hubiera seguido escribiendo en húngaro habría ido quitando y quitando, diciendo sólo lo estrictamente necesario. Seguramente mi forma de escribir viene del teatro. Diálogo puro. Lo justo, sin relleno, sin grasa. ¿Para qué dar vueltas? ¿Para hacer literatura? No me interesa la literatura.3

Agota Kristof
Agota Kristof

CUANDO SE TIENE POCO es indispensable aprovechar el recurso. Las palabras son papas cocidas, único alimento en la guerra. Instrumento de la necesidad. Y de la supervivencia. Se tiene lo que se dice, y lo que se comunica. En medio de todo eso, la interferencia de la traducción entre una persona y otra, el malentendido, no comprender esa palabra justa, justo ésa que es el sustantivo de la oración. Podemos adivinar los pronombres, los adjetivos, pero el sustantivo puede ser peligroso si se cambia de lugar, si se confunde con otro. Sobrevivir, aclarar, permanecer en la claridad de eso que se está contando. Dormir con ese lenguaje y amanecer con ese lenguaje.

Escribir en otra lengua permite ver la identidad desde otro momento, otro lugar. No la enunciación per se, sino la denominación más cercana a la intención primordial. Un juego tan peligroso como atractivo. El idioma no-propio permite una mayor transparencia, aun si se remite a las palabras elementales: sustantivos, pocas referencias poéticas, poca descripción. Si uno se desprende de lo que hace falta se queda con la obra desmontada de un aparato mayor, de lo que consideramos sistema literario alimentado con fraseos excesivos, paja. Narrar y describir se convierten en algo básico.

Lenguaje de bebé, de niño que aprende a hablar. A eso apuesta Kristof y de ahí el acierto de contar una guerra a partir de la voz infantil: dos hermanos abandonados por la madre en casa de la abuela aprenden a nombrar y a resistir. A pasar hambre. Frío. La abuela es más que un cuerpo cercano, es una autoridad que ostenta el poder desde la vida adulta, incluso si resulta indemne a otras fuerzas contrarias. El lenguaje de los gemelos entonces está próximo a una astucia verdadera porque surge del único lugar que no se puede fingir: la vulnerabilidad atroz del que sobrevive. Incluso las escenas sexuales no se leen desde el morbo o el erotismo, pertenecen al lado primitivo y natural del ser humano, con su violencia explícita. ¿Cuál es en sí el poder de lo directo? La figuración pasa a un segundo plano, la imagen. El texto aparece como lo que es: un testimonio compuesto de las palabras necesarias, nada más. Comunicar. Sin dobles sentidos, sin poesía, sin ir más allá.

EN EL PORVENIR DE LA REVUELTA, Julia Kristeva cuenta que incluso cuando llegó a París a los dos o tres años de edad (nació en Bulgaria), siempre, por muy bien que hablara francés fue considerada una extranjera, no parte de la comunidad, aun con su aparato de clase media ilustrada. La idea de pertenencia, asegura, se arraiga al territorio y a la lengua. Quizá mantuvo su acento familiar en los espacios privados, lo que Natalia Ginzburg llama “léxico familiar”: lenguaje que compete a unos pocos, a un modo de decir.

Para Kristof, la escritura debe atenerse también a lo elemental. Referirse a lo que es y no permitir la ambigüedad, el cambio de sentido, la confusión. Son los hermanos quienes hablan en plural, pero bien podría ser uno solo quien va y viene. Conviene la dualidad como ejercicio de monólogo con otro, no diálogo en sí: un monólogo que se pone en escena y desde ahí dispara. Es la entidad hermanos vs. la abuela, luego será vs. los adultos, los otros, la guerra. Es una entidad que debe saber defenderse del enemigo. Este fragmento es una lección de escritura:

Nos ponemos a escribir. Tenemos dos horas para tratar el tema, y dos hojas de papel a nuestra disposición.

Cuando se tiene poco es indispensable aprovechar el recurso. Las palabras son papas cocidas, único alimento en la guerra. Instrumento de la necesidad. Y de la supervivencia

Al cabo de dos horas, nos intercambiamos las hojas y cada uno de nosotros corrige las faltas de ortografía del otro, con la ayuda del diccionario, y en la parte baja de la página pone: “bien” o “mal”. Si es “mal”, echamos la re-dacción al fuego y probamos a tratar el mismo tema en la lección siguiente. Si es “bien”, podemos copiar la redacción en el cuaderno grande.

Para decidir si algo está “bien” o “mal” tenemos una regla muy sencilla: la redacción debe ser verdadera. Debemos escribir lo que es, lo que vemos, lo que oímos, lo que hacemos.

Por ejemplo, está prohibido escribir: “la abuela se parece a una bruja”. Pero sí está permitido escribir: “la gente llama a la abuela la Bruja”.

Está prohibido escribir: “el pueblo es bonito”, porque el pueblo puede ser bonito para nosotros y feo para otras personas [...]

Las palabras que definen los sentimientos son muy vagas; es mejor evitar usarlas y atenerse a la descripción de los objetos, de los seres humanos y de uno mismo, es decir, a la descripción fiel de los hechos.4

La vida cotidiana revisitada no desde la autocrítica sino desde una posibilidad de ver las cosas que hacemos sin notar lo “literario”. ¿Puede un chisme del vecino ser literatura? ¿Los ruidos de la lavadora? Se trata, diríamos, de un juego de economía, que prioriza las oraciones simples y el punto y aparte. En esa enumeración de cosas está una intencionalidad.

II

Lydia Davis, estadunidense de 74 años de edad, escribe en su lengua materna como si ésta fuera su segunda lengua. ¿Qué quiero decir? Que parece balbucear, escribe con tiento, como si pensara muy bien lo que dice. Como si acabara de llegar de un sótano oscuro donde estuvo recluida años y debe cuidar bien esas palabras, porque son preciosas, tienen alto valor y pueden gastarse si no se calculan bien.

En su libro Ensayos I cuenta cómo surgen varios de sus textos. Es el detrás de cámaras, y tiene muchas veces la versión original de la que se desprenden esos textos minúsculos, sincréticos hasta la sequedad. Como una toalla exprimida con tanta fuerza que está prácticamente seca. Ve para dónde va el texto, y decide qué dirección cortarle para que el texto pueda abrirse mucho mejor. Es un compás planificado en una geometría que es todo, menos espontánea. Cada palabra tiene un peso. Y ella sabe colocarla. Cuenta las calorías y no se excede de la ración. Define también su ars poética:

El ganso es realmente demasiado tonto: sacar el ganso. Es suficiente con que haya una búsqueda de huellas.

La pequeña cabeza va a ser ofensiva: eliminar la pequeña cabeza. (Pero Eliot amaba la pequeña cabeza porque era tan verdadera). La pequeña cabeza es quitada, pero una cabeza angosta es puesta en su lugar.

¿Cuándo debería aparecer el gran sombrero? La mujer, viajera y profesora de inglés, fue identificada por error por su sombrero y arrestada por actividades subversivas. Podría usar el gran sombrero inmediatamente o un poco más tarde. ¿Debería llamarse Nina? El gran sombrero es movido desde el principio hacia el final, y después otra vez al principio [...] Más tarde, Anna se enamora de un hombre llamado Hank, pero se observa que es improbable que alguien se enamo-re de un hombre llamado Hank. Así que ahora el hombre no se llama más Hank sino Stefan, aunque Stefan es un niño que vive en Long Island con una hermana que se llama Anna.5

Agota Kristof
Agota Kristof

La escritura de Lydia Davis en Ni puedo ni quiero consta de breves relatos, sueños. Algunos de los textos tienen esta acotación: “relato de Flaubert”. No queda claro si están hechos a manera de reescritura, juego o simple homenaje. ¿Quién cuenta qué y desde dónde? ¿Se trata de un lugar o un estado de ánimo? Davis dijo sobre el uso de la primera persona, en una entrevista que le hizo Valeria Tentoni para Eterna Cadencia:

Algunos días escribo sobre mí en tercera persona y otros en primera. Ahora que lo pienso, entiendo por qué: cuando importa que yo sea quien lleva a cabo la acción, cuando yo soy el sujeto de verdad, entonces recurro a la primera persona. Cuando no importa quién lleve a cabo la acción, pero me interesa que alguien la lleve a cabo, entonces recurro a la tercera persona.6

DAVIS ESTÁ SEGURA de que narrar es algo más que describir y contar algo. Se puede buscar el efecto de la gran literatura en lo aparentemente vacuo: incluye en su libro cartas de reclamos a gerentes de hotel y restaurantes, sueños, listas de cosas, compras, minicrónicas sobre ir al banco o comer en restaurantes, la calidad del pescado. Aquí, otro ejemplo:

El perro no está más. Lo extraña-mos. Cuando suena el timbre, nadie ladra. Cuando volvemos tarde, no hay nadie esperándonos. Todavía encontramos sus pelos blancos aquí y allá por toda la casa y en nuestra ropa. Los recogemos. Deberíamos tirarlos. Pero es lo único que nos queda de él. No los tiramos. Tenemos una esperanza loca: si recogemos suficientes, vamos a poder armar al perro otra vez.7

Ése es mi texto favorito de Ni puedo ni quiero. Es un relato breve. Es un poema. Es una viñeta-postal. No importa. Es directo, claro, como un cuento infantil, y roza lo onírico, lo irreal.

Aborda la relación con la mascota pero también la vida íntima, doméstica, la intención de rearmar al perro. La sinécdoque, el encantamiento o embrujo. Otras veces parece que sólo juega, la idea es jugar, no llegar a ninguna parte (literal): “Ahora que he estado aquí por un rato, puedo decir con seguridad que nunca estuve aquí antes”.8

En la aparente simpleza de sus textos elabora un misterio. Por medio del recurso de la elipsis crea fragmentos que parecen tomados de una anécdota mayor: líneas simples y breves de un relato amplio al que no tenemos acceso. Son textos-metonimia, el todo, pero parecen una parte. No están incompletos, es extraño, porque es justo la elección de lo que decide contar lo que influye en esa atmósfera de conversación interrumpida. Se trata de textos que son a su vez poemas, relatos, novelas de tres líneas. La ambigüedad, como en la poesía, gana mayor sentido: el texto se compone de ausencia. De eso alimenta Davis lo que el lector debe completar por sí mismo.

Lydia Davis (1947).
Lydia Davis (1947).

LA CUALIDAD DE LA ESCRITURA de Davis reside en que no hace ensayo, ni minificción, ni aforismos, ni relatos. Hace juegos literarios. Los ejercicios que cualquier maestro de escritura crea-tiva (ella lo es, en la Universidad de Albany) podría pedir a sus alumnos que empiezan a escribir.

La escritora-profesora evidencia el proceso de su escritura, su mente escribe que escribe sin saber qué es lo que está en la página. Escribir es compartir, evidenciar la hesitación, el estado de borrador eterno en que se mueve y piensa. Nada, ni lo ya publicado, es una versión final. Es una escritura inacabada pero no incompleta, está en proceso, como en la escuela: un texto que espera la validación, la pulida final que le dará brillo y esplendor. Un ensayo que es justo eso: una presentación antes del verdadero espectáculo.

El cuento tiene sólo dos párrafos de largo. Estoy trabajando en el final del segundo párrafo, que es el final del cuento. Estoy empeñada en este trabajo, y estoy de espaldas. Y mientras trabajo en el final, ¡mira lo que están haciendo en el principio! ¡Y no están muy lejos! Él parece haberse desviado de donde lo puse y está merodeándola a ella, tan sólo un párrafo más lejos (en el primer párrafo). Es verdad, es un párrafo denso, y están justo en el medio, y está oscuro allí. Sabía que estaban los dos ahí dentro, pero cuando lo dejé y me ocupé del segundo párrafo, no pasaba nada entre ellos. Y ahora mira... sueño.9

Los detalles son los pelos que harán que el perro sea un perro vivo de nuevo. Ésa es la memoria.

Leer es reconstruir lo otro, el otro país, lo que es lejano, el clima inhóspito, los personajes reales de diversas maneras, aun en lo ficticio. Tomar de ello lo que haga falta para encontrar este lenguaje ordinario y doméstico que nos toca y que no siempre alcanza para definir qué somos, qué queríamos ser, qué pudimos haber sido. Leer nuestra memoria extranjera.

Nota

1 Manuel Rodríguez Rivero, “Samuel Beckett o la pasión de deshacer”, en Samuel Beckett, Cómo es, traducción de Ana María Moix, Lumen, Barcelona, 1982, pp. 5-6.

2 Agota Kristof, El gran cuaderno, traducción de Ana Elena Ferrer, El Aleph, Barcelona, 2009, p. 10.

3 Cita en Christian Vázquez, https://letraslibres.com/revista-espana/la-leccion-de-escritura-de-agota-kristof/, 23 de febrero, 2016.

4 Agota Kristof, op. cit., pp. 27-28.

5 Lydia Davis, Ni puedo ni quiero, traducción de Inés Garland, Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2014, p. 157.

6 Valeria Tentoni: https://www.eternacadencia.com.ar/blog/contenidos-originales/entrevistas/item/explosiones-en-la-mente-del-lector.html, 23 de enero, 2015.

7 Lydia Davis, op. cit., p. 8.

8 Ibidem, p. 11.

9 Lydia Davis, op. cit, p. 165.